La mente vaga sin un rumbo aparente para cazar voces; el olfato se satisface en el aroma indescriptible de las pomarrosas; los ojos se repletan de verde y de los tonos multicolores con el que las luciérnagas y los cocuyos anuncian a toda retina la muerte de la luz del día, y el cuerpo y las manos palpan una y otra vez el vestido de gasa, que flota como las arañitas blancas que se desprenden de los árboles y caen poco a poco al suelo para luego remontarse y huir en una ráfaga de viento.
Si, como escribió Rulfo, el tiempo se siente menos si nos estamos quietos, ésa fue la razón de que ayer soñara con la infancia lejana mientras mi cuerpo de 62 años reposaba en la cama. O quizá haya sucedido que, muy en el fondo, le di la razón al cuentista que pone a decir a uno de sus personajes que los años no nomás se llevan lo bonito de uno, también las ganas, y nos dejan la pura nostalgia.
Una vez despierta, tanto como se puede en este momento que se empeña en robarnos la paz interior a como dé lugar, traté de ordenar esos pensamientos que empezaron a rondarme como lobos, el día en que tomé la decisión de retirarme del ámbito laboral para enfrentarme a un nombre de persona sin títulos y traté de ser simplemente yo, una mujer madura en constante aprendizaje para intentar graduarse como ser humano.
Hay nostalgia, sí, porque las luciérnagas reales, no las de los dibujos de los cuentos infantiles, se fueron para siempre del pueblito jarocho y casi nadie sabe ya que las pomarrosas eran unos frutos de sabor y olor más enfáticamente escandalosos que los de las guayabas, y que guardaban en la oquedad de sus entrañas un «hueso» café que las niñas coleccionábamos para jugar a la matatena.
Hay también certeza: la vejez a la que me encamino es mucho más que un mero accidente; es un ímpetu de lucha personal –en cuenta regresiva– de hacer lo que se nos quedó en el camino, de apresurarnos porque «uno nunca sabe…» Es repensar el sentido de la vida, reaprender a soñar y a respirar todo el aire que se pueda, mientras se puede.
Están, por otro lado, los temores. Los conceptos, las inquietudes, el miedo y el afán de enriquecer la vida que nos queda constituyen, a ratos, una mezcla de difícil digestión; propician una lucha interna en torno al final inapelable, especialmente cuando mi nieto de siete años pregunta con inocencia: «¿verdad que tú nunca te vas a morir?»
Y por sobre todo eso está la convicción de que es preciso soñar y no dejarse vencer por el cansancio de vivir. Nadie es en la vejez lo que no fue en las etapas anteriores; las canas y los años no transforman a las personas en necias, en imprudentes o en sucias; si acaso, acentúan las debilidades, recrudecen los defectos, pero esas fallas no aparecen al amparo de la magia, son el resultado de un proceso. Ser viejo no es novedad: es continuación vital y cadencia prolongada.
Si la sociedad no demanda mi experiencia ni mis servicios, o si la ancianidad es una minoría desprestigiada, qué más da. Tendrán que venir nuevos aires porque cada vez habrá más viejos. Lo cierto es que la vida, en su etapa obviamente más corta, parece acelerarse y los días se acaban más pronto.
No hay que perder el tiempo. Del suelo se levantan las cosechas y los árboles, se levantan los hombres y sus esperanzas, dice Saramago. Es preciso soñar y no dejarse vencer por el cansancio de respirar.
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*Periodista con amplia experiencia en medios impresos, radiofónicos y televisivos. Autora de Eva de papel. Minos. México, 2000.