El 28 de diciembre, día de los santos inocentes, escuché Misa en la Basílica de Guadalupe. El sacerdote habló en su homilía sobre Herodes y aprovechó para denunciar la matanza de inocentes en nuestros días: una sociedad ?decía? que tolera el aborto, los secuestros, las guerras injustas, etcétera. Por extraño que parezca, las palabras del sacerdote me recordaron una de las lecturas más ácidas y corrosivas que he hecho: Robert Hughes, Culture of Complaint. The Fraying of America, publicado en 1993.
El libro comienza aludiendo a una obra de W. H. Auden titulada For the Time Being: A Christmas Oratorio, en donde Herodes aparece como un liberal que no desea asesinar a los niños. No obstante, de no cazar al niño Dios, las consecuencias serán desastrosas: la razón se verá suplantada por la Revelación, el idealismo cederá su lugar al materialismo, la justicia será reemplazada por la piedad. Hughes remata: «Lo que Herodes vio fue la América de finales de los ochenta y principios de los noventa. Una sociedad obsesionada con todo tipo de terapias que desconfía de la política formal; que se muestra escéptica ante la autoridad y cede fácilmente ante la superstición; cuyo lenguaje político está corroído por la falsa piedad y el eufemismo. Es decir, que es igual a Roma en sus últimos tiempos (nada que ver con la primera república;igual en su larga marcha imperial, en la corrupción y prolijidad de sus senadores, en su confianza en gansos sagrados (los emplumados antepasados de nuestros encuestadores y los doctores comecocos) y en su sumisión a emperadores tan seniles como endiosados, controlados por astrólogos y esposas extravagantes».
Si tenemos en cuenta que La cultura de la queja tiene su origen en una serie de conferencias que Robert Hughes pronunció en Nueva York en 1992, todas destinadas a criticar despiadadamente «los brumosos asuntos de la “corrección política”, el “multiculturalismo”, “la politización de las artes”…», hemos de admitir que el libro ya forma parte del pasado: está redactado en los tiempos de Clinton. No obstante, con seguridad, creo que puede incluirse en la lista de obras crítico-canónicas del sueño moderno-americano, al lado de Las contradicciones culturales del capitalismo de Daniel Bell, Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman, The Closing of the Amercian Mind de Allan Bloom, The Devil Knows Latin de Christian Kopff, The Culture of Narcissism de Christopher Lasch, El fin de la cultura de la victoria de Tom Engelhardt y The malaise of Modernity (mejor conocido como La ética de la autenticidad) del filósofo católico canadiense Charles Taylor.
Hay algo poco agradable que distingue a La cultura de la queja del resto de los libros mencionados: Hughes no es amable; es soez y ecléctico, irónico y majadero, burdo y agresivo, escéptico y provocador: no le interesa proponer nada para mejorar algo. No está de acuerdo con nada ni con nadie. Le molesta la demagogia derechista y el despotismo ilustrado de la izquierda; le enferma lo «políticamente correcto» y por ello arremete contra los grupos alternativos; ridiculiza el racismo, el fanatismo religioso, el feminismo, la ignorancia y el patriotismo; se burla de los neoconservadores y los libertinos, de los políticos y los empresarios, de los prolife y la CNN; en fin, hace trizas al mundo propagandístico y multicultural en donde todos y todo tiene un lugar respetable porque todos formamos parte de una minoría obligadamente aceptada y respetada. ¿Cuál es su conclusión? Que la cultura moderno-americana es absurda e irremediablemente contradictoria.
Comentar el polifacético ensayo de Hughes obligaría a abrir innumerables frentes de debate político, cultural, económico, religioso y artístico. Se me ocurre que puede mostrarse la tónica del libro formulando cuatro estampaspara el siglo XXI, inspiradas en La cultura de la queja. Vamos, pues: The Culture of Complaint Revisited.
ESTAMPA1: METÁFORA COTIDIANA
El Premio del Globo de Oro del 2005 a la mejor serie televisiva fue para la impúdica, obscena, pornográfica y desaconsejable Nip/Tuck (Cortes y puntadas), la historia de dos cirujanos plásticos de South Beach Miami. El mejor ejemplo del enrarecimiento moral contemporáneo. Por el consultorio de estos personajes desfila la «elite más baja de Miami»: narcotraficantes, modelos porno, transexuales, millonarios afectados, damas de dudosa reputación, etcétera, etcétera, etcétera: ¡es Miami!
Uno de los cirujanos, Sean McNamara, se ha percatado de que su matrimonio no anda bien: ronda la infidelidad, la crisis de los 40 en ambos cónyuges, la esposa frustrada profesionalmente y otro largo etcétera. En uno de los episodios de la primera temporada, en un ataque de histeria la señora McNamara toma por la cola al roedor que su pequeña hija tiene por mascota y lo arroja por el WC. Al día siguiente el hogar de los McNamara apesta. El plomero extrae de la tubería el cadáver del roedor. Un mes antes los doctores McNamara y Troy se han involucrado con un narcotraficante pederasta. El propio hermano de este deleznable sujeto, lo asesina en el quirófano cuando los cirujanos lo metamorfosean. No lo ha balaceado, sino que ha planeado el crimen de tal forma que todo parezca una mala administración de la anestesia. Ante el peligro de que sus licencias médicas sean retiradas, los cirujanos deciden arrojar el cadáver a los cocodrilos del pantano.
Esta historia nos provoca una ligera náusea: sexo, pederastas, asesinatos, drogas. Un agente de la policía visita la casa de los McNamara. Uno espera, claro, que la justicia se haga cargo de tanta porquería. Pero el agente está ahí para multar con cinco mil dólares a la señora McNamara por haber asesinado al roedor de su hija: ¡en Florida el maltrato a cualquier animal es un delito grave!
ESTAMPA 2: ¡OH AMÉRICA MÍA!
Redacto estas líneas un día antes de que termine el año 2006. He visto esta mañana, en la versión electrónica de uno de los periódicos de mayor circulación en el país, una serie de fotografías en las que aparece la ejecución de Sadam Hussein. El tirano murió anoche, en la horca. (Un juicio y una ejecución «misteriosamente justos»). No sé qué pensar cuando miro la última fotografía: una familia mirando el televisor; en la pantalla el cadáver de Sadam; una pequeña apunta con su dedito a la imagen mientras voltea el rostro hacia sus padres para sonreírles. Me pregunto si a pesar de que se trata de un dictador y un asesino, el juez (¡kurdo!) hace bien en practicar la ley del talión en pleno siglo XXI.
Previa lectura del periódico, hora de trabajar: como les gusta a varios de mis amigos, es hora de jugar al escritor. Cafecito, Office, montañas de libros sobre la mesa y ahí vamos: «¡Oh, América mía!» En 1997, el crítico de arte (y crítico de todo), Robert Hughes (Australia, 1938), publicó el libro American Visions; en el capítulo ocho, titulado «El imperio de los signos», escribe: «América entró en la segunda guerra mundial tarde, como una potencia más. Salió, en 1945, convertida en una superpotencia, la mitad buena de un universo maniqueo cuya mitad perversa era la Rusia soviética. Y, a partir de ese momento, acumuló el mayor arsenal que haya visto el mundo, una masa en expansión continua de armamento que crecía sin parar bajo el estímulo de la guerra fría. Parte de ese armamento se encuentra en un tramo de desierto plano en las afueras de Phoenix, Arizona (…) Este cementerio es uno de los yacimientos arqueológicos de una cultura de la grandiosidad, confiada en sí misma y de una abundancia casi increíble, pero también de las dudas acerca de su propio valor y la paranoia: una cultura que se volvió imperial. El sentido de imperio se extendió a cuanto había en el mundo, incluida la cultura americana». (La imagen del «enemigo hostil» puede modificarse de acuerdo a las circunstancias: los nazis, los rusos, los iraquíes.)
ESTAMPA 3: LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS
El 8 de diciembre de 2003 (aniversario del asesinato de John Lennon: imagine all the people living life in peace), el crítico y filósofo del arte, Arthur C. Danto, publicó en The Nation, una nota titulada «Art Therapy». Recuerda ahí el accidente automovilístico que sufrió Robert Hughes en mayo de 1999, y por el cual estuvo hospitalizado siete meses. Durante las noches de convalecencia, Hughes soñó recurrentemente con un cuadro de Goya, El sueño de la razón produce monstruos. La pintura es famosa: un artista duerme sobre su mesa de dibujo, a su alrededor hay varias criaturas fáusticas; una de ellas le ofrece un pincel. En principio, el cuadro fungiría como una alegoría de las monstruosidades morales a las que conduce el uso excesivo de la razón (acaso, de la razón instrumental). Para algunos críticos, el cuadro final es una finísima muestra del humor negro de Goya.
Dicho sea de paso: la razón instrumental no es sino esa cochina costumbre de explicarlo todo en términos económicos como «eficiencia máxima», «calidad total», «relación costo-beneficio». Los excesos de esta racionalidad hacen que sus seguidores comprendan el entorno como materia prima dispuesta a ser transformada y dominada.
ESTAMPA 4: A LAS COSAS, POR SU NOMBRE
En Argentina le dicen «turcos» a los árabes (ya sean iraníes, libaneses o palestinos;en México los jóvenes suelen llamar «chino» al compañero japonés y «choco» al moreno. En estos tiempos no es políticamente correcto hacerlo. En estos tiempos, todos somos iguales, cuando en realidad todos somos distintos. Con todo y las diferencias, las mujeres quieren ser hombres, los hombres, mujeres y los heterosexuales somos ya parte de una minoría. Los homosexuales quieren casarse, quieren adoptar niños y quieren ser iguales a todos aceptándose a sí mismos como distintos.
En fin, ¡todos somos una minoría! ¡Todos somos marginados! La mujer, los homosexuales, los heterosexuales, los ricos y los pobres, los lectores, los inmigrantes y hasta gente tan insignificante como ¡los filósofos! (Pregunte en el departamento de admisiones de cualquier Facultad de Filosofía cuántos padres de familia están contentos con que sus hijos estudien esa carrera). En fin, puede comprenderse que todos formemos parte de una minoría y nos inventemos grupos para defender nuestros ideales. ¡La democracia nos abre la puerta a todos! ¿No es maravilloso? Así, un gobernante que entiende mal la democracia (hay quienes llegan a la presidencia sin haber estudiado filosofía política), opina que cuando un grupo protesta violentamente (con machetes, bombas molotov, cierres de calles y avenidas), no está violando la ley sino manifestándose libremente. Y así, el día de mañana, el director que quiebre una empresa podrá decir no que «fracasó», sino que «no consiguió los resultados esperados»; los drogadictos no se llamarán a sí mismos «drogadictos» sino «abusadores de ciertas sustancias».
En un libro incuestionablemente irreverente, La cultura de la queja, Robert Hughes se hace una pregunta políticamente incorrecta: «¿Quizá el homosexual supone que los demás le aman más o le odian menos porque le llaman “gay”, una palabra rescatada del argot criminal inglés del siglo XVIII que implica prostitución y vivir del cuento?». Grave problema, ¿no es así? El eufemismo, el lenguaje cortés: los negros pasaron a ser «gente de color», luego negroe, luego black y hoy, afroamericano. Y Hughes escribe: «La idea de que puedes cambiar una situación buscando una palabra nueva y más bonita para denominarla surge del viejo hábito americano del eufemismo, el circunloquio y la desesperada confusión sobre la etiqueta, provocado por el miedo a que lo concreto ofenda. Y este es un hábito peculiar de los americanos. (…) En Francia no se le ha ocurrido a nadie cambiar el nombre de Pipino el Breve por el de Pipino el Verticalmente Desajustado, ni tampoco los enanos de Velázquez parecen tener la menor posibilidad de convertirse, para los españoles, en las gentes pequeñas». ¡Vaya problema! Las etiquetas, las paranoias, la corrección política, los simulacros, el autoengaño, la exclusión y la autoexclusión. Hay tanto en qué pensar: las paradojas del ser humano.