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La agenda sociopolítica de Juan Pablo II

El reciente fallecimiento del papa Juan Pablo II ha generado la más amplia reacción de consternación internacional jamás registrada en la historia de la humanidad. Nunca antes la muerte de un hombre había convocado tantas miradas simultáneas y tantos sentimientos de admiración y afecto. En cierto sentido se puede decir que su «último viaje apostólico» fue precisamente el que se realizó cuando sus enfermedades se agravaron y cuando eventualmente murió ya que nunca antes el contenido de su Magisterio se había comentado y discutido tanto como ahora.
Dentro de los muy variados temas que Juan Pablo II nos deja destacan los relativos a la nueva síntesis que logró realizar de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). En efecto, el Papa reelaboró todo el contenido de la DSI dándole un más profundo fundamento cristológico y antropológico, y una proyección que antes no poseía. Desde mi punto de vista hay tres lecciones elementales que el Santo Padre nos deja en estos temas que en ocasiones se pasan por alto o se dan por supuestas y que vale la pena siempre valorar:

La primacía de la persona no es una metáfora retórica

En momentos como el actual en que el lenguaje parece construir realidades el Papa nos recordó que la primacía metodológica de la persona humana no responde a un interés de poder, de discurso, de persuasión politiquera sino precisamente al lugar que todo ser humano debe tener en el momento en que vive y convive junto con otros. La persona humana no es un mero recurso discursivo al momento de querer «barnizar» una iniciativa práctica o un proyecto social específico. La persona humana al concebirse como principio y fuente de todo el orden social significa que nadie tiene derecho a humillar al otro, a lastimar al otro en su dignidad, sino que todos debemos respetar con escrúpulo el valor de cada ser humano. Cuando una persona prefiere la lógica del poder por encima del valor inalienable del ser humano le resulta imposible pensar que el amor, el perdón y la paz sean recursos realmente practicables en la vida personal, social y política.
La comunión y la solidaridad como métodos de acción sociopolítica
El encuentro con la dignidad humana que acontece en el momento en que la Persona viva de Jesús nos interpela nos introduce en la experiencia de la comunión. La palabra «comunión» significa un modo estable de permanecer en amistad aún con el diverso. Precisamente la comunión trinitaria significa esto: es posible vivir la unidad en y a través de la diversidad.
Sólo por ignorancia o por prejuicio alguien podría decir que la comunión es sólo un atributo de la divinidad. Precisamente la esencia del cristianismo yace en afirmar que Dios está con nosotros y por lo tanto que su comunión intrínseca puede realizarse entre nosotros. La comunión, la vivencia de una unidad superior a través de nuestras diferencias, es la condición necesaria para anunciar y poner en práctica la solidaridad.
Solidaridad no significa un sentimiento superficial de compasión delante del dolor de mi prójimo. Solidaridad es la determinación firme y perseverante de construir el bien común desde la concreta y real responsabilidad por el otro, en especial, por el más débil, marginado y pobre. Toda la política social del Estado se torna meramente asistencial y compensatoria cuando la solidaridad no se activa, cuando la solidaridad no se construye de acuerdo a su lógica propia, la lógica del don y de la gratuidad desde la base.
Una civilización nueva en la que el amor opere como parámetro de juicio
El proyecto socio-histórico que surge de la DSI no es la construcción de un Estado católico. La Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II prohibió que un proyecto sociopolítico concreto pueda arrostrarse para sí el nombre de la Iglesia. Sin embargo, Juan Pablo II no ha renunciado a pensar cómo denominar a una sociedad vivificada por los valores cristianos que permita la construcción de un Estado de «laicidad abierta», es decir, de respeto y promoción efectiva de la libertad religiosa. El Papa denomina a este proyecto «Civilización del amor». Las palabras utilizadas son muy afortunadas: en primer lugar el esfuerzo debe ser civilizatorio, cultural, axiológico. Si el trabajo educativo y cultural no se atiende, vanos son los esfuerzos de transformación estructural. En segundo término, el adjetivo «amor» no es una referencia cursi o meramente piadosa. El amor es la dimensión superabundante y difusiva del bien objetivo. El amor supone siempre la justicia. Por ello, trabajar por una «Civilización del amor» significa luchar incansablemente por reconstruir estilos de vida comunionales que permitan animar las estructuras en base a los mínimos de justicia y al impulso que brinda el horizonte de la caridad. La justicia que no se mueve en lo profundo por algo más que ella misma deviene en intolerancia. Por eso, una sociedad auténticamente humana no puede sólo basarse en el derecho sino que para que este se torne viable se requieren de elementos propiamente metajurídicos que permitan mirar horizontes mayores.
Juan Pablo II al introducir estos tres elementos en la DSI nos lega una sabiduría práctica que no está llamada a agotarse en la reflexión académica sino que debe de concretarse en un estilo nuevo al momento de actuar en la vida social. Las grandes transformaciones históricas de las que el Papa fue partícipe en buena medida tuvieron éxito precisamente gracias a estos ingredientes esenciales que animan y ofrecen caminos por los que podemos avanzar en el presente y en el futuro con confianza.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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