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¿Por qué nos gusta la poesía?

En el amanecer de todas las culturas escuchamos la voz de los poetas, voces que revelaban la realidad, verdades ocultas, cosmogonías, himnos. Los griegos consideraban a los poetas inspirados por una divinidad que hablaba a través de ellos, idea tan poderosa que continuamos usándola en contextos no religiosos.
Junto a este solemne río correría posiblemente otro arroyo juguetón lleno de canciones, pícaras, heroicas, amatorias. Al final ambas corrientes se unieron. La poesía se convirtió en una matrona prolífica, con hijos serios e hijos gamberros. Mantenían, sin embargo, un aire de familia, porque todos manifestaban una realidad que desbordaba el lenguaje corriente.
A veces la grandeza de lo dicho o de lo sentido resultaba incompatible con una expresión vulgar. Era necesaria una elocuencia altiva. Esta es la razón de que todos los adolescentes, por muy poco talento literario que tengan, hayan escrito versos al sentirse enamorados. Los grandes sentimientos parecen exigir altas elocuencias, como en la elegía de Miguel Hernández:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Pero de las caudalosas fuentes poéticas también brotan juegos musicales, libertades ingeniosas que convierten las palabras en deliciosos juguetes o en canciones para niños.
La escritura poética tiene algunas peculiares características que conviene conocer para aprender a leerla.

LA EUFORIA DE LA POSIBILIDAD

Como toda experiencia estética, la poesía produce la euforia de la posibilidad mágica. Hay que mantener en la memoria esta hermosa palabra: «posibilidad», porque es uno de los componentes de la dicha. Todos buscamos el bienestar, pero, también, la ampliación de nuestras posibilidades vitales. La literatura nos proporciona ambas cosas. Mientras que la angustia obtura todos nuestros caminos, la poesía amplía las posibilidades del lenguaje, las posibilidades de la narración, las posibilidades de la mirada, las posibilidades del sentimiento. Hay un grado cero de la escritura, que sería la escueta información sobre un suceso. (…) Entre el suceso real y el contado hay un salto transfigurador que da primero el poeta y nos anima a dar.
Pasa lo mismo en todas las artes. Entre el ciprés que veo y el pintado por Van Gogh, hay también un espacio que debo saltar. Es, claro está, un salto mágico, y si queremos enseñar a leer poesía debemos proporcionar el trampolín adecuado.

DISPARA LA INTENSIDAD DE LOS SIGNIFICADOS

Otro elemento propio de la poesía es la intensidad. En todo poema hay una condensación de elementos, una tensión interior, que hace que los poemas suelan ser cortos. No se puede desperdiciar palabras. La expresión ha de ser contundente, inapelable. Todas las creaciones del ingenio lingüístico tienen esa característica. Cuando Quevedo termina su soneto diciendo: «Polvo seré, mas polvo enamorado» ha comprimido el verso como si fuera un muelle afectivo que va a destensarse bruscamente en la cabeza del lector, y a desencadenar un pequeño terremoto emocional.
Esta es una de las grandes dificultades para leer poesía. Exige pasar más allá de la expresión literal, y activar una red compleja de semejanzas, recuerdos, acontecimientos. Es el núcleo de la metáfora: comprender una cosa a la luz de otra, encontrar la red interminable de parecidos entre las cosas. Esta expansión de la línea, esta expansión del poema, pura magia también, la explica Pablo Neruda en su «Hablando en la calle»:
Y en el pan busco
más allá de la forma:
me gusta el pan, lo muerdo,
y entonces veo el trigo,
los trigales tempranos,
la verde forma de la primavera,
las raíces, el agua,
por eso más allá del pan,
veo la tierra,
la unidad de la tierra,
el agua,
el hombre,
y así todo lo pruebo
buscándote
en todo.
En poesía hay siempre que ir más allá de lo dicho. El lector tiene que proporcionar la pólvora para que las palabras disparen su significado.

LA NOVEDAD DE LA MIRADA

Mediante la palabra, el poeta nos enseña a mirar la realidad, llama la atención sobre aspectos que sin su ayuda pasarían desapercibidos. En este sentido la poesía oriental es un caso ejemplar. Cada poema es un dedo índice que señala la realidad que hay que observar poéticamente. La poesía no está en el poema, sino en el objeto enmarcado por el poema, señalado por el poema.
Un poeta zen canta a una flor:
Es como es, ni más ni menos. ¡Qué maravilloso! Convertido al zen por un instante, Juan Ramón Jiménez dice lo mismo en un poema: «No lo toques ya más / que así es la rosa». En estos casos, el poeta, guiando nuestra mirada saca del anonimato a las cosas, como Antonio Machado:
Por el olivar
se vio a la lechuza
volar y volar.
Campo, campo, campo
y en los olivares,
un cortijo blanco.
¡Qué cosa tan cotidiana el campo, la lechuza y el cortijo! Y al mismo tiempo ¡qué brillo adquieren en la palabra! El mismo que los cacharros adquieren en los bodegones de Zurbarán.

EL ENCANTAMIENTO DE LA EXPRESIÓN

La última característica de la poesía es que las palabras, el modo de expresar, la musicalidad, no desaparecen al comprender el contenido, sino que permanecen vivas manteniendo la separación entre lo dicho y la manera de decirlo. En otro tipo de escritura, por ejemplo, las novelas de acción, el lenguaje debe ser eficaz y esfumarse con presteza para permitir que el lector sea arrastrado por el argumento. No ocurre así en el lenguaje poético que debe encelar al lector, atraparlo. Por ello, pueden gustarnos poesías cuyo significado no acabemos de comprender, como en el poema de Aleixandre:
Una pajarita de papel sobre el pecho viene a decirnos que el tiempo de los besos no ha llegado. La euforia de la posibilidad, la intensidad, la novedad de la mirada, que nos brinda una realidad transfigurada, y el encantamiento por la expresión, rasgos del hechizo poético.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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