«Dar vida al amor y amor a la vida»
Sólo se puede hablar de una antropología adulta cuando se reconoce el concepto de persona; pero únicamente podemos añadir que además es madura cuando entiende que hay que diferenciar entre persona masculina y femenina. Sin ese descubrimiento, y lo que de él se desprende, resulta imposible apreciar toda la riqueza que corresponde a la «humanidad»: estamos ante un saber adulto, pero no suficientemente maduro.
Y no sólo porque la mujer ostenta de ordinario atributos diferentes de los que caracterizan al varón, de manera que si excluimos a una u otro, lo propiamente humano resulta manco y disminuido. Además, porque la complementariedad entre ambos es dinámica. La presencia de la mujer despierta en el varón cualidades que sin ella quedarían adormecidas, lo mismo que sin el amor masculino la feminidad no lograría un pleno desarrollo.
UNA ANTROPOLOGÍA ADULTA, PERO… ¿MADURA?
La plena mayoría de edad de los estudios antropológicos comenzó apenas hasta que a lo largo del siglo XX, se advirtió que la diversidad entre el varón y mujer afectan justo a su condición personal, de modo que se hace necesario distinguir entre la persona-masculina y la persona-femenina, como complementarias y destinadas al apoyo y crecimiento recíproco.
Hay que añadir que ese cúmulo de ganancias desaparecería en cuanto –como ha ocurrido a menudo y en cierto modo era «históricamente inevitable»–, por una suerte de igualdad igualitarista mal entendida, la mujer dejara de ser mujer-mujer, para adoptar aires, tonos o modales masculinos.
La igualdad no es un atributo aplicable a las personas, entre otros motivos, y no el menos importante… porque no la necesitan para nada. Cada persona es un absoluto, que vale absolutamente y cuya exclusiva misión es ser aquel alguien que está destinada a ser. Esto lleva consigo un desarrollo acabado de su masculinidad para el varón, y, el cumplimento más cabal de su feminidad para la mujer, que son las maneras respectivas como uno y otra pueden alcanzar la plenitud personal.
Recojo el consejo de Unamuno a un escritor novel que «se consideraba»… poco «considerado» por la crítica: «No te creas más, ni menos, ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia pon todo tu empeño».1
EL DETERIORO: LO PÚBLICO ABSORBE A LO PRIVADO
En las últimas centurias observamos una fractura que dispone el despliegue del ser humano en dos círculos separados e incluso contrapuestos: el privado y el público, lo que trae aparejada la despersonalización, mal de nuestra época.
De manera imparable, lo público ha acabado por ejercer un dominio avasallador sobre lo privado, lo ha ido absorbiendo, al introducir, incluso en el seno del hogar, actitudes y modos propios de relaciones comerciales o de negocios (en el sentido menos noble de estos términos).
¿Qué constituye la esfera pública? Por ejemplo, el mundo laboral, cada vez más dominado por un economicismo materialista o la política, cuyo crecimiento indiscriminado hace que todo tienda a girar alrededor del poder, intercambiable con el dinero, y origen también de una burocratización despersonalizante a gran escala. O, el influjo de los medios de comunicación de masas, que incrementan su virtud persuasiva y su capacidad de sugestión en la medida en que estimulan el carácter no diferenciado, impersonal y simultáneamente individualista de sus destinatarios.
En la proporción en que estos y otros vectores han ido configurando la sociedad actual, encontramos un universo público en el que, por lo general, al margen de toda actitud de servicio, las relaciones humanas se ven pilotadas, de manera creciente, por un punzante egoísmo hedonista, pragmatista e insolidario… ¡con honrosas y abundantes excepciones!
La lógica del intercambio interesado, de «los equivalentes» –doy para que me des; y espero me des más de lo que te doy– propia de la sociedad mercantilista y burocrática, ha ido imponiendo su ley sobre la lógica de la gratuidad, del don, cuyo reducto último es la familia, pero que debería imperar en todas las relaciones sociales.
Como afirma Donati, «la civilización consiste en saber traducir en familiar lo no-familiar»; lo que, para mí, significa aprender a impregnar todo lo humano, y muy en particular los medios de comunicación, con el ineludible e incomparable «toque» o «genio» de la mujer.
LOS GENUINOS VALORES PERSONALES
Más que el mismo diagnóstico simplificador, me interesa explicar que hay que abrir el espacio para los genuinos valores de la persona que giran íntegramente en torno al amor y a todo aquello que lo hace posible y jugoso: el encanto de lo pequeño, la flexibilidad, la imaginación creativa, la generosidad, la aptitud para captar matices, el ocio compartido, el diálogo, la intimidad, la diferenciación individualizadora, la relación entre tú y tú irreiterables, el gozo conjunto de una vida cotidiana y sin aparente brillo y un dilatado etcétera.
Podemos advertir dos mundos o, como hoy se dice, dos culturas: la de la eficacia y el éxito, por una parte y la de la vida, el cuidado y, en definitiva, el amor, por otra. Muchos calificarían el cosmos de la producción y la eficiencia como típicamente masculino, y unirían la resurrección del segundo al progresivo afirmarse de lo femenino.
Simplificando nuevamente, pero sin faltar a la verdad, sostengo que el problema más acentuado de la civilización presente es el predominio indiscriminado y avasallador de lo masculino sobre lo femenino.
A la luz de esta afirmación debe leerse cuanto sigue.
EL AMOR NO ES CIEGO…
El amor, lejos de ser ciego, es agudo y perspicaz: impulsa y «obliga» a descubrir el fondo de maravilla oculto en el corazón ontológico del ser querido. Con independencia de esa fascinación, la mujer encarna de forma particular, más propia y acentuada, el peculiar carácter de la persona humana. Si no puede decirse que es más persona, cabe afirmar que lo es de un modo más patente, personal y humano.
Carlos Cardona escribió que «…la mujer es imagen más diáfana de lo característico de la persona creada: hecha por amor y para el amor». La expresión de la persona humana «en su ser más radical, se manifiesta mejor y con más propiedad en la mujer que en el varón».
Esto, agrega, además es de experiencia común: «todos sabemos muy bien que la mujer, precisamente como tal, y en la medida en que sabe y quiere serlo, es lo más “amable”. Así se entienden bien muchas características de la feminidad: como ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva (y no me refiero aquí principalmente a lo físico, sino a lo psíquico y espiritual: la simpatía, la ternura, la paciencia, la piedad, por ejemplo)».
Por todo ello, la mujer encarna de forma privilegiada la condición de persona, en cuanto principio y término de amor: resulta más «amable»… «precisamente porque ama y en el amor se da». Puesto que, como recordaba José María Pemán «el amor es en la mujer como la expresión total de su ser y el ejercicio fundamental de su vida […]. La mujer es, por definición, una “criatura de amor”».
Maravillosamente inteligente, añado por mi cuenta, ya que el amor no es un atributo de segundo orden, especie de «compensación piadosa» para aquellos o aquellas que no logran triunfar en los dominios del intelecto, sino que constituye la condición ineludible y máxima encarnación del conocimiento intelectual más noble, elevado y eficaz: la sabiduría, donde se aúnan las cimas de la contemplación y la atención delicada y operativa a las menudas irisaciones de la vida vivida a diario.
EL GENIO DE LA MUJER
¿Será muy difícil extraer las conclusiones pertinentes para el enriquecimiento de la familia y la personalización del mundo y, más en concreto, de los medios de comunicación?
No parece descabellado suponer que la intensa relación que la mujer guarda con la vida pueda generar en ella unas disposiciones particulares. Así como durante el embarazo la mujer experimenta una cercanía única hacia un nuevo ser humano, así también su naturaleza favorece el encuentro interpersonal con quienes la rodean.
El «genio de la mujer» se puede traducir en una delicada sensibilidad frente a las necesidades y requerimientos de los demás, en la capacidad de darse cuenta y comprender de sus posibles conflictos interiores y de comprenderlos. Se la puede identificar, cuidadosamente, con una especial capacidad de mostrar el amor de un modo concreto. Consiste en el talento de descubrir a cada uno dentro de la masa, en medio del ajetreo del trabajo profesional; de no olvidar que las personas son más importantes que las cosas. Significa romper el anonimato, escuchar a los demás, tomar en serio sus preocupaciones, mostrarse solidaria y buscar caminos con ellos»
LA TAREA: FEMINIZAR EL UNIVERSO
Lejos de cualquier atisbo de enfrentamiento entre lo masculino y lo femenino, llamados a complementarse dinámica y creativamente, nos devuelven en directo a la persona y la exigencia de personalizar el universo humano, que es también devolverle su mordiente ético.
También nos informan que para lograrlo resulta imprescindible que todos los valores calificados «como propios de lo femenino –lo que el psicólogo suizo C. J. Jung llamaba el anima, el cuidado, la atención diligente por los demás– no los consideremos privativos ni exclusivos de la mujer (aunque en ella hayan podido tener una mayor presencia por razones históricas), sino que los advirtamos como igualmente indispensables en el varón, para evitar que este sea simplemente un energúmeno, tan solo preocupado por el poder y la competencia»
Se impone, pues, un trasvase, una transfusión que ya se está llevando a término en el seno de muchísimas familias y en otros ámbitos. Pero recuerden lo que acabo de evocar: que el ser humano –varón y mujer– ha sido confiado al cuidado de esta última. De ahí surge, comenzando por el ámbito del matrimonio, el reto primordial, la exigencia más apremiante y de más calibre de lo que califico como revolución pacífica que instaurará en nuestro mundo una auténtica civilización el amor.
Esta es la tarea que la mujer no puede aplazar y en la que los medios de comunicación «feminizados» desempeñarían un papel de primer orden, también como elementos de difusión y de propuesta anticipadora.
Se trata de devolver la vida auténticamente humana, personal, cálida, jugosamente perspicaz, al conjunto de la familia y, a través de ella, y también directamente, a todo el universo.
DOS CAMINOS NO EXCLUYENTES
¿Cómo ejercer esa función? En mi opinión, la incidencia de la mujer en el mundo se encauza por dos vías complementarias:
– Mediante su acción directa en instituciones sociales, en sus integrantes y muy en particular en aquellos ámbitos que permitan comunicar de manera íntima y universal la grandeza de cualquier persona: su carácter eminentemente personal.
– Y en virtud del influjo, tremendamente efectivo, que ejercen en el hogar.
En medio de vaivenes de los últimos años, siempre ha habido quienes lograron mantener un sereno y lúcido equilibrio, conscientes de que la mujer era imprescindible para humanizar el mundo y que sólo podría ejercer esa elevación si no hacía dejación de su feminidad.
Y la razón no puede ser más neta. Semejante «avance» no podría considerarse un logro, sino pérdida para la mujer… y para el conjunto de la humanidad. Y no porque la mujer sea más o menos que el varón –ya dije que semejantes comparaciones están fuera de lugar cuando se trata de personas–, sino porque es distinta y sólo podrá cumplir en ella lo humano siendo hasta el fondo lo que por naturaleza está llamada a ser: mujer-mujer, en el mejor sentido de la expresión.
Sólo la mujer puede aportar a la familia, al lugar de trabajo, al conjunto de la sociedad civil, a los medios de comunicación, lo que le pertenece y, no obstante, está llamado a ser patrimonio de todos: su delicada ternura, su generosidad sin límites, su amorosa y perspicaz atención a lo concreto, su creatividad y agudeza de ingenio, su intuición clarividente, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad… Ninguna mujer lo será en plenitud hasta que advierta la hermosura –en un universo previamente feminizado, preñado de amor– de su aportación insustituible… y haga de todo ello vida de su propia vida.
Janne Haaland Matláry, quien ha desempeñado cargos políticos de primer rango en el gobierno noruego, escribe: «La colaboración femenina siempre es diferente, su atención a los demás también es distinta. Ellas tienen una inclinación natural hacia las relaciones interpersonales y hacia los otros seres humanos que muy pocos hombres tienen; y siempre serán las que se ocupen de esas “políticas menores” [es decir, las auténticamente relevantes, decisivas] que son las de la familia y los asuntos sociales por haber tenido la experiencia previa de la maternidad; o serán también las que se ocupen del cuidado de otras personas o de sacar adelante una casa, tal y como hace la mayoría de las mujeres»
Y añade, para aclarar hasta qué extremo todo ello se liga con lo que he resaltado en cursiva (con la experiencia de la maternidad, que no necesariamente consiste ni «pasa» por la maternidad biológica): «… hoy las mujeres tienen necesidad de reafirmar la importancia de la maternidad, tanto en sus propias vidas como en el conjunto de la sociedad. Deben asimismo plantear reivindicaciones en otros ámbitos –en la actividad profesional y en la política– para que sea posible y compatible ser madre y trabajar fuera de casa. Y esto debería hacerse extensivo a los padres.
Pero la cuestión esencial no es sólo de orden práctico sino también antropológico: las mujeres nunca se sentirán felices si no toman conciencia de hasta qué punto la maternidad define el ser femenino, tanto en el plano físico como el espiritual, y expresen esta realidad con la reivindicación del reconocimiento social.
Ser madre es mucho más que la intensa y vívida experiencia de dar a luz y criar a un hijo: «es la clave para una toma de conciencia existencial de quienes somos».7
CON LOS MISMOS DERECHOS Y OPORTUNIDADES
Personalmente, tengo la férrea convicción de que las mujeres se encuentran destinadas a vivificar desde dentro todas las profesiones dignas –y, muy en concreto, los medios de comunicación–, en absoluta paridad con los varones: con las mismas perspectivas, posibilidades y oportunidades, y con idéntica formación humana, profesional, etcétera.
Más todavía, siguiendo sugerencias de Marta Brancatisano, afirmo con toda sinceridad que la mujer se encuentra mucho más preparada que el varón para desempeñar la mayor parte de ellas… y que en parte, por este motivo los varones tendemos a discriminarlas e impedir que desplieguen su inigualable potencia.8
Pero este reconocimiento no me inclina a «sacarlas» del hogar, como tampoco lo pretendo de los varones. Al contrario, aspiro a conservarlas o devolverlas (¡a ellas!) y, sobre todo, a introducirlos (¡a ellos!) en lo más íntimo y configurador del núcleo familiar. Pues, si algo pretendo dejar claro desde que, hace veinte años dedico mi atención primordial a estos asuntos, es la absoluta necesidad que tiene de la familia todo ser humano, varón o mujer.
Constituye el ámbito imprescindible del pleno desarrollo y la condición de posibilidad para personalizar los restantes dominios en que se desenvuelve la existencia humana, muy particularmente los medios de comunicación, proclives con frecuencia a deshumanizar y trivializar lo más grandiosamente humano, el amor y, más en concreto, el amor entre varón y mujer.
NI ENFRENTAR, NI CONCILIAR
Ejercicio profesional fuera de casa y quehacer también profesional dentro de ella son dos esferas que de ningún modo deberían enfrentarse ni, por consiguiente –en contra de lo que hoy está tan de moda–, tienen necesidad de ser conciliadas. Pues tanto una tarea como otra son, en el fondo, ejercicio del amor, de la búsqueda sincera del bien para los demás.
Repito que el hogar y la familia han de ocupar un puesto central en la vida de la mujer… y del varón, por una razón poderosísima que, día a día, advierto con mayor claridad: que la dedicación a los menesteres familiares –en el sentido más amplio y noble de estos términos– compone sin duda el más grande quehacer que cualquier ser humano puede realizar.9
¿Podría alguien imaginar que ese ejercicio sublime elimine por principio y de por vida la posibilidad de ocuparse en otras labores profesionales?; o, yendo más el fondo, ¿que la atención prioritaria a las inigualables exigencias de la familia impidan atender a cualquiera de los oficios que conforman la urdimbre de la sociedad contemporánea…?
¿No será más bien la actividad desplegada en el seno de la familia la condición de posibilidad –masculina y femenina– para desempeñar cualquier otro quehacer, incluida la profesión, con eficacia propiamente humana? ¿No habría que hablar de sinergia, en lugar de conciliación?
DIGNIDAD DEL TRABAJO EN EL HOGAR
La gravedad de ese abandono por parte de la mujer es muy clara, igual que, por razones similares, aunque no idénticas, lo es la ya multisecular y aún no corregida deserción del varón.
Y es que sin la presencia de una discreta y eficaz mano femenina resulta bastante arduo lograr el ambiente de familia en que deben desenvolverse y crecer personalmente la gran mayoría de los seres humanos.
Espero que nadie me malinterprete. No intento pasar de contrabando una especie de coartada para que los varones se desentiendan de contribuir –en primera persona, por derecho-deber propio, y no como función subsidiaria– a la edificación de auténticas familias, en todos los sentidos de este vocablo.
Más bien pretendo subrayar la grandeza de quienes –en su mayoría, mujeres–, renunciando a veces a éxitos más fácilmente alcanzables en otros ámbitos, dedican sus energías y su competencia a levantar y gestionar, con auténtico sentido profesional repleto de calidez e inteligencia, los hogares propios o los de otras personas, que se amparan en su buen hacer.
Se trata de un sendero que asegura, de manera insoslayable, la presencia femenina en el mundo. Hoy muchos apuntan que el estado de «masculinización» de la mujer provocado por cierto feminismo mal entendido ha hecho de nuestro entorno vital un paraje todavía más inhóspito que en tiempos pretéritos. Se trata de una atmósfera densa, dura, hostil, irrespirable, masculinizada en exceso…: en fin de cuentas, «machista».
Y hay que buscarle solución, pero una solución adecuada.
¿SOLUCIÓN?: LA MUJER
Sin duda, la mujer ha sufrido durante siglos una clara discriminación, modulada de maneras y con intensidades distintas en las diversas esferas, que pedía y sigue pidiendo a gritos ser subsanada… ¡y hasta sus últimas consecuencias!
Pero cuando el «remedio» consiste en adoptar en la actividad pública los modos de obrar propios del varón, y cuando a eso se une la defección del hogar, el saldo ha sido un recrudecimiento de lo que podrían calificarse como «vicios» típicamente masculinos… ni contrapesados ni dulcificados por la presencia de la mujer.10
Cuestión todavía más peliaguda por cuanto, en determinados momentos y lugares, esta ha dejado de ejercer también el influjo que durante siglos irradiaba desde el seno de su casa… ¡y que asimismo debería y debe irradiar el varón, con sus características particulares!
Todo lo anterior, con palabras de Mercedes Eguíbar, conduce a afirmar sin paliativos, guste o no, «… la primacía femenina en el orden del mundo. Mientras permanece como guardiana de lo particular e íntimo, no sucede nada. Cuando desea realizarse [de manera exclusiva] en cualquier profesión, aparecen los inconvenientes. Y al mismo tiempo, cuando no se encuentra en el quehacer externo se advierte su ausencia, reina la agresividad y la paz es un ente que no se sabe cómo llegar a poseer».11
O, desde la perspectiva complementaria: «Al ausentarse del hogar para trabajar [exclusivamente] en otra profesión fuera de su casa, [la mujer] ha contribuido, sin desearlo, a crear un vacío que nadie ha ocupado y que origina una fuerte inestabilidad en la familia. El hogar queda huérfano y el matrimonio se debilita. Y al decidirse a no tener hijos, porque no tiene tiempo, invierte la pirámide: el mundo necesita ciudadanos jóvenes y se encuentra con un crecimiento desmesurado de personas mayores».12
MUJER-FAMILIA-MUNDO «PASANDO POR» LA FAMILIA
Soy partidario convencido y firmísimo de la necesidad de que la mujer aporte la riqueza de virtudes, enfoques y claridades que le pertenecen en exclusiva, actuando directamente en todas las esferas de la actividad humana: en todas.
Gracias a las dotes propias, puede enriquecer enormemente el conjunto de la vida civil, pero en particular las esferas que más afectan al desarrollo o la contrahechura de la persona: la legislación familiar o educativa, el creciente ámbito de las relaciones humanas y, muy en concreto, cuanto se relaciona con la comunicación hondamente concebida.
Y a los varones nos corresponde hoy día, en contra de lo que habitualmente se afirma y se vive, hacer posible y amable el pleno desarrollo de la mujer… para con ello impulsar el progreso genuinamente humano de la sociedad en su conjunto, sin discriminaciones.
¡Una función en cierto modo secundaria… de la que me siento plenamente orgulloso y satisfecho y que lucho denodadamente por cumplir lo mejor que sé!13
EN TODO EL MUNDO A TRAVÉS DEL HOGAR
Puedo afirmar lo anterior también porque mi propia mujer, desde antes de casarnos, aspira a dedicar todas sus energías al cuidado de quienes componemos su familia. El hecho de que «las aritméticas: las entradas y las salidas» lo hayan impedido hasta el momento, no resta ningún valor a la agudeza y perspicacia que supone percibir que la atención directa a las personas constituye un trabajo –en el sentido más elevado de este término– que acoge con mayor facilidad que ningún otro la única y decisiva razón de su grandeza: el amor, mediante el que se procura el bien para los demás.
Muchos advirtieron desde hace lustros la tremenda y eficaz influencia que, como esposa y madre y «creadora de familia», la mujer estaba llamada a ejercer desde el interior de su hogar. Junto con ellos, y apuntando de nuevo a la esencia de todo el asunto –al amor–, me atrevo a preguntar: «Pero, ¿qué es la proyección social sino darse a los demás, con sentido de entrega y de servicio, y contribuir eficazmente al bien de todos?»
Y respondo, como fruto de muchos años de reflexión y del cariño que tengo a mi propia esposa: «La función de la mujer en su casa no sólo es en sí misma una función social, sino que puede ser fácilmente la función social de mayor proyección».
Y ejemplifico: «Imaginad que esa familia sea numerosa: entonces la labor de la madre es comparable –y en muchos casos sale ganando en la comparación– a la de los educadores y formadores profesionales. Un profesor consigue, a lo largo quizá de toda una vida, formar más o menos bien a unos cuantos chicos o chicas. Una madre puede formar a sus hijos en profundidad, en los aspectos más básicos, y puede hacer de ellos, a su vez, otros formadores, de modo que se cree una cadena ininterrumpida de responsabilidad y de virtudes».
Para ya concluir: «También en estos temas es fácil dejarse seducir por criterios meramente cuantitativos, y pensar: es preferible el trabajo de un profesor, que ve pasar por sus clases a miles de personas, o de un escritor, que se dirige a miles de lectores. Bien, pero ¿a cuántos forman realmente ese profesor y ese escritor? Una madre tiene a su cuidado tres, cinco, diez o más hijos; y puede hacer de ellos una verdadera obra de arte, una maravilla de educación, de equilibrio, de comprensión, de sentido cristiano de la vida, de modo que sean felices y lleguen a ser realmente útiles a los demás»14… que es, en definitiva, lo único que cuenta.
1.Unamuno, Miguel de, «¡Adentro!», en Obras selectas, Plenitud, Madrid, 1965, 5ª ed., p. 186.
2. Cardona, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990, pp. 144-145.
3. Pemán, José María, De doce cualidades de la mujer, Ed. Prensa Española, Madrid, 2ª ed. 1969, pp. 36 y 46.
4. Burggraf, Jutta, «Dimensión antropológica del misterio nupcial», en Servei de documentació Montalegre, 30-IX-2001, pp. 3-4. 3.
5. Ballesteros, Jesús, Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 1990, p. 133.
6. Matláry, Janne Haaland, El tiempo de las mujeres. Notas para un nuevo feminismo, Rialp, Madrid, 2000, pp. 67-68.
7. Matláry, Janne Haaland, o. c., p. 27.
8. Brancatisano, Marta, Approccio all’antropologia della differenza, Edizioni Università della Santa Croce, Roma, 2004, p. 43.
9. Matláry, Janne Haaland, o. c., pp. 62-63.
10. Matláry, Janne Haaland, o. c., p. 48.
11. Eguíbar, Mercedes, La nueva identidad femenina, Palabra, Madrid, 2003, pp. 98-99.
12. Ibídem, p. 98.
13. De nuevo Burggraf resume parte de lo expuesto en: Burggraf, Jutta, «Varón y mujer: ¿Naturaleza o cultura?», en Servicio de documentación Montalegre, núm. 919, p. 12.
14. Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, núm. 87.