El dolor y el sufrimiento forman parte de la vida humana, son inseparables de la existencia del hombre, aunque los momentos de dolor, la frecuencia y los grados de intensidad pueden variar a lo largo del tiempo. También existe una gran desigualdad en el sufrimiento de las diversas personas: desde el que casi no ha sufrido hasta el que sufre lo indecible.
¿Existe alguna respuesta al porqué del dolor y al motivo de estas diferencias, o se trata de un misterio? Guardini, poco antes de morir, afirmó: «Cuando esté ante el Señor, lo primero que le preguntaré es algo cuya respuesta no he encontrado en ningún sitio: ¿por qué tienen los hombres que sufrir?». El hombre sufre de manera más profunda si no encuentra una respuesta satisfactoria.
A mucha gente, el dolor le parece un obstáculo insuperable en el camino hacia la felicidad. Esto es evidente para quien piensa que la felicidad se reduce al placer y a la ausencia de dolor (Stuart Mill), o para quien considera que hay que huir del dolor a toda costa porque es el enemigo insalvable de la felicidad (Schopenhauer). Sin embargo, para quien concibe la felicidad como una tarea interior que trasciende lo placentero, y cuenta con que el sufrimiento es inseparable de la vida humana, ¿resulta compatible la felicidad con el dolor?
DUELE EL CUERPO O DUELE EL ALMA
El sufrimiento está relacionado con el mal. La persona sufre cuando experimenta algún mal: enfermedad, traición, pérdida del empleo o muerte de un hijo… El mal es una cierta falta o ausencia del bien que correspondería poseer, como es el caso de la salud o la fidelidad de la persona amada. Se podría decir que el hombre sufre cuando carece de un bien del que debería o querría participar, como el ser tratado dignamente o bien recibir un reconocimiento por su buen desempeño profesional. Sufre en particular cuando debería tener parte –en circunstancias normales– en este bien y no la tiene, por ejemplo, cuando se le excluye de la herencia familiar sin motivo alguno.
El mal del que deriva el dolor puede ser físico o moral, y origina dos tipos de sufrimiento: «El sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera “duele el cuerpo”, mientras que el sufrimiento moral es “dolor del alma”».1 Aunque el primero puede ser de tal intensidad que polarice toda la atención de la persona, como un fuerte dolor de muelas, ordinariamente el sufrimiento moral resulta más difícil de sobrellevar porque invade directamente el estado anímico y conduce al decaimiento interior, como ocurre con la pérdida inesperada de un ser querido.
El dolor, por tanto, en sí no es algo bueno, porque deriva del mal, pero puede ser transformado en un valor importante, si se le encauza adecuadamente: si se le proporciona un sentido o se descubre que puede tenerlo. Entonces dejará de ser obstáculo para la felicidad. Más aún, podrá convertirse en recurso que contribuya a la felicidad, como advierte Juan Pablo II: «la alegría deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento».2 ¿Cómo es esto posible? ¿En qué consiste el proceso que sigue esta transformación?
EL PROCESO DEL DOLOR
La trayectoria que ordinariamente se sigue a partir de la aparición de un suceso doloroso, suele variar de unas personas a otras. A pesar de ello, se señalan a continuación las etapas que suelen ser más frecuentes, cuando el sufrimiento va superando las diversas resistencias naturales hasta resolverse, finalmente, de manera positiva.
1. Lo normal es que la primera reacción, cuando el hecho doloroso aparece sin esperarlo, sea de rechazo, de huída o incluso de negación: no reconocerlo, no afrontarlo o pensar que aquello no es real. Si no se supera esta disposición es imposible encauzar el problema, pues el hecho sigue presente aunque se pretenda mantener la venda en los ojos para no verlo, lo cual resulta artificial y tarde o temprano la realidad acaba por imponerse. Pero además, cuando la realidad se hace presente y no se quiere aceptar se genera un conflicto interior que desequilibra y puede llevar hasta la desesperación.
2. En cambio, si esa primera reacción se supera y se reconoce con realismo el hecho doloroso, se estará en posibilidades de afrontarlo. Pero esto no significa que el camino será fácil. La conciencia del suceso puede provocar parálisis interior, hundimiento o depresión que incapaciten para enfrentar lo ocurrido y buscar alguna salida o algún cauce. Si este estado de pasividad no se supera, el sufrimiento crecerá hasta hacerse insoportable. Hasta esta fase, resulta muy difícil encontrar o descubrir algún sentido al dolor experimentado, porque el estado anímico dificulta comprender cualquier argumento.
3. En algunos casos, la única razón que se comprende es que no se puede permanecer en ese estado de parálisis y pasividad, porque los efectos negativos que se están experimentando resultan perniciosos y que, por tanto, es preciso realizar un esfuerzo para sobreponerse a la situación y reaccionar de alguna manera. Aunque la motivación pueda estar muy centrada en la necesidad de que el propio yo salga de la cárcel en que se encuentra, también pueden pesar positivamente otros motivos referentes a los demás: la madre entiende que debe reaccionar para sostener a sus hijos, el jefe de la empresa a sus empleados, etcétera.
4. Una vez que el hecho doloroso se ha reconocido y la persona se ha sobrepuesto para superar el estado de parálisis y pasividad –aunque el dolor y la tristeza sigan carcomiendo el corazón–, ordinariamente se experimentará que el esfuerzo realizado ha valido la pena. Y esto será suficiente para dar paso a la resignación, que no es todavía aceptación del dolor, sino sometimiento a un destino inevitable, sin identificarse del todo con él.
5. Paradójicamente, el realismo de enfrentarse con el hecho doloroso produce una cierta sensación de dominio de la situación que genera paz, por contraste con la inquietud derivada de no querer reconocer lo ocurrido. Además, el conocimiento de la verdad sobre la situación clarifica la mente y permite intuir, aunque de manera confusa todavía, que algo bueno puede encontrarse en lo sucedido o derivarse de ello.
6. Todos estos factores favorecen un siguiente paso, de gran importancia, que corresponderá a la voluntad: una incipiente aceptación de algo que inicialmente se rechazaba y de ninguna manera se podía asumir. La aceptación en este nivel depende del beneficio subjetivo que se ha experimentado al reconocer y enfrentar el hecho, y de la intuición sobre el posible bien que puede encerrarse en lo sucedido.
7. Una vez que se ha aceptado, aunque sea mínimamente, el hecho doloroso, será posible preguntarse: ¿habrá algo positivo en todo esto; qué beneficios pueden derivarse de lo ocurrido; cabe aprovecharlo para conseguir alguna mejora, en uno mismo o en los demás? Son preguntas que apuntan al sentido del dolor: ¿por qué y para qué este sufrimiento? El solo hecho de hacerse la pregunta incluye ya la aceptación de que puede existir una respuesta y de que, si la hay, esa respuesta podrá ser asumida.
8. Pero antes de intentar la respuesta, advirtamos lo que significa aceptar el sufrimiento, último paso del proceso. La aceptación es un acto de la voluntad que consiste en querer algo que encierra alguna razón para ser querido, a pesar de que en sí mismo pueda provocar un natural rechazo. Exige valentía para superar tanto esa resistencia como el miedo al dolor, de manera que la voluntad quede libre para querer el bien que se encierra en el sufrimiento. Más aún, puede decirse que la verdadera aceptación consiste en amar lo aceptado. Por eso, la auténtica aceptación del dolor conduce a amar aquel dolor que se presenta como inevitable, no en sí mismo, sino en cuanto conveniente para la persona desde algún punto de vista. Para dar este paso definitivo, de aceptar plenamente el sufrimiento, se requiere comprender su valor y su sentido. Si esto se consigue, se hará realidad lo que Julián Marías afirma: «se puede ser feliz –radical y sustancialmente feliz– en medio de considerables sinsabores, privaciones o sufrimientos».3
POR QUÉ Y PARA QUÉ SUFRO
La pregunta sobre el porqué del sufrimiento se refiere a la causa que pudiera explicar su aparición: ¿es el castigo merecido por alguna culpa cometida?, ¿es consecuencia de la mala fortuna?, ¿se debe a mi debilidad física o moral?, ¿está causado intencionalmente por alguien?, ¿por qué lo permite Dios? Mientras que la pregunta acerca del para qué apunta más a la finalidad del dolor y, por tanto, se encuentra más relacionada con el sentido: ¿cómo puede beneficiarme este sufrimiento?, ¿se trata de una oportunidad que se me ofrece para obtener algún bien?, ¿qué relación guarda con el proyecto que me he trazado en la vida?, ¿cómo lo puedo aprovechar para ayudar a los demás?, ¿es un medio para acercarme a Dios?
Ciertamente, el dolor mantendrá en todo momento su negatividad objetiva que, como se ha dicho, deriva de su relación con el mal. Por ello, descubrir el sentido del sufrimiento, para valorarlo y, en esa medida, aceptarlo –incluso amarlo, en el grado más elevado de la aceptación–, no significa suprimir la conciencia del mal que lo provoca. Dicho con otras palabras, «el amor al dolor no equivale ni a la destrucción de la negatividad del dolor, ni al masoquismo, sino al descubrimiento de un horizonte en el que el dolor, lejos de destruir a la persona, es un instrumento que la transforma y perfecciona»,4 la hace «ser más». ¿En qué consiste esa transformación y ese perfeccionamiento que el sufrimiento puede producir en quien lo padece? En otras palabras, ¿cuál es el valor del sufrimiento que hace ser más a la persona?
TRANSFORMA EL CORAZÓN
El dolor posee un valor, tanto humano como espiritual; es decir, nos puede transformar y perfeccionar en el nivel antropológico de nuestras principales facultades humanas –inteligencia, voluntad y afectividad–, haciéndonos mejores personas; o espiritualmente, en cuanto nos acerca a Dios y nos aproxima al fin trascendente de nuestra vida. Comencemos por señalar los beneficios humanos que pueden derivar del sufrimiento, cuando está bien enfocado y es plenamente aceptado, para cada una de las tres facultades mencionadas.
1. El sufrimiento enriquece la inteligencia
La actividad de la inteligencia consiste en conocer. El sufrimiento hace pensar, invita a reflexionar, a plantearse la vida de una manera nueva, a preguntarse por la razón última de nuestras experiencias; «hace más aguda nuestra percepción de las cosas: lo trivial, lo insubstancial cede paso a lo que es importante, a lo substancial. Un refrán dice: “cuando has llorado, lo ves todo con otros ojos”».5 En consecuencia, la persona se hace más profunda, el dolor le demanda definir y clarificar sus propias convicciones, así como la jerarquía de sus valores. G. Thibon decía que «cuando el hombre está enfermo, si no está esencialmente rebelado, se da cuenta de que cuando estaba sano había descuidado muchas cosas esenciales; que había preferido lo accesorio a lo esencial».6
Además, el sufrimiento permite conocerse mejor, con mayor realismo y objetividad, porque el dolor nos enfrenta con nosotros mismos, sin dejar espacio al fingimiento o a la falsedad. Como consecuencia de este conocimiento propio, la persona se encuentra en condiciones de manifestarse como realmente es, con naturalidad, porque el dolor ayuda a quitarse las máscaras y a eliminar las falsas apariencias. Se vive entonces con más paz interior, porque no hay nada que ocultar y se está en presencia de la verdad sobre uno mismo.
2. El dolor perfecciona la voluntad
En primer lugar, ayuda a aceptar las propias limitaciones y debilidades, que en el dolor se ponen más de manifiesto. Muchas veces ocurre que quien se creía invulnerable, ante una enfermedad u otro suceso doloroso, ha tenido que bajar la cabeza y reconocer que no es autosuficiente, que no se basta a sí mismo sino que necesita de los demás. Esta aceptación de las propias carencias es un acto de la voluntad que conduce a la humildad, fundamental para estar centrados en la vida y alcanzar la paz interior, porque «la humildad es la verdad». De la disposición humilde deriva frecuentemente la solidaridad con los demás, al reconocer que se les necesita y que ellos requieren de nosotros. Esta relación de apoyo recíproco influye directamente en la felicidad, porque el compartir es indispensable para ser feliz.
Por otra parte, cuando alguien es capaz de superar el efecto depresivo del sufrimiento y, en lugar de hundirse, se sobrepone y sale adelante, queda fortalecido. Por eso, el dolor es escuela de fortaleza, pues ofrece la oportunidad de aprender a soportar lo adverso y desarrollar una fuerza de voluntad capaz de enfrentar situaciones duras que puedan venir en el futuro, y que de otra manera producirían temor o de plano se rechazarían. Esta fuerza que se adquiere en el sufrimiento es un factor clave para la felicidad porque hace posible llevar a cabo los objetivos que nos trazamos en la vida, de cuya realización depende, en buena medida, la felicidad. En cambio, quien carece de fuerza de voluntad, suele ir de frustración en frustración, acumulando amarguras, porque no logra llevar a cabo lo que se propone.
3. El sufrimiento transforma el corazón
La primordial importancia del amor con relación a la felicidad es algo en cierta manera evidente, ya que no resulta difícil constatar que «las personas que de verdad se aman son las más felices del mundo».7 Es importante tener en cuenta que la capacidad de amar proviene de haber sido amado previamente –por ejemplo, un niño aprende a amar en la medida en que experimenta el amor de sus padres–, y de aquí deriva la felicidad, porque «la apetencia de ser amado es esencial a la felicidad; cuando alguien nos quiere, nuestra vida se dilata, se abre literalmente a la posibilidad de ser feliz».8 Sin embargo, para experimentar el amor de los demás no basta con ser amado, sino que es preciso, además, saberse y sentirse amado. Cuando una persona se sabe y se siente confirmada por el amor, nota como un impulso hacia su propia plenitud, pues como señala Pieper, «sólo por la confirmación en el amor que viene de otro consigue el ser humano existir del todo».9 Con esta experiencia, la capacidad de amar se dilata, porque brota un deseo de corresponder al amor recibido. Y al concretar ese deseo, la felicidad se experimenta con especial intensidad, como consecuencia de sentirse amado y de amar. Por ello se puede concluir algo de importancia capital, y es que «la esencia de la felicidad es simple y eterna: consiste en amar y ser amado».10
Ahora bien, el auténtico amor a los demás se potencia con el sufrimiento. El dolor aceptado es antídoto del egoísmo y apertura hacia el otro. En cambio, «quien se niega a sufrir no puede amar de verdad, pues el amor implica siempre alguna forma de morir a sí mismo, de sentirse arrancado y, con ello, liberado de sí mismo».11 Este amor que nace del sufrimiento se manifiesta especialmente en la comprensión de los demás: la persona, al tener más clara conciencia de sus limitaciones, se hace más capaz de ponerse de verdad en el lugar de los otros, para entenderlos desde ellos mismos y aceptarlos como son. Además, la experiencia del dolor le hace más sensible frente al sufrimiento ajeno, que se comprende con mayor profundidad. Quien gana en comprensión, suele ser también más cordial, más amable, más acogedor, cualidades todas de gran importancia para la convivencia humana y para el perfeccionamiento personal, y que colaboran de manera determinante a la felicidad.
VALOR ESPIRITUAL DEL SUFRIMIENTO
Ciertamente las razones humanas anteriores permiten dar un sentido al sufrimiento que favorece el camino hacia la felicidad. Sin embargo, es preciso reconocer también que no basta con esas razones para descubrir el sentido último y trascendente del dolor, y resolver de manera definitiva el problema de la felicidad.
Es un hecho de experiencia que quien no cree en Dios y en la vida después de la muerte, no logra ser feliz, porque esas ausencias le producen un vacío interior que se traduce en soledad, angustia y amargura. Las aspiraciones de infinitud que experimenta en su corazón no encuentran cauce ni respuesta; el sentido de la vida también queda frustrado ante la amenaza constante de la muerte y la conciencia de la fugacidad de todas las cosas; y el sufrimiento se puede acabar concibiendo como pura negatividad, ante la incapacidad de descubrir en él su valor trascendente, convirtiéndose en un obstáculo insalvable para la felicidad.
Es significativo que la investigación sobre la felicidad que David G. Myers y Ed Diener llevaron a cabo durante diez años,12 obtuvo la siguiente conclusión: «Los creyentes con un compromiso espiritual son más felices que los indiferentes, y la felicidad aumenta en paralelo con la práctica religiosa». Este resultado fue confirmado por un estudio de la Organización Gallup, que entrevistó a un significativo sector de personas con el objeto de comparar el nivel de felicidad de aquellas que tenían un «bajo compromiso espiritual» con quienes poseían una «alta espiritualidad».13
También puede resultar sorprendente la siguiente aseveración de los capellanes de una clínica universitaria: «Hay gente que lo tiene todo y no es feliz y, sin embargo, no es difícil encontrar enfermos que con una gran alegría dan gracias a Dios por el maravilloso mundo que descubren gracias a su enfermedad».14
Todos estos hechos, conocidos por vía experimental, confirman la afirmación de San Agustín: «es feliz el que posee a Dios»;15 o lo que señalaba Pascal: «nadie es tan feliz como un cristiano auténtico». En todos estos casos, se trata de una felicidad, no sólo compatible con el sufrimiento, sino capaz de convertir el dolor en fuente de felicidad por la relación que la persona guarda con Dios.
1 Juan Pablo II, Salvifici Doloris, 11-II-1984, n. 5.
2 Juan Pablo II, Salvifici Doloris…, n. 1.
3 Marías, Julián, La felicidad humana, Alianza Editorial, Madrid 2005, p. 214.
4 Malo, Antonio, Antropología de la afectividad, Eunsa, Pamplona 2004, p. 179.
5 Burggraf, Jutta, La escuela del dolor, en Arbil.
6 Entrevista en la revista Palabra, Madrid 1970, pp. 99-104.
7 Madre Teresa de Calcuta, El amor más grande, Urano, Barcelona 1997, p. 155.
8 Marías, Julián, La felicidad humana…, p. 293.
9 Pieper, Joseph, El amor, Rialp, Madrid 1972, p. 58.
10 Poupard, Paul, Felicidad y fe cristiana, Herder, Barcelona 1992, p. 149..
11 Ratzinger, Joseph, De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos santos, Eunsa, Navarra 1998, p. 74.
12 Cfr. Myers, D. G. y Diener, E., «The Pursuit of Happiness», en Scientific American, V-1996.
13 Cfr. Myers, D. G., The pursuit of happiness, Quill, New York 2002, p. 183.
14 Monge, Miguel Ángel y León, José Luis, El sentido del sufrimiento, Ediciones Palabra, Madrid, 20013, p. 16.
15 Agustín de Hipona, De la vida feliz, en Obras de San Agustín I (ed. bilingüe), trad. Victorino Capánaga, BAC, Madrid 1969, C. 2, n. 12.