1° de septiembre de 1910. El Presidente Porfirio Díaz inaugura –como un festejo más del aniversario de la Independencia de México– un impresionante edificio destinado a albergar el manicomio general, allá por Mixcoac, en tierras de la antigua hacienda de La Castañeda, de la que luego tomó su nombre. Ignora don Porfirio que dos meses después prenderá la mecha de la Revolución que lo expulsará del poder que sustentó durante 30 años.
Ese soleado día, su esposa, doña Carmelita Romero Rubio, va del brazo del embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson. Le sigue un largo y elegante cortejo de funcionarios y sus respectivas esposas.
El 27 del mismo mes, el Congreso declara a Porfirio Díaz reelecto como Presidente y a Ramón Corral como Vicepresidente. Al mes siguiente, el 5 de octubre, Francisco I. Madero expide el Plan de San Luis y comienza la agitación que dará lugar a la tormenta revolucionaria.
Nada de esto pasa por la mente de aquellos personajes que recorren el conjunto de 24 edificios y dos pabellones, con su majestuosa entrada escalonada de la Dirección y Servicios Generales. La arquitectura es afrancesada, según el proyecto de Salvador de Echegaray y cuya construcción realiza el teniente coronel e ingeniero Porfirio Díaz, hijo del dictador.
El manicomio de La Castañeda sobrevivió a la Revolución; pero el paso de los años fue transformando todo: en aquella inauguración de 1910, los invitados llegaron al pueblo de Mixcoac en coches de caballos, automóviles y 30 tranvías eléctricos especiales que salieron de la Plaza de la Constitución.
El progreso fue cambiando la fisonomía de la capital. Desde aquellos ya lejanos años, los automóviles suplieron a los carruajes de caballos, que a su vez habían desplazado carretas y diligencias. Luego, la ciudad se vio invadida por un monstruo rodante compuesto por tranvías, trolebuses, autobuses, metro y miles y miles de automóviles. Urgía un espacio mayor y más adecuado.
El Regente de la capital, tras estudios urbanísticos modernos, se vio en la necesidad de ampliar avenidas, de multiplicar vías de acceso y abrir nuevas calles, se demolieron edificios, casas y comercios. Fueron desapareciendo amplias calzadas con anchos camellones sombreados por palmeras, cipreses y fresnos y casas señoriales de finales del siglo XIX y principios del XX; se arrasó buena parte de lo que constituía el señorial paisaje de la Ciudad de los Palacios. En su paso demoledor, la urbanística, dictaminó la destrucción de La Castañeda para dar paso al periférico.
Era el año de 1968, con Gustavo Díaz Ordaz como Presidente de la República. Entre los encargados de esta obra estaba el ingeniero Arturo Quintana, quien sintió una pena infinita por demoler un edificio tan hermoso como era el de La Castañeda. Y se lanzó a la difícil y hermosa aventura de rescatar, al menos, la parte más solemne del inmueble: el edificio destinado al área administrativa, con sus escalinatas y gran fuente. Piedra por piedra –todas numeradas– lo trasladó a un hermosísimo paraje boscoso de su propiedad, por el rumbo de Amecameca, Estado de México, en las faldas del Popocatépetl, bordeando el Paso de Cortés y cerca de la ex hacienda de Coapexco.
El ingeniero se dio a la tarea de una paciente reconstrucción. Es imponente contemplar ese majestuoso edificio, casi versallesco, en un claro del tupido bosque de oyameles, encinos y pinos. Constituye una leyenda hecha paisaje, que va narrando en sonido de ecos, lamentos antiguos de enfermos y de los estallidos de metralla entre el Ejército y los revolucionarios, junto con la posterior música de fondo de máquinas hacedoras de progreso, para terminar envolviéndose en la suave melodía del viento a través de los árboles.
Arturo Quintana logró el sortilegio de detener el tiempo y plasmarlo en un paisaje con un siglo de Historia. Su generosidad le llevó a cederla y convertirla en lugar de paz y reflexión.
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* Periodista y coordinadora de Educación Continua para Adultos Mayores (ECA) en la Facultad de Pedagogía de la UP. Autora de Estreno sol cada día.