Uno de los tópicos más perseverantes en la cultura occidental es el de la doble naturaleza de las palabras, esa pronunciada inclinación a significar exactamente lo opuesto a lo que enuncian. En los últimos 150 años, más o menos, se ha vuelto un lugar común hablar de la «tiranía de las palabras». Todavía falta una historia sobre cómo políticos, filósofos y poetas propiciaron el desprestigio del discurso cuando fueron ellos los mayores beneficiarios de una civilización centrada en la palabra.
Ahora bien, el caso que nos ocupa es el de la «tiranía de las palabras» y, en particular, la extendida postura que considera a la corrección política (CP) como su más acabada expresión.
Muchos de nosotros hemos sentido en algún momento que las expresiones de Fulano sobre Sutano (o el grupo social al que pertenece) violan algo más profundo que las reglas de urbanidad y buen gusto. La CP delinea el campo de la producción lingüística que como sociedad no estamos dispuestos a tolerar, pues el discurso no concierne a la etiqueta sino a la ética. Lo que sigue es entonces una defensa de la humanidad del lenguaje, endeble tal vez aunque apasionada.
LOS ENEMIGOS DE LA CORRECCIÓN
Hay tres principales críticas a la CP que provienen de tres tradiciones políticas: la liberal, la realista y la democrática. Los que pertenecen a la primera recurren invariablemente a 1984 de George Orwell para ejemplificar lo que sucede cuando se colocan amarras al lenguaje. En la novela, el gobierno implementa políticas para instaurar el uso del New Speak, un inglés purgado de palabras heterodoxas o con significados indeseables. Podemos cuestionar los supuestos según los cuales la lengua configura al pensamiento, pero este no es momento para tal debate.
Sin embargo, no podemos negar que ciertas ideas de la filosofía y la antropología en su versión vulgarizada han contribuido a la difusión de una creencia, a saber, que la realidad está determinada por el lenguaje con que la nombramos. Por ahora basta con aclarar un punto: hablar New Speak era un mandato y el mayor organismo del aparato gubernamental, la Policía del Pensamiento, tenía la obligación de asegurar su observancia. La CP, en cambio, carece de carácter legal jurídico, es una norma social, una serie de límites al discurso que no son ni obligatorios ni generales. En todas las sociedades democráticas y liberales la libertad de expresión se encuentra reglamentada, ¿por qué preocuparnos por unas restricciones que ninguna autoridad posee atribuciones para implementar?
La segunda crítica –realista– es más perspicaz. Robert Hughes en La cultura de la queja la expone con elocuencia y se puede resumir así: ¿de qué sirve cambiar el lenguaje si con ello no transformamos la realidad? O en palabras llanas: ¿de qué sirve que un blanco llame afroamericano a alguien si lo trata como un maldito negro? Que lo dicho contradiga a lo hecho no es razón suficiente para menospreciar el discurso. No es digno de encomio, acepto, aquel marido que llena de piropos a su esposa pero la golpea durante sus accesos de rabia. Sin embargo, tampoco quien nunca recurre a los puños pero abusa emocionalmente de ella mediante injurias, insultos y amenazas. Las palabras no son suficientes, sí, pero, nos dice el sentido común, tampoco nimiedades.
La lingüística ofrece elementos para justificar esa intuición. Así como podemos realizar ciertos actos al hablar (i.e. «Prometo pagarte mi deuda») también realizamos otros mediante las palabras. El discurso, como forma de acción, se relaciona en doble sentido con la sociedad; por un lado, existen ciertas situaciones sociales que restringen el discurso (el registro que utilizamos con nuestros amigos no es igual al que empleamos en el trabajo) y, por otro, el discurso influye a su vez al contexto social: a nivel micro, estableciendo la jerarquía de quienes participan, por ejemplo, en una conversación; a nivel macro, instituyendo los marcos de representación social.
La crítica realista pone en evidencia no tanto la inutilidad como la superficialidad de nuestras actitudes hacia el discurso. Sus mecanismos son mucho más complejos como para que sea suficiente el cambio de unas palabras por otras, a fin de producir un cambio social. Para lavarnos las manos acerca de nuestro compromiso social con las mujeres, podemos adoptar a pie juntillas el discurso de género: «Nosotros y nosotras», «Los niños y las niñas», etcétera. El problema es que la representación de las mujeres como si fuesen menos que humanos (objetos o autómatas) se reproduce a otros niveles.
Un estudio de caso muy interesante muestra cómo los periódicos de Miami representan a las mujeres a partir del seguimiento de la nota roja. La cobertura de un evento en particular resultó reveladora. Una banda de ladrones, informaron los rotativos, irrumpió en un domicilio particular, los maleantes amarraron a su propietario, vaciaron su casa y lo forzaron a ver cómo violaban a su esposa. Lo interesante es que resaltaran que el hombre fue obligado a presenciar la violación de su esposa y no el hecho mismo de la violación, como si fuera él y no ella la principal víctima. Y ni qué decir del orden de presentación de la noticia. ¿Por qué dar mayor relevancia al robo que a los abusos cometidos contra esa mujer?
La tercera crítica –democrática– es más seductora pues toca cuerdas claves de la sensibilidad posmoderna. Me explico. Los modernos no creían en un orden natural que delimitaba y determinaba la finalidad del hombre. La virtud descansaba en el mérito, la capacidad para resistir nuestras inclinaciones egoístas, obrar bien y desinteresadamente mediante el libre ejercicio de la voluntad. La ética del mérito es la moralidad del deber, de trascender nuestros deseos particulares para tomar en cuenta al otro y sus necesidades. Ahora bien, durante el siglo pasado la búsqueda del placer inmediato desvalorizó el ideal de renuncia. Nada justificaría ya la postergación del placer, aplazar el ejercicio de nuestra voluntad en aras de normas abstractas. Lo valioso no sería más seguir normas imperativas externas sino expresar nuestro verdadero ser, desdoblar nuestra personalidad ante los demás. Es así como la ética de la autenticidad disuelve la idea de la obligación. Por tanto, para los posmodernos trazar fronteras es coartar nuestra individualidad, actuar con restricciones es fingir y el fingimiento, el colmo de la inmoralidad.
La tradición democrática embona con la sensibilidad posmoderna en su compartida desconfianza hacia la sociedad y la urticaria que les ocasiona cualquier clase de límites por considerarlos una velada forma de discriminación. Según su postura, la CP es nociva pues premia la hipocresía. Cualquiera puede desenvolverse adecuadamente en la vida pública mientras siga de cerca esas reglas de urbanidad.
Un razonamiento parecido siguen cuando critican a la tolerancia. A los ojos demócratas no es suficiente que aceptemos la diferencia como un precio que merece la pena pagarse para vivir en paz. Para ellos, ese respeto maquilla nuestra despectiva indiferencia cuando hace falta que abracemos la diversidad, que reconozcamos el valor de los grupos con formas de vida antagónicas a la nuestra. Esta demanda resulta a todas luces exagerada. Me parece que está ocasionada por la difundida confusión entre lo público y lo privado (o el retroceso de ambos ámbitos ante la hinchazón de la intimidad).
Hace unos años, Federico Reyes Heroles se escandalizaba ante las pruebas de la «intolerancia» mexicana. La encuesta nacional de cultura democrática revelaba que a un alto porcentaje de la ciudadanía no le gustaría vivir en la misma casa que un homosexual o un practicante de otra religión. Conste que no les negaban ninguna clase de derechos sino que se negaban a vivir con ellos. ¿Qué tiene esto de intolerante? La tolerancia atañe al dominio de lo público, marca límites al Estado puesto que nadie puede ser discriminado o perseguido por sus creencias religiosas, ideas políticas u orientación sexual. No me parece razonable exigir a las personas que procuren las relaciones con sus (extraños) conciudadanos en los mismos términos que con sus familiares y amigos. A unas les concierne el respeto y la simpatía; a las otras, la lealtad y la solicitud.1
PALABRAS QUE HUMILLAN
Para esta sección recupero las ideas adelantadas por Avishai Margalit en su excelente La sociedad decente.2 ¿Por qué habríamos de defender la CP? Porque las palabras mal empleadas ocasionan daño a nuestros semejantes y no encuentro razón por la cual la clase de comportamiento que, mediante el discurso, denigra a lo otros deba permanecer impune. Podemos ser una sociedad justa o una sociedad democrática pero eso no implica que seamos una sociedad decente, aquella cuyas instituciones no humillan a las personas. No queda claro si Margalit, como los sociolingüistas, considera al discurso una institución social. Si no es el caso, aún creo que su marco nos sirve pues los escándalos relacionados con la incorrección política cuentan entre sus protagonistas a quienes juegan un papel en alguna institución y hablan en virtud de su rol.
Si aceptamos que evitar causar daño a los demás es algo deseable estaremos de acuerdo en justificar el respeto a los seres humanos reivindicando la necesidad de no humillar. La humillación es un tipo de crueldad inaceptable que ocurre cuando tratamos a otro como si fuera no humano o realizamos acciones que conduzcan a su pérdida de autocontrol o su exclusión de un grupo social al que tiene legítimo derecho de pertenecer.
En las sociedades normales el rechazo de los humanos como no humanos ocurre mediante el rechazo de grupos a los que las personas pertenecen y que determinan la forma en que modelan sus vidas, como pueden ser una nacionalidad, religión, clase social, etcétera. Cuando una sociedad rechaza determinadas características de pertenencia descalifica a toda persona que se identifique con ellas. Tal sociedad es humillante porque compromete la integridad de las personas, los principios, ideales y valores con que modelan su existencia pero sobre todo el ser fiel a su autodefinición, eso que proporciona coherencia a nuestro relato de vida.
LOS LÍMITES DE LA CORRECCIÓN
La CP descansa sobre la intersección entre lo que es prudente decir y lo que es preferible callar. Es natural que ante el consenso acerca de su pertinencia existan quienes alcen la voz preocupados por una libertad fundamental: la de expresión. La libertad como derecho implica un límite y ese límite está en el derecho de los demás. Pasemos por alto el debate sobre la posibilidad o conveniencia de formalizar la no humillación como un derecho. ¿Qué podemos hacer mientras?
De inicio, trazar la distinción entre lo público y lo privado. Definir algo como privado significa decir que es ajeno a toda forma de control público salvo que vulnere los derechos de otros. En los espacios privados, alrededor de sus íntimos, cada quien puede opinar (incluso hasta llegar a la maledicencia) contra cualquiera por los motivos más retrógradas imaginables. Los problemas comienzan en aquellos ámbitos donde la separación no es tan clara. ¿Qué ocurre con el arte y la academia? A mi parecer uno y otro ámbito son autónomos, pertenecen a la esfera extendida de la privacidad, y no requieren regirse según las normas de la convivencia pública. La no humillación ha de ser un criterio externo para la valoración de las obras artísticas y la investigación científica.
Sin embargo, con esto dejamos al lado los sentimientos de numerosas personas que consideran ofensivo cómo son representados en tales ámbitos. Además, pasamos por otro hecho: desde los últimos 50 años tanto el arte como la academia se han considerado una extensión de la política y por tanto se ven sometidos a una serie de nuevas exigencias. Aquí conviene delinear entonces otra distinción: entre el contenido cultural y las instituciones culturales de una sociedad decente 3. Cualquiera podría alegar que no debe restringirse la creación de contenidos humillantes pues son producidos por individuos en pleno goce de su libertad, pero sí suprimirse las ayudas a aquellas instituciones donde se muestran o personas que producen esas obras. Disiento en absoluto, pero permítanme poner pausa a esta polémica para abordarla desde otra perspectiva.
Un reciente escándalo (típico) de incorrección política: Don Imus, comentarista de radio, realiza al aire un comentario humillante sobre el equipo de basquetbol femenil de la Universidad de Rutgers. Les llama «nappy-headed 4 ‘hos5». Las jovencitas afectadas, los líderes de la comunidad afroamericana y la opinión pública protestan. Imus ofrece disculpas y se excusa calificando su comentario como una broma, aunque a todas luces la «broma» fracasó en lograr su cometido: hacer reír. En el caso de los comentarios más o menos desatinados se podrá apelar a la malinterpretación: el ofendido, dirá el interpelado, al pertenecer a un grupo minoritario tiene la sensibilidad a flor de piel y considera insulto lo que no es. ¿Cómo establecer qué es humillante? Margalit propone dos principios:
- una sociedad decente debe ser receptiva a la interpretación de las minorías vulneradas mientras no se demuestre que en un contexto general dicha interpretación no es plausible; y, para compensar lo anterior,
- todo comentario o epíteto que dentro de un grupo no se considere humillante no podrá ser considerado como tal si proviene de fuera.
Imus, más adelante, en su defensa arguyó que sólo parodiaba a los raperos y su música, que se distingue por utilizar esa clase de palabras altisonantes. Para algunas personas como el periodista de color Jason Whitlock las acusaciones contra Imus son una manera en que algunos líderes afroamericanos (Al Sharpton y Jesee Jackson, ¿suena familiar?) llevan agua a su molino mientras se niegan a iniciar una campaña contra la cultura «autodestructiva y degradante» del hip-hop.6 Para otros como Jabari Asim, autor de un libro acerca del uso de «nigger» en la cultura estadounidense, es ingenuo acusar al hip-hop de confundir a los blancos sobre la pertinencia de emplear tales términos.
En la entrevista que ofreció hay, empero, algo que llama más mi atención: «Mi vara para medir el uso de n…. es que pienso que el arte es sagrado… En segundo lugar, si el uso de n…. aumenta en alguna manera nuestra comprensión de la cultura en alguna manera, entonces para mí es válido. Las letras de N.W.A. (Niggaz With Attitude, grupo que popularizó el gangsta-rap), fácilmente cumplen esos criterios».7 Uno de los riesgos de avanzar la causa del respeto es que los miembros dominantes de un grupo se escuden tras su exigencia para acallar cuestionamientos válidos hechos desde el exterior. Para conjurar ese peligro debemos introducir una salvedad a los principios ya expuestos: ninguna crítica ha de ser considerada una ofensa siempre y cuando quienes la suscriban acepten que sus propios principios, ideales, valores o conductas sean puestos en tela de juicio por otros. La crítica en el ejercicio profesional de la sátira (no los chascarrillos a la ligera), el arte y la academia amplía el horizonte de nuestra co
mprensión. Por ello, a largo plazo, el trabajo de humoristas, artistas y académicos redunda en nuestro beneficio.
La CP no es una nueva especie de puritanismo. Sus defensores reconocemos que no se puede obligar a nadie a cambiar sus creencias –sean estas racistas, xenófobas o sexistas– pero sí dejarle en claro que su institucionalización mediante el discurso acarrea costos sociales. Que las palabras sean signos no quiere decir que su efecto sea meramente simbólico. No hagamos de un don, el de la palabra, el más infame de los vicios.
1 Avishai Margalit. The Ethics of Memory. Harvard University Press. Cambridge, 2002. p. 8.
2 Paidós. Barcelona, 1997. Ver sobre todo el capítulo 10, «Cultura».
3 Margalit sólo suscribe al arte cuando habla de cultura. Sumo la academia para dar cuenta del fenómeno conocido como «guerras culturales» en Estados Unidos, que incluye disputas en ambos dominios.
4 Fórmula despectiva con que los blancos se referían al cabello rizado de los negros.
5 Contracción de hores con que se llamaba originalmente a las prostitutas en el caló de los barrios populares negros, pero cuyo uso se extendió a las mujeres en general. Algo parecido ocurre en México con la acepción vulgar de «perra», utilizada entre amigas para llamarse unas a otras.
6 Jason Whitlock. «Imus isn?t the real bad guy». The Kansas City Star, 11 de abril de 2007.
7 Mark Anthony Neal. «Who gets to use the N-word?». Salon.com, 25 de abril de 2007.