Un poeta rebelde que destacó por su compromiso con el ser humano, por su militancia política y por su amor y odio a la ciudad de México, todo salpicado con pequeñas dosis de humor. En el centenario de su nacimiento vale la pena una nueva mirada a su obra.
«Como decían los antiguos: ‘el cáncer me hizo lo que el viento a Juárez’.
No así la poesía, que todo el día me tiene postrado, agonizante»
Efraín Huerta
México celebra este año el centenario de dos poetas centrales en su cano. Toda cultura crea sus autores centrales, como todo país, sus próceres. En marzo celebrábamos a Octavio Paz y en junio, al poeta guanajuatense Efraín Huerta.
Nacido en Silao, Guanajuato (el 18 de junio de 1914) en el seno de una familia conservadora, séptimo de ocho hermanos, Efraín y su familia viajaron pronto para establecerse en la ciudad de México. Desde ahí, Efraín desplegó incesante una poesía capaz de situarse a mitad de camino entre el surrealismo y el creacionismo.
Autor de una obra prolija, Huerta participó, indirectamente, en el proyecto editorial Barandal, que su contemporáneo Paz Solórzano impulsó desde la Escuela Nacional Preparatoria (en donde se conocieron hacia 1934). Se inscribió en la carrera de Leyes pero la abandonó para consagrarse a las letras, al ejercicio de comunicar con la palabra como herramienta. Primero, desde el periodismo; a lo largo de su vida publicó en más de veinte revistas y suplementos culturales.
Los historiadores literarios lo ubican en la generación llamada «Taller poético», al lado de Rafael Solana, Octavio Paz y José Revueltas. Como fruto de sus aspiraciones, surgió una revista literaria llamada Taller. 1968 es un año revelador de los afanes de algunos de sus integrantes. Paz, en protesta por la matanza en Tlatelolco, renuncia a su trabajo como embajador en la India; Revueltas es encarcelado en Lecumberri y Efraín Huerta permanece callado, protegiendo a dos de sus hijos que se habían involucrado en el movimiento estudiantil.
ORFEBRE DE LA PALABRA
Poseedor de un dinamismo verbal a toda prueba, Huerta fue, sobre todo, un creador de la palabra: un poeta que asume las enseñanzas, lo mismo de Pablo Neruda –del surrealismo, que de José Juan Tablada –haikus, como del poeta peruano César Vallejo, impulsor del creacionismo.
Hablar hoy de poesía es, en varios sentidos, remitirse a un mundo prácticamente cifrado, distante y distinto de la comprensión cognitiva de numerosos lectores y de sus intereses cotidianos. Dicho de otra manera: de lo poco que se lee, lo que menos interés suscita es la poesía.
Hace más de 70 años, desde la publicación de su obra central Los hombres del alba, Efraín Huerta se revela como un orfebre de la palabra, un hombre que, desde el periodismo, la crítica cinematográfica, la vida cotidiana, aportó a la poesía mexicana, un rasgo característico, un elemento propio: un estilo.
Huerta es, en estricto sentido, un poeta moderno, inserto en la polis. Quiere y odia a la ciudad, crea y recrea sus ambientes, sus olores, sus paseos y sus parajes. No es un despropósito decir que La región más transparente del novelista Carlos Fuentes publicada en 1958, en algún sentido es la consecuencia narrativa de la poesía que, en la década de 1940, aportó Efraín Huerta.
Para muestra, lo que leemos en estos versos:
De bar en bar, como de ola en ola
(los mascarones hechos suaves pedacitos),
de Cinco de Mayo y Motolinía
(el Bar Alfonso, donde lo conocí),
a la Ramón Guzmán hoy Insurgentes Centro
(el bar La Castellana, donde corregimos,
entre trago y trago, antes del mítin
en el Sindicato Mexicano de Electricistas,
el Canto a Stalingrado),
hasta los ríos y las ciudades
donde no coincidimos –y el saludo
que me mandó con Juan Rulfo (…)
– Almida de los viejos bares.
Huerta documenta en estos versos la presencia citadina en sus calles y bares entreverada con sus afanes y proyectos y se refiere colateralmente a otro gran escritor: Juan Rulfo. Nunca olvida su militancia política que lo acompaña prácticamente toda su vida, como muestra, las referencias al Sindicato Mexicano de Electricistas y al Canto a Stalingrado (Volgogrado).
NO HIZO LLORAR A LOS MIUERTOS NI A LOS VIVOS
En un espléndido ensayo, a propósito del fallecimiento de Huerta en 1982, producto de una insuficiencia renal, otro poeta mexicano –también fallecido Carlos Montemayor señala: «la riqueza polivalente de la poesía de Efraín Huerta, ya sea en el amor, en la vocación urbana o en el recuerdo, tendía siempre a los valores que podríamos llamar negativos, al odio, a la desolación, al abandono, a la destrucción».
En algún sentido Huerta es el poeta que habita en el mundo y, parafraseando a Montemayor «que tiene su mortal reino en él». Podemos ver esto casi al principio del poema Amor patria mía.
No hizo llorar a los muertos ni a los vivos
ni utilizó el cuchillito filoso que siempre cargaba
como si fuera el libro del más maldito amor.
vio muertos y heridos pero a él nada le pasó.
La poética de Huerta entreteje el amor, al humor, a la soledad, a la creación. Es el poeta de la vida cotidiana, con todo lo que en ella brota.
Su amplia temática va desde la delicadeza lírica del amor, declarado con tonos suaves, hasta aspectos francamente sórdidos y de un coloquialismo que busca fastidiar a «las almas bellas» como él refiere. Aborda tanto el poema civil (amor, patria mía) como el familiar y las alucinaciones apocalípticas.
En un entrañable prólogo a propósito de la reedición de su Poesía completa (FCE), su hijo, el también poeta David Huerta, señala: «hay en la obra de Efraín veloces y disparejos endecasílabos, en ocasiones, según oportuna descripción de su propio autor; madrigales de equilibrada armonía y piezas graves de tonos profundos, solemnes, ceremoniales; versos libres de una soltura impecable, que llevan con gracia clásica las huellas de la conversación».
SUS POEMÍNIMOS
Un autor difícil de caracterizar bajo pautas tradicionales porque sus versos tienen un amplio espectro, un registro variado y diverso. Huerta era, en palabras de su hijo, un poeta sin el menor interés por hacer una carrera literaria convencional. Representaba, según se conoce en crónicas y testimonios diversos, un bohemio en toda la extensión de la palabra, aunque rigorista al momento de escribir, con horarios de trabajo bien determinados.
Elemento central en su obra son los Poemínimos, especie de aforismos, epígrafes, píldoras poéticas, señala su hijo David. Estos textos –que tanto criticó Octavio Paz, representan la lucidez verbal del gran Efraín Huerta.
Primero
que nada
me complace
enormísimamente
ser
un buen
poeta
de segunda
del Tercer Mundo (Ay poeta)
A los lectores jóvenes, quizá diga poco el concepto Tercer Mundo, pero hay que recordar el peso conceptual que tuvo durante el gobierno del presidente Echeverría (incluso años antes). Asumirse del Tercer Mundo en ese «mundo bipolar» era fijar una postura política. En Huerta poesía es militancia, la vertiente política es parte indeleble en su obra.
Regresando a estos mínimos versos encontramos un tinte de ironía, de humor, un malabar verbal al crear la palabra enormísimamente que, por supuesto, los diccionarios no recogen, pero que bien cabe en esta especie de Haikú a la manera de Tablada.
FUNDADOR DEL COCODRILISMO
La invención verbal es parte de la poética de Huerta, como se lee en este otro poemínimo:
TÓTEM
Siempre
Amé
Con la
Furia
Silenciosa
De un
Cocodrilo
Aletargado
En estos versos, aparece la presencia del cocodrilo. Hacia la década de 1940, Huerta, imbuido tal vez de la vorágine de las vanguardias y su desordenada aparición en muchos ámbitos de la actividad literaria, se hace proclamar el fundador del cocodrilismo. De ahí que, también, se le llame de manera coloquial «El gran cocodrilo». Al respecto, escribe: «el gran cocodrilo, el único ejemplar hijo de un saurio y de una paloma azul». Notable eco del surrealismo…
Abundando en el legado de Huerta en la cultura mexicana, Carlos Monsiváis dice: «Huerta sabe elegir y convierte a un territorio sórdido y magnífico (la ciudad como calles que son modos de vida y estado de ánimo; el alba como conciencia del caos y la grandeza) en recinto y sede de sus cóleras, pasiones, odios y amores vehementes, en la plaza pública de sus profecías y rencores y encuentros con la mujer amada, en un estilo arrebatado que mucho le debe a Neruda y –pese a todo al surrealismo y a la poesía francesa moderna».
Varias veces galardonado, Efraín Huerta recibe, entre otros, el Premio Xavier Villaurrutia en 1975; el Premio Nacional de Literatura, en 1976 y el Premio Nacional de Periodismo en 1978.
Una veta poco estudiada de su obra son sus innumerables crónicas cinematográficas. Es célebre su amistad con María Félix quien decía de él «eres un padre a toda madre», al comentar, por ejemplo cuando tiene que cuidar a sus tres hijos durante un viaje de proselitismo político que su esposa realiza a la Unión Soviética.
Huerta fue adorador de la Mujer, si se asume el concepto en un sentido trascendental, semidivino, pero también de la mujer, con minúscula, en su ámbito cotidiano y carnal. Fue un buscador de presencias, de esencias.
Mexicano amantísimo de su país, sufría al ver cómo se convertía en el teatro del deshonor y de la violencia del poder, pero también se conmovía al advertir la íntima nobleza de tantos compatriotas. Esto queda patente en esta estrofa del poema Amor, patria mía:
Mi amor por ti es una brizna purísima
una luz interminable como la muerte,
como esta dolencia en toda mi cabeza y en mis uñas.
Te doy las gracias que no necesitas por comprender
el silencio que me rodea y mis sílabas apenas perceptibles.
Mil gracias pongo aquí, en tu pecho, en tu cabellera,
en el inminente adiós de tus resecos labios,
en la tibia humedad de tus ojos,
por cuanto has escuchado,
por la heroicidad y el martirio
y porque quiero que sepas, amor y oleaje,
que las cabezas de los héroes
permanecieron en Granaditas hasta 1821,
¡once años allí, cabecitas de patriotas,
mi Mariano Jiménez, mi Juan Aldama,
mi capitán Allende y mi padrecito
de las vides y del barro cocido
y de las moreras y la campanada a la hora precisa! (…)
Este texto, fechado en 1978, pertenece a la etapa final en su vida. Se aprecia el amor, la honda huella que los avatares patrios han dejado en el autor. Su tierra es el Bajío y la tragedia ahí mismo ocurre. Quizá ello impacta de modo más significativo el sentimiento del autor por su país. Huerta llama a la patria «la llanura de sombras» porque sabe que así ha sido la historia; reconoce el sufrimiento y el gozo, la tristeza y la alegría. En suma, los matices que conforman nuestra historia, que delinean a la nación.
Su salud sufre un quebranto hacia 1973 cuando le detectan cáncer de faringe. Se somete a una cirugía que le extirpa las cuerdas vocales y lo deja sin voz. David Huerta recuerda ese acontecimiento como algo muy doloroso porque Efraín solía ser un gran conversador. Gran paradoja de la vida: la poesía, voz de la palabra pretende enmudecer ante la enfermedad. Vive nueve años más hasta que, víctima de una insuficiencia renal, fallece en 1982. Sus restos yacen en Xochitepec, en el estado de Morelos.
Hay quien dice que el México de Orozco en sus murales, es el México de Efraín Huerta en su poesía. ¿A esta comparación cabría añadir, por extensión, la obra ensayística de Paz y la narrativa telúrica de Revueltas? Sí y no. La plenitud creativa de Huerta (con Los hombres del alba, como mejor ejemplo) coexiste con el México que ha sido acrisolado por un discurso revolucionario capaz de encauzar cualquier manifestación estética desde lo que se ha dado en llamar «el nacionalismo cultural mexicano». Pretender encorsetar su obra sólo desde esa vertiente sería injusto pero, sobre todo, incorrecto.
La poesía, arte central de la palabra, trasciende cualquier contexto. De no ser así, Efraín Huerta hubiera sido, solamente, un «poeta de época» y habría sucumbido con el momento histórico. No estaríamos celebrando su centenario.
Hay una serie de vetas por descubrir en la obra de este autor: sus artículos periodísticos, sus reseñas cinematográficas. Efraín Huerta es, en palabras de Rafael Solana, el poeta sin sonrisa pero, al mismo tiempo, el poeta mexicano que más ríe, desde el humor sano hasta la ironía mordaz.