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Administración del éxito

EL INDIVIDUALISMO Y EL ÉXITO

Respeto a los estadounidenses por muchos motivos. Soy consciente, además, de que cualquier generalización es injusta si se toma al pie de la letra. Sin embargo, creo que los países presentan rasgos distintivos. En el caso de nuestro vecino, me parece que el individualismo es uno de los más pronunciados de su identidad cultural.
Un riesgo del individualismo exacerbado es el desprecio por la solidaridad y la compasión. No reconoce que el ser humano necesita del apoyo y cariño de los demás para realizarse. Los proyectos individualistas ven con recelo la dependencia o, en el mejor de los casos, la toleran como un mal inevitable.
La sociedad tiende a ser individualista cuando la comunidad social, laboral y familiar se concibe como un pacto comercial. En ese marco, todas las relaciones humanas son objeto de negociación. Lo importante es pactar un trato ventajoso y conservar la posibilidad de revocar el contrato. Hay que «ganar» en las relaciones. El perfil de ganador va de la mano de un ánimo emprendedor e independiente.

TRIUNFAR O NO TRIUNFAR

Me temo que los mexicanos estamos copiando irreflexivamente el modelo norteamericano de éxito. Digo «irreflexivamente», porque estamos adoptando su individualismo, pero no su sentido de respeto por la ley y el orden.
Lo de ser triunfador no me parece mal; lo malo es el costo del triunfo. A veces olvidamos el abc de la vida: lo importante no es triunfar, sino ser feliz. Nuestros proyectos de éxito olvidan frecuentemente que nuestra felicidad está anclada a la felicidad de los demás.
No se me mal interprete. Estoy de acuerdo en que nuestro país debe asumir una actitud menos derrotista. Sin embargo, nuestro proyecto vital no se agota en el proyecto de país. No seamos demagogos. Insisto: el tema verdaderamente importante es el de nuestra felicidad; lo demás está en un segundo plano.
No creo que el mexicano padezca problema de autoestima. Nuestro ego no es anoréxico. Nadie se siente tonto ni feo… y si somos pobres, se debe a mala suerte o a que la empresa no ha sabido aprovechar nuestros maravillosos talentos ocultos.
El verdadero problema es que somos malos estrategas. El irracional afán de competencia es uno de los grandes enemigos de la felicidad.
Hay un cuento ruso que me gusta mucho. Había dos funcionarios pobres de la administración zarista. Los burócratas platicaban sus planes para el futuro. Uno afirmaba que se retiraría en cuanto tuviese dinero para vivir en el campo. Tendría una casita con un huerto, cultivaría grosellas por afición y las serviría en su mesa. Pasado el tiempo, los amigos se encuentran. A ambos les ha ido bien, especialmente al de las grosellas, ahora encumbrado personaje de la administración rusa. Se abrazan y charlan sobre los viejos tiempos. «¿Y tu huerto de grosellas?», pregunta el otro. El funcionario podía comprar muchas fincas, pero estaba tan ocupado que no tenía ni siquiera una casita de campo. Olvidó que había ingresado a la carrera pública para hacer una modesta fortuna y retirarse al campo. Al poco tiempo vuelven a encontrarse. El personaje central ha comprado una casita de campo, invita a comer a su viejo amigo y le sirve grosellas cultivadas en su pequeño huerto.
Se nos enseña a ser triunfadores, pero nadie nos advierte que debemos poner un límite a la ambición. Es lógico: para una mentalidad triunfadora no hay nada más peligroso que el conformismo. La verdadera locura es no poner límite a la ambición. Si carecemos de meta definida, nunca la alcanzaremos.
Es una ironía. Cualquier ejecutivo sabe que las metas económicas se concretan en pesos y centavos. Y resulta que no concretamos las de nuestra vida. Hacemos proyecciones financieras para las empresas, pero no para nuestra propia vida.
Tenemos que decidir entre aprovechar el presente o hipotecarlo para asegurar un futuro incierto. Y que conste que no invito a la irresponsabilidad. En otras palabras, pensemos cuál es nuestro huerto de grosellas y actuemos en consecuencia.

EL CONSUMISMO Y LA VANIDAD

Contra un entorno adverso nuestras acciones son limitadas. Pero los enemigos interiores son igualmente poderosos. En ocasiones, no falta dinero, sino que sobra consumismo y vanidad. Nuestras metas vitales no deben definirse a partir de estos dos ejes.
El consumismo siempre ha existido, pero en la sociedad tardo capitalista el gran negocio está en la obsolescencia de todo lo que adquirimos: software, ropa, muebles, música. Las mercancías no están hechas para durar sino para caducar.
De la mano del consumismo está la vanidad y el estatus: el club, la ropa, el tamaño de la oficina, el coche, las vacaciones. A veces vivimos para los demás, mendigamos reconocimiento ajeno. Los europeos se sorprenden ante la ostentación de la clase media y alta mexicana. Para ganarnos el respeto de los demás no se nos ocurre mejor cosa que dar la impresión de que somos accionistas mayoritarios de Microsoft.
Pero esta es la peor esclavitud, la servidumbre más dura. Por eso escribió Hannah Arendt: «la verdadera línea divisoria entre las personas es si son capaces de “enamorarse de (su) destino” o si aceptan como éxito lo que otros garantizan como tal».
El problema de la vanidad –lo diagnosticó Aristóteles– es que dependemos absolutamente de los otros. Es una paradoja del individualismo, poner nuestra felicidad en manos de nuestros enemigos.

LAS COSAS SON COMO SON

Los médicos saben que tarde o temprano perderán la guerra contra la enfermedad. Pueden alargar la vida, mejorar su calidad, reducir los dolores, pero tarde o temprano la muerte ganará la partida.
Me temo que algunos empresarios cometen un pecado de arrogancia: pensar que siempre seguirán triunfando en los negocios. Los científicos, los artistas, los deportistas, los intelectuales, los políticos saben que no siempre se gana. El fracaso es inherente a la condición humana. Esto no es conformismo, es saber que el progreso perpetuo y continuo es un mito. Está bien que los directivos suban cada año las metas de ventas… pero no conozco ninguna empresa que tenga más de mil años. El Imperio Egipcio fue exitoso durante cuatro mil y hoy ni rastro queda; dudo que los negocios de Bill Gates lo logren.
A pesar de ser geniales y de que cada año nos incrementen el bono por productividad, habrá un momento en que comience el descenso de nuestra genialidad. El manejo del fracaso no es solamente asunto psicológico. Es cuestión de valores. La vida es dura y sabemos que el éxito constante es tan raro como el fracaso continuo. Lo importante es que haya una trama donde las derrotas y los triunfos parciales se entrelacen para que la vida tenga sentido.

LA MEDIOCRIDAD DORADA

Los romanos utilizaban la expresión aurea mediocritas (mediocridad de oro) para designar el ideal de vida de quien no deseaba ser pobre ni desconocido, pero tampoco figura ilustre. La mediocridad dorada no es conformismo, ni apatía ni egoísmo.
Se articula a partir de una diversidad de objetivos. En terminología empresarial: la mejor manera de administrar el fracaso es diversificarse. No apostar a un solo cliente o a un solo producto.
Un riesgo de la educación actual es la mentalidad monotemática. Volvernos máquinas especializadas para triunfar en la empresa, los deportes, las letras, pero no en la vida. Se hace ejercicio para estar en buena forma en el trabajo, se educa para atender a los clientes, se viste para impresionar en las negociaciones, pero todo se subordina al trabajo. Nos volvemos unidimensionales, por utilizar la expresión de Marcuse. No es raro que en este panorama aparezcan las evasiones desesperadas: el alcohol, el deporte frenético, los affaires…
En cambio, la persona multidimensional posee una variedad de objetivos, y campos con metas distintas. La vida de pareja, los hijos, la cultura, el arte, el deporte, los amigos. Mantener esta variedad es la manera de diversificarse y de tener siempre una carta bajo la manga para que la empresa más importante –la propia vida– no quiebre por «haber puesto todos los huevos en la misma canasta».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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