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La fascinación del azar

El miedo es la pasión más profunda;
es con el miedo con lo que usted
debe jugar si desea saborear las alegrías
más intensas de la vida.
Stevenson, El club de los suicidas.
¿Sabían que Marge Simpson es adicta al juego? Una buena madre se transforma frente a las maquinitas tragamonedas, simplemente pierde la razón. Recordé ese episodio de Los Simpson cuando me enteré de que una amiga está a punto de perder marido, hijos, casa, salud y empleo por su adicción al bingo. Hasta ahora, no me había percatado de la cantidad de casinos que pueblan nuestras ciudades. Ignoro los entresijos jurídicos que permitieron que florecieran en México. Como tantas cosas en este país, simplemente sucedió.
Al margen de cualquier prurito victoriano, los juegos de azar afectan nuestra vida moral. Por ejemplo, la Marquesa Calderón de la Barca señalaba, a mediados del siglo XIX, los desmanes que ocasionaba la feria de San Agustín de las Cuevas. Hacia finales de agosto, la sociedad acudía a jugar en aquel pueblo, hoy llamado Tlalpan, distante aún de la ciudad de México. Los ricos, que veraneaban en San Ángel, perdían cantidades enormes. Los pobres, por su parte, dormían donde podían y gastaban el dinero del que carecían.
Los juegos de azar son fascinantes, el peligro ronda. Es el vértigo de la ruleta que retrata Dostoievski en El jugador. Su embrujo, tan adictivo como el alcohol, no es fácil de explicar. ¿Por qué demonios nos gusta apostar?
LA RUEDA DE LA FORTUNA
Jugar es aceptar nuestros límites. En la ruleta reconocemos que la vida escapa de nuestro control. Nuestra actitud ante el azar es ambivalente. Lo odiamos cuando nos lastima; lo admiramos cuando nos consiente. Nos atrae su incertidumbre, anhelamos dominarlo y esclarecer sus secretos.
A veces el azar parece manifestar la irracionalidad del mundo; otras, insinúa la presencia divina. Los cristianos miraron con temor el juego para no «poner a prueba» a Dios. Los paganos intentaron sobornar a sus divinidades con sacrificios y ruegos. Los ilustrados aprendieron cálculo para domesticar la veleta del azar.
BARAJA CONTRA AJEDREZ
Si bien el azar afrenta al entendimiento humano, también lo consuela. El peso de la propia responsabilidad agobia. Es la idea del cuento El club de los suicidas, de Stevenson. El grupo reúne a quienes ya no quieren vivir, pero carecen de arrestos para suicidarse. El club es una argucia: por las noches se juega a la carta. Quien saca el as d    e espadas morirá «accidentalmente» a manos de quien sacó el as de bastos.
Los juegos de azar son la antípoda del ajedrez. En el tablero triunfa el diestro y pierde el torpe. El juego agobia pues sólo impera la razón calculadora. Puede romper el precario equilibrio humano.
Si en El jugador triunfa la sinrazón, la saturación de ajedrez enloquece de tanto pensar. Es el drama de La novela de ajedrez, de Zweig. Chesterton advirtió recurrentemente que el exceso de razón nos puede volver locos: La esfera y la cruz.
Los jugadores de Dostoievski y Zweig pierden el equilibrio: queda el exceso, la destemplanza. Ironiza Jardiel Poncela: «Cuando un hombre ha apuntado demasiadas horas a la ruleta, acaba apuntándose al corazón». Cierto, pero quien ha apuntado demasiadas responsabilidades en el alma, acaba apuntándose con el psiquiatra.
¿Qué es más peligroso, la obsesión de la racionalidad o el sutil ímpetu de la suerte? No lo sé. Me temo que el ajedrecista de tiempo completo acaba loco o, por reacción pendular, jugando frenéticamente a la ruleta. Nuevamente Dostoievski pinta a un personaje así en La estrategia de Luzhin, un consumado ajedrecista.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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