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Urgente: un antídoto contra la omnipotencia humana

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Después de haber bebido de la misma copa, Cristina y Ernie sintieron la bendición llamada sed» (15). De aquí podría nacer toda la historia, y mil historias, con que sólo tuviéramos la potencia intuitiva adecuada –digamos la de un ángel– y captáramos todo lo que está implicado en el beber, y en el hacerlo juntos un hombre y una mujer, y lo que supone esa relación causal con la sed, y el que esta sea llamada bendición.
De mil historias pasaríamos a una y nada más que una al introducir el significado de «Cristina» y «Ernie», sólo que aquí no bastaría el IQ del ángel.
Había una vez un regiomontano que era empresario y por lo tanto era todopoderoso… Sólo que, ay, esa omnipotencia fue puesta a prueba por la fibrosis quística de su hija; y estuvo a punto de salir airoso, hay que reconocerlo, si no fuera porque intervino el amor, más eficaz en aniquilar programas que cualquier enfermedad.
La descripción del empresario –el Ingeniero– abunda en atributos divinos: el Ingeniero no descuidaba el culto debido a sí mismo; apreciaba que sus empleados fueran a su imagen y semejanza; ellos y sus clientes eran su grey amada, con la que era compasivo y misericordioso (23-26); sin olvidar que «el Ingeniero era el Ingeniero, pero se encarnó en hombre, y tenía sentimientos de hombre» (61), por ejemplo la cólera, que se desataba como sequía y plaga de langostas (120).
A la sombra del Ingeniero se podía vivir, lo que se llama vivir: «El dinero es mi fuerza y mi salvación. /¿A quién voy a tenerle miedo? / El dinero es la defensa de mi vida. / ¿Quién me hará temblar?» (38).


Reino del Norte. Mauricio Sanders. Los libros de Homero.
Reino del Norte. Mauricio Sanders. Los libros de Homero. México, 2008.

LO QUE EL PUEBLO RECUERDA
También el amor de Cristina y Ernie ostenta trazos divinos, pero ¡qué diferencia! El diálogo que entablaron al conocerse, «según lo recuerda el pueblo» (que es la fórmula que repetidamente abre la chata facticidad al horizonte del sentido), fue así: «—Tú eres la parte de mi herencia, tú aseguras mi suerte; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad. —En ti se me alegra el corazón, mis entrañas se llenan de júbilo, y mi carne descansa, serena. —Me hartarás de gozo en tu presencia. —Me saciarás de alegría perpetua a tu derecha» (13). Todavía en los primeros pasos, «Cristina colocó el nombre de Ernie por encima de todo nombre» (53). Más adelante, una enfermera le impide a Ernie el acceso al cuarto de Cristina porque no cae en la cuenta de que él es «el Salvador, el Ungido, el que amaba, aquél en quien Cristina tenía sus complacencias» (98).
Qué diferencia, sí, porque los atributos divinos aplicados al amor no son ningún abuso, ya que el amor es la esencia de Dios. Referidos al puro poder, a la organización, a la riqueza, resultan grotescos. Y más detestable que grotesco es leer una historia de enriquecimiento a través de la creación de necesidades y la producción de lo que las satisface. Enriquecimiento del Ingeniero y unos pocos más, claro. Los cuales, por lo que al amor se refiere, se demuestran muy deficientes. El Ingeniero es imagen del padre que da todo –o «de todo»– a sus hijos, excepto su propia persona.
La novela no habla propiamente de religión sino de la vida a través de conceptos religiosos. Una alegoría, por cierto, tan natural que casi ni a alegoría llega, pues cada vez que ponemos una cosa como criterio de toda otra realidad de la vida estamos viviendo en la idolatría, a menos que esa cosa sea Dios. Por eso, la alegoría aquí casi se confunde con los recursos de estilo, como los clichés que suelen abrir nuevos parágrafos: los libros y capítulos que contendrían la historia completa que ahí queda sólo aludida; la distinción entre lo que sucedió y lo que el pueblo recuerda; las enumeraciones de posibles pares de vidas humanas unidas.

HUNDIRSE EN EL MAR
Más específica es la elección del contexto empresarial regiomontano, con muy aguda descripción del estilo de vida laboral y familiar. «En Monterrey ciertas uniones, en ciertos círculos sociales, entre personas de ciertas familias, son para toda la vida, siempre y cuando el marido pueda tener amantes, los de la mujer no se conozcan y, sobre todo, se prolongue el apellido por vía de varón» (81).
Al perfilarse las facciones de los personajes, puede uno pensar que con unas cuantas sustituciones de nombres va a reconstruir el origen real de la historia, pero es inútil intentarlo porque los datos no cuadran. De la misma manera que el salmo citado no se encuentra en ninguna edición de la Biblia, en la dinastía de los empresarios de Vitro, Femsa, etcétera, no hay nadie que responda al perfil completo del Ingeniero, y el autor parece tener especial cuidado en presentar a su mujer, la madre de Cristina, como una «mujer de papel», es decir que existe sólo en la novela (55, 58). También ella da mucho a su hija sin darse a sí misma, con el extenuante recurso, que llena de remordimientos, al «ahorita vengo, al ratito te veo, luego te hablo, es que estoy súper ocupada, por favor perdóname, chau, chau, adiós, bye» (91).
Desde el dar sin darse, todo ese cuidado es invasivo, es el despotismo de quien sin ser Dios decreta el bien ajeno. «Es por su bien», será la razón perentoria de todas las medidas de prevención, aunque comporten recluir a Cristina en una prisión dorada (70-72). «Es por tu bien», oirá ella hasta la saciedad (30, 72, 108). Echa de menos que le pregunten si se siente bien (111) y sabe que su bien será la razón con que le cerrarán puertas vitales para su corazón: «Si yo le digo a mi mamá, me va a decir que no porque es por mi bien y la fregada» (69).
No carecían de razones esos padres solícitos, «ya que la persona afectada por la fibrosis quística se siente sana, no presenta molestia ni dolor, más que si tiene el atrevimiento de inhalar y exhalar el aire de la atmósfera» (84), y Cristina estaba muy lejos de conformarse con esa osadía minimalista. «En la puerta de la calle, Cristina vio la Pobreza, la Enfermedad y la Muerte, pero Cristina no era Siddharta y (…) no la invadió el deseo de no ser, como invadió a quien llegaría a ser el Buda, sino que quiso ser Cristina a manos llenas» (31).
Aquí irrumpe en toda su radicalidad la pregunta por el sentido. Se diría que en su bien, en ser Cristina a manos llenas, estaba su perdición. Y el bien que habían decretado para ella ¿habría sido su salvación? ¿Contentarse con inhalar y exhalar? Cuando la fibrosis y el amor ponen a medio mundo contra las cuerdas del sentido, se desenmascaran los reales intereses, que por el lado paterno se revelan mezquinos en grado pasmoso y por el materno dejarán ver que siempre hay espacio para una redención. Sí, también para el Ingeniero, si se dejara: si dejara de regir su vida con la economía de lo que se agota al darse.
Era la economía que Ernie aprendía en el Tec. Economía en el sentido de modo de funcionar de las cosas, porque Ernie estudiaba ingeniería físico industrial. En cualquier caso, él contaba con un antídoto en la herencia de vida entregada de su padre y de su abuelo y en la experiencia personal de una vida austera, y recibió una nueva dosis de caballo al enamorarse de Cristina. También el Ingeniero había amado a la madre de Cristina, y hay que reconocer que entre las páginas más logradas de la novela está la descripción del diálogo amoroso bajo las apariencias de una pareja que amasa y hornea panqué de naranja (39-41). La diferencia radica en que el amor del Ingeniero estuvo precedido por el cálculo, se casó «para tener alguien sobre quien tronar, alguien a quien fulminar» (37).
Ernie, muy dotado para el cálculo, tuvo el tino de no aplicarlo cuando se trataba de enfrentarse con el sentido de la vida, sentido que, según intuyó un día, pasaba a través de Cristina. Aquí más que el panqué la figura iluminadora es la del mar, por la totalidad que el amor exige y el misterio en el que nos introduce, resistente a todo cálculo; por la atracción y temor que al mismo tiempo nos produce. Queda clara la diferencia entre el episodio ocasional, que deja sin respuesta alguna sobre lo que somos, y la definitividad con que nos unimos «donde rompen las olas, a la orilla del mar sin orillas, el mar Ahora y Siempre, Principio y Fin, Alfa y Omega: nos unimos a la orilla del mar, con la esperanza de llegar a hundirnos» (122). Nos unimos porque queremos y, porque nos hundimos, no todo depende de nosotros. «Ernie se hundió en el mar que es haber dicho, con la lengua, con los dedos, con los ojos, como sea: –Yo te acepto, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad» (124).
Decíamos que, para reconstruir la historia completa con todo el significado de los nombres propios, haría falta un intelecto divino. Mauricio Sanders lo dice de otra manera: «Dos vidas humanas, unidas, no podrían contarse ni aunque el universo entero contuviera libros» (11, 27, 34, 117). No se dice al terminar que Cristina y Ernie vivieron felices y contentos. Hay mucho más que eso y, además, compatible con el desenlace a primera vista trágico. El final es una fórmula de bienaventuranza. Así como el beber les produjo una sed que era una bendición, todos «podemos hartarnos de pan en un domingo que no acaba, y siempre tener hambre de más» (129).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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