Al placer de comprar, súmale el de viajar», leía en el reposacabezas del asiento delantero del avión que me llevaba hace poco de Tucumán, en el norte de Argentina, a Buenos Aires. El avión estaba retenido en el aeropuerto y no estaba claro cuándo podría despegar. La compañía aérea, de capital español, atraviesa por dificultades que repercuten muy negativamente en su gestión diaria y hacen que tomar un avión sea a menudo una auténtica aventura. Pero lo que más llamó mi atención del reclamo publicitario de una tarjeta de crédito en el avión argentino no fue la afirmación de que viajar fuera un placer, sino la de que comprar sea una actividad placentera.
De inmediato pensé que habría que dividir el mundo en dos grandes bloques de personas; por una parte, aquellos para los que comprar es un placer y, por otra, aquellos –como es mi caso– para los que el ir de compras es más bien una tortura o al menos un engorroso fastidio. No he hecho una encuesta ni un estudio sociológico al respecto, pero tengo la impresión de que la mayor parte de las mujeres disfrutan yendo de compras, mientras que a muchos hombres nos resulta casi siempre una tarea enojosa y preferimos en muchos casos que nos compren las cosas.
Conocí hace años en Cartagena a un veterano almirante que cuando su esposa le proponía hacerse un traje nuevo, enviaba con ella a un brigada de su mismo tamaño para que el sastre le tomara las medidas e hiciese con él todas las pruebas. Sin llegar a este extremo, casi todos los hombres anhelamos muchas veces algo parecido, e incluso a veces lo conseguimos, por ejemplo, a través de la compra on-line.
Por el contrario, para muchas mujeres ir de compras es una de las actividades más placenteras y reconfortantes que hay. Por supuesto, casi nadie disfruta yendo a un hipermercado abarrotado a hacer las compras para toda la semana: ésa es una tarea estresante, que requiere a menudo de un notable esfuerzo físico y de una prodigiosa matemática natural para ajustar la cesta al dinero disponible.
Pero, en cambio, para muchas mujeres salir de compras, solas o acompañadas con alguien de su confianza, viene a ser casi una aventura. «En mi caso –me decía una colega– el placer de comprar se basa sobre todo en la novedad, en el “flechazo” que un producto me produce; en ese juego de dejarse seducir por las maravillas del producto, de la prenda, etc. Ese abrir una caja de zapatos por primera vez, oler un perfume recién comprado… Me encanta poder comprar sin mirar el precio (un lujo que no me suelo permitir), me enloquece ir “por la calidad” y saber que puedo y debo escoger lo mejor».
Como en tantos otros campos, esta tradicional diferenciación sexual de la actividad compradora parece estar resquebrajándose hoy en día. Cada vez son más los chicos que, cuando suspenden un examen o tienen un desengaño amoroso, se van a comprar un polo nuevo o una camisa de colores para aliviar su disgusto. Esto antes sólo lo hacían las mujeres, pero se está difundiendo rápidamente entre los más jóvenes.
EN BUSCA DE LA IDENTIDAD
«Compro, luego existo» podría ser el lema que identifica esta actitud de comprar para afirmar la propia identidad y restablecer la autoestima. Ésta es la gratificación inmediata de la compra compulsiva. Comprar en circunstancias adversas se convierte en una actividad gratificante porque demuestra ante uno mismo y ante los demás la capacidad de decisión, la independencia y el estilo de una persona que, a pesar de haber tenido un fracaso, sobrevive adquiriendo algo que muy probablemente no necesita para nada.
«Yo soy lo que compro», parecen decir con satisfacción muchos compradores compulsivos. Sin embargo, la contrapartida de esa actitud es que las casas y los armarios se llenan de trastos, de cachivaches inútiles, de ofertas que no necesitábamos, pero que compramos porque estaban muy rebajadas. Una profesora española que vive en Inglaterra me escribía que el regalo que más le había gustado en su cumpleaños era el que le había hecho una amiga suya que consistió en dedicarle el tiempo necesario –unas tres o cuatro horas– para ayudarle a vaciar su armario de ropa y desechar todas las prendas ya inútiles de forma que pudiera comprarse otras nuevas y tuviera lugar donde guardarlas. Decluttering, «desabarrotar», es el nombre de esta nueva actividad y hay incluso páginas en internet que explican cómo llevarla a cabo.
El día después del comprador compulsivo es todavía más triste que el día precedente, pues comprueba con pesadumbre que ha malbaratado su dinero adquiriendo cosas que realmente le estorban. Viene inevitablemente al recuerdo la patética imagen del protagonista de Ciudadano Kane en su lujosa mansión de Xanadú, inspirada en la figura del magnate de la prensa William Randolph Hearst. En aquel fabuloso palacio el multimillonario había acumulado tesoros artísticos espléndidos y joyas magníficas, pero muere en penosa soledad encerrado en su enfermizo egoísmo.
No se trata de volver a las formas de vida de nuestros antepasados en los que la escasez era lo habitual y unas pocas prendas servían para toda la vida. El comercio tiene un formidable valor para la riqueza de nuestra sociedad y el consumo es probablemente el motor principal de ese enriquecimiento. Sin embargo, el consumo tiene que ser razonable y no compulsivo. Quizá podría formularse sintéticamente como «comprar menos, comprar mejor»: eliminar las compras inútiles potencia el placer de comprar.