No es fácil ser ciudadano en una sociedad que vive una guerra no declarada y, en ese contexto, tampoco es fácil ser agente de cambio. Se avecinan días más duros, dice el autor, pero hay que permanecer firmes y construir un refugio a través de eso que llamamos cultura que nos permita sobrellevar el invierno y preparar el renacer.
Es sorprendente la gran homogeneidad que existe en el presente entre el discurso académico y el intelectual sobre la ciudadanía en México, y la poca relevancia que ese discurso ejerce sobre nuestra vida cotidiana y nuestras instituciones políticas.
En el papel, prácticamente todos estamos de acuerdo en que es indispensable rescatar o reinstaurar el estado de derecho, promover la transparencia y rendición de cuentas en todos los niveles de gobierno y en los tres poderes, resanar el tejido social, aliviar la pobreza que padecen millones de mexicanos, combatir cualquier forma de discriminación, eliminar la violencia intrafamiliar y detener al crimen organizado. Y que para lograr esto, lo más importante es la educación en la cultura democrática y en la defensa de los derechos humanos.
Ciertamente existen aún posiciones extremas que rechazan pilares de la democracia como los derechos humanos o la idea de la libertad de prensa, por considerarlas nociones burguesas al servicio de la clase empresarial occidental. La extrema izquierda desconfía de la democracia porque le parece demasiado respetuosa de los derechos individuales, y del individuo en general. Para los ultras de izquierda la democracia es demasiado lenta en sus procesos reivindicatorios de justicia social, y demasiado suave en la sanción de los dueños del capital.
También la extrema derecha desconfía de la democracia por ser demasiado «laxa» en costumbres, sobre todo sexuales, o bien, por ser demasiado incluyente, porque sí, todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros.
Estas posiciones extremas sin embargo no suelen tener ecos más allá de los ámbitos de los fervorosos creyentes de las ideologías. Creyentes que afectan a toda democracia, no sólo a la mexicana.
GROTESCA DISPARIDAD
Lo que sí llama la atención, es la notoria disparidad entre este discurso de los derechos humanos y las libertades civiles, y la realidad del ejercicio arbitrario del poder político y económico que padecemos los mexicanos, sumado a la amenaza permanente del crimen organizado y del crimen freelance: de todos aquellos que, cuando pueden, roban y abusan de los demás, quizá no pongan en peligro la vida de nadie, pero sí vuelven miserable la vida de muchos.
¿Cómo se explica que el discurso tan loable y tan sensato sobre la democracia discurso que se predica lo mismo en aulas, que en estudios de televisión y en numerosas publicaciones del país sea tan irrelevante? ¿A qué se debe la grotesca disparidad entre lo que decimos y lo que vivimos y sufrimos en las calles?
Sin ánimo exhaustivo se pueden señalar tres grandes grupos responsables de esta disparidad. En primer lugar, por supuesto, los políticos, los de los partidos políticos, que ocupan cargos de representación popular; los que nos fastidian cada elección con espectaculares en calles, carreteras, paradas de autobús y hasta en el Metro con sus rostros, sus nombres y algún eslogan más o menos ocurrente, más o menos trillado.
En segundo lugar, tenemos la culpa los académicos, intelectuales y periodistas de medio pelo y de pelo largo. Quienes hemos hecho del hablar sobre la política un modo de ganarnos la vida. En tercer lugar tiene la culpa la ciudadanía, los que gustan nombrarse a sí mismos «ciudadanos de-a-pié» (así, con acento en la e), aquellos que ni hacen política, ni viven de ella (sino de un trabajo decente) ni escriben, ni se pronuncian públicamente sobre política.
EL DEPORTE NACIONAL DE LA CRÍTICA
De entrada, la clase política se ha dedicado durante décadas a desprestigiar sistemáticamente la misma política. Sobre todo a través de prácticas de corrupción, escándalos, dispendio, ineptitud y en general de mal gobierno y mal uso del poder público y las facultades y privilegios que conlleva.
En los últimos años (desde poco antes de la primera transición y el arribo del PAN al poder ejecutivo) han desprestigiado a la política a través de las mañas nefastas y generalizadas del llamado «marketing político» ese hijo bastardo de la política que nació con la propaganda soviética y nazi, les ha enseñado que lo importante no es el «ser» sino el «aparecer».
Ad intra, en los war rooms de las campañas de aire y de tierra los gurús del marketing político refritean y caricaturizan las ideas de pensadores como Maquiavelo o repiten frases como la del militar prusiano Carl von Clausewitz («la guerra es la continuación de la política…»).
Ad extra, en sus omnipresentes anuncios electoreros y en las palabras que ponen en boca de sus clientes, los marketeros se sirven sin empacho de todos los conceptos en boga para pensar la política: «empoderamiento», «igualdad de oportunidades», «derechos culturales», «equidad», «rendición de cuentas», «federalismo» y claro, «ciudadanía».
Nada, ni la noción de justicia social, ni la tan humana virtud de la esperanza escapa a la mordaz lengua de los marketeros políticos dispuestos a pervertir cualquier noción, con tal de ganar algunos votos para sus clientes y muchos pesos para su cuenta.
No hace falta decir más de la clase política. Criticar a nuestros políticos es el deporte nacional. Esta costumbre tan nuestra es parte de nuestro problema.
BIZANCIO EN LLAMAS
Del lado de quienes hemos hecho del hablar y escribir sobre política una forma de ganarnos la vida, nuestros errores crónicos también saltan a la vista.
Por una parte nos hemos orientado demasiado a repetir y glosar el pensamiento político de otras latitudes. Evidentemente es indispensable para cualquier propuesta seria de pensamiento político tomar en cuenta a las grandes escuelas y tradiciones de pensamiento político, sobre todo las que se cultivan en Europa y en Estados Unidos. Pero, a diferencia del pensamiento político respecto otras áreas del conocimiento, las circunstancias particulares culturales, históricas y económicas de una sociedad, en este caso de México, deben tomarse en cuenta e incorporarse en el análisis, si se espera que los diagnósticos y propuestas derivadas de la reflexión y el estudio tengan alguna relevancia y algún impacto real en la organización de nuestra sociedad.
Por otra parte el pensamiento político en México ha generado en los últimos años una narrativa torpe las más de las veces, en extremo a la saga de los acontecimientos, plagada de tecnicismos y de citas, diseñada más para impresionar a los colegas connacionales y de ser posible extranjeros, que para ayudar a los mexicanos de-a-pié a entender la compleja encrucijada que vive nuestro país.
En el ámbito cultural europeo y estadounidense es común que ensayos de pensamiento político escritos por reconocidos scholars en áreas como Economía, Filosofía o Sociología ensayos extensos y profundos pero amenos, muevan a la reflexión a un cierto número de lectores comunes y de políticos profesionales.
Pensemos por ejemplo en La société des égaux (La sociedad de iguales), de Pierre Rosanvallon o en Finance and the Good Society, de Robert J. Schiller; sendas críticas a los problemas de distribución de las democracias contemporáneas. Pero también en ensayos filosófico-políticos como el bestseller de Michael Sandel What Money Can´t Buy: The Moral Limits of Markets, o cualquiera de los libros de Nassim Nicholas Taleb o de Michel Serres.
Libros todos provocativos y sugerentes, que mueven a la autocrítica a nivel personal y a nivel sistémico, que cuestionan de fondo nuestro modo de entender la sociedad, la política y la práctica de la ciudadanía. Libros que se insertan en el difícil intersticio de aquellos textos que iluminan la «coyuntura» presente, pero que no pierden vigencia con el paso de los años y que son comprensibles para cualquier lector inteligente y dedicado.
Aunque pocos, en México existen también estos garbanzos de a libra: Cien años de confusión de Macario Schettino, El menos común de los gobiernos… de José Hernández Prado, o Economía para desencantados de Manuel Sánchez González, serían algunos ejemplos. Pero desafortunadamente para nuestra sociedad no tienen el impacto que debieran en el ámbito académico, ni en la clase política, ni en la ciudadanía de-a-pié.
En el ambiente académico la cofradía de aquellos genuinamente preocupados por comprender nuestro México es cada vez más reducida. Muchos estamos demasiado ocupados tratando de cumplir con nuestras obligaciones como «investigadores certificados y subsidiados» como para perder tiempo leyendo autores connacionales de áreas que nos son ajenas.
Del lado de los políticos, la mayoría no suelen, por cuestiones de dudosos principios, leer nada que tenga más de dos hojas, a menos que así lo demanden los gurús del marketing o que se trate de entrevistas que les hicieron a ellos mismos. Y su capacidad de reflexión es tan profunda como el charco que se hace en un bache.
Del lado de la ciudadanía común y corriente hay, en mi opinión dos problemas: en primer lugar está el fenómeno de la «cadena rota». Para que el pensamiento político de alto grado de abstracción y complejidad pueda aplicarse para entender fenómenos concretos (como la matanza de Tlatlaya) es necesaria una cadena de transmisión de ideas que traduzca, adapte y aplique este pensamiento a través de las diversas formas de periodismo político. Pero ni los periodistas leen suficiente pensamiento político de alto nivel, ni los académicos responsables de generar tal pensamiento suelen saber acercarse o comunicarse con los periodistas.
Dicho de otro modo: se genera poco en las altas esferas del pensamiento político mexicano, y eso que se genera no llega al gran público lector. No llega por carencias en la práctica periodística de nuestro país y también porque los ciudadanos de-a-pié, no tienen ganas de leer al respecto. Y esto me lleva al último y más numeroso grupo responsable del ocaso que vive la ciudadanía en nuestro país.
CIUDADANÍA CON MAYÚSCULAS Y MINÚSCULAS
En México se lee poco de los temas importantes y mucho de trivialidades y estupideces. Para tener éxito como autor hay que hablar sobre cómo bajar de peso, volverse famoso, hacerse millonario sin esfuerzo o mejorar la vida sexual (de preferencia sin intimidad y amor de por medio, sin hijos y sin compromiso).
Las revistas culturales mexicanas de calidad internacional sobreviven de milagro, administrando recursos cada vez más escasos, obligando a sus equipos de redacción, edición y corrección a trabajar en todos los frentes. Son como un equipo de futbol americano donde todos juegan de todo: le entran a la ofensiva, a la defensiva y a los equipos especiales.
Por el contrario florecen en la escena editorial mexicana las revistas de life-style, que nos enseñan cómo combinar calcetines y zapatillas, cómo disminuir «esa lonjita», cómo «volverlos locos sólo con caricias en la palma de la mano». Nos hablan de las «grandes tendencias», pero no geopolíticas, económicas, filosóficas o literarias; sino del largo de la falda, los colores de las uñas y los cortes de pelo. En un país saturado de muertes injustas, violentas e innecesarias estas publicaciones nos explican cómo hacer para alcanzar ese look casual, que no es casualidad.
No es casualidad tampoco que las opiniones políticas de tantos ciudadanos comunes carezcan de fundamento en la lectura, el conocimiento y la reflexión. Tales opiniones recuerdan en su formulación a los berrinches de un niño o, peor aún, de un adolescente: «todos los políticos son corruptos»; «todos los intelectuales responden a algún poder económico»; «todos los periodistas están vendidos».
La disposición a nutrirse del pensamiento político contemporáneo, mexicano y extranjero, para evitar caer en reduccionismos y simplificaciones absurdas en nuestras opiniones sobre problemas de seguridad, economía y civilidad, es una de las primeras actitudes propias de la ciudadanía con minúscula: de esas pequeñas prácticas que hacen nuestra participación política más sensata y más efectiva.
La otra actitud esencial de la ciudadanía con minúscula engloba incontables actos de sana ciudadanía y se le conoce como «cortesía», «educación» o «civilidad». Esta amabilidad ciudadana se manifiesta sobre todo en los espacios públicos que transitamos diariamente. Se actualiza en la práctica de sentido común, permitir bajar a quienes vienen en el vagón de Metro antes de subir; respetar a los transeúntes y a las reglas de tránsito; en el trato a las personas que nos brindan algún servicio. Es la amabilidad de no nombrar a todos los despachadores de gasolina «joven» al margen de su edad; de hablar de usted a quienes realizan labores de limpieza y a los que encargados de velar por nuestra seguridad.
Ciertamente la amabilidad ciudadana se compone de detalles que pueden parecer insignificantes y casi ridículos frente a la ola de violencia que inunda nuestro país. Pero es el primer y el último frente que tenemos para resistir a la barbarie, a la sinrazón y a la arbitrariedad de la ley de la selva.
Es poco verosímil esperar grandes gestos de valor y coraje civil –Ciudadanía con mayúscula– de parte de quien viola de continuo las leyes de tránsito, que no paga impuestos, que abusa de los demás siempre que puede y trata con desprecio a los que le proporcionan algún servicio. Quien no cede el asiento en el Metro o en el camión a la persona que lo necesita, sacrificando algo tan concreto como la posibilidad de viajar más cómodamente en aras de favorecer a una mujer embarazada, a un lisiado o a un anciano, difícilmente estará dispuesto a jugarse la vida por defender algo tan abstracto como la «libertad de prensa» o cualquier otra de nuestras invaluables libertades civiles.
SE VIENEN DÍAS MÁS DUROS
Permítaseme concluir comentando algunas líneas de tres diferentes poemas de Ingeborg Bachmann (1926-1973), que pueden ayudarnos a comprender la situación en que nos encontramos.1
Alle Tage
Der Krieg wird nicht mehr erklärt,
sondern fortgesetzt. Das Unerhörte
ist alltäglich geworden.
Todos los días
No se declara más la guerra,
pero sí se continúa. Lo inaudito
se ha vuelto cotidiano.
El verso y el poema se vinculan evidentemente a la experiencia del nazismo, pero pareciera que fueron escritos para nosotros, mexicanos, en estos últimos años de una guerra no declarada, en la que lo inaudito se ha vuelto cotidiano.
Herbstmanöver
Und der Fluchtweg nach Süden
kommt uns nicht, wie den Vögeln,
zustatten.
Maniobra otoñal
Y como los pájaros huír al sur,
no nos está permitido.
Frente al hecho de que no podemos volar a otras tierras, me parece que es factible adoptar tres actitudes diferentes: podemos dejarnos embriagar por el cinismo, como ha sucedido con tantos políticos. Asumir que estamos en un estado de guerra y que lo importante es salvar el pellejo y el patrimonio propio, y que es mejor robar y abusar de los otros que permitir que nos roben y abusen de nosotros.
Podemos también caer en el nihilismo político, en la amargura y el retraimiento de aquellos que piensan que no hay nada más por hacer, dado que, a diferencia de los pájaros, no nos ha sido dado «huir al sur». Asumiendo claro, que sirviera de algo huir al sur, y no al norte.
Pero entre cinismo y nihilismo quizá pueda construirse un nicho, un refugio, en donde habitar y sobrevivir a la larga noche que se nos viene encima: el poema que da título al volumen de Bachmann aquí mencionado se llama Die gestundete Zeit. Y puede traducirse más o menos como «El tiempo horologado». «Stunde» en alemán significa «hora». Bachmann ha hecho del sustantivo «hora» un participio, y lo ha aplicado al tiempo. Como si el tiempo se escalonara y se dividiera: tendremos que esperar a que pasen los escalones difíciles del tiempo presente.
Pero sospecho que Bachmann juega con el sonido «gestundete» que se parece al verbo «gestehen», que significa «aceptar»: aceptar la noche, el invierno que se avecina. Y en mi interpretación Bachmann aludiría también al verbo «stehen» cuyo participio es «gestanden», es decir, «permanecer», permanecer firmes en estas largas y difíciles horas.
El contenido del poema creo que permite estas interpretaciones. El poema habla de una granja modesta, o una villa en el campo y cerca del mar; y de un invierno crudo e implacable que se aproxima. Parece que la señora de la villa ordena al marido amarrarse las agujetas de las botas e ir afuera; recoger los perros del campo, sacar los peces del estanque y arrojarlos al mar; destruir los altramuces, leguminosas silvestres de verdes, azules y lilas muy vivos que sirven de alimento a animales de granja y lucen especialmente hermosos bajo el sol otoñal. Hace falta destruirlos pues, como dice la primera y la última línea del poema, Es kommen härtere Tage (se vienen días más duros).
Se avecinan días más duros y quizá no sea ya pertinente soñar con un renacimiento cercano de la ciudadanía en México. Pero aún estamos a tiempo de prepararnos para el invierno. De construir a través de eso que llamamos cultura, del cultivo del pensamiento, de la poesía, la literatura y el trato digno a los otros (lo que he llamado «amabilidad ciudadana») un refugio de palabras, ideas y actitudes que nos permita soportar y sobrellevar el invierno. Es kommen härtere Tage, keine Frage (que no nos quepa duda).
Notas finales
1 Debo la referencia a tales poemas al programa radiofónico escrito por la literata Ria Endres titulado «Es kommen härtere Tage: Ingeborg Bachmann und ihre Lyrik». Transmitido en Deutschlandfunk en el programa «Essay und Diskurs» el 10 de junio de 2012. Los poemas aquí mencionados se publicaron en el volumen de poesía titulado Die gestundete Zeit de 1957.