Nadie quiere sufrir, nuestra sociedad está llena de placebos que fomentan una felicidad aparente y efímera. Sin embargo, buscar el placer y evadir el dolor trae serias implicaciones, pues nos impide conocernos, crecer moralmente… y termina por anular nuestra humanidad. El que la culpa, la vergüenza, la aflicción o la compasión «nos duelan» tiene un papel formativo en el carácter: estructurar nuestra identidad y hacernos mejorar
La sociedad hedonista actual es mucho más pretenciosa e ingenua que los hedonismos precedentes en la tradición filosófica. Epicuro y Stuart Mill buscaban el placer y el bienestar, pero eran conscientes de que es imposible eliminar todo rastro de dolor de la vida humana. Hoy, en cambio, bajo la lógica de la eficiencia y la comodidad (como se ve en el trato a los ancianos y la promoción de una eutanasia instrumentalista, en ciertos intentos de justificar el aborto, en las expectativas desmedidas en la tecnología médica o en la práctica terapéutica), lo que se pretende es una vida sin dolor.1
Ante ese miedo al dolor, buscamos también rehuir a la vulnerabilidad, que se experimenta en la dependencia respecto a otros seres humanos. No es extraño que varias series de televisión –algunas de ellas bien hechas y quizá el producto cultural por antonomasia de estos días– nos repitan una y otra vez que es mejor no depender de nadie ni confiar en nadie: pues nuestro propio esposo (ante lo poco redituable de su carrera docente) puede cocinar anfetaminas en el sótano a nuestras espaldas (Breaking Bad); nunca estamos seguros si los vecinos o nuestro mejor amigo son espías de una potencia enemiga (The Americans/The Company); o si tus propios colegas te abandonarán en peligro de muerte tras aprovechar tus servicios (Homeland). Algún protagonista elige una vida solitaria ante el desagrado que le causa la humanidad en su conjunto (True Detectives). Al final, es mejor hacerlo todo por ti mismo porque todos mienten y son incompetentes (House M.D.).
No depender de nadie es una completa locura, hasta las redes de delincuencia operan «con» y dependen «de» estructuras complejas para lograr sus objetivos más bajos. Así como Walter White (protagonista de Breaking Bad) necesitó de Jesse Pinkman para vender su producto, sería ingenuo pensar que el Chapo Guzmán se escapó con sus solas fuerzas, inspirado en un personaje de Stephen King.2
«NO» A LA EVASIÓN DE EMOCIONES
El intento de rehuir de la dependencia y la vulnerabilidad tampoco es nuevo. De alguna manera, ya los filósofos estoicos pretendían el autodominio como virtud para alcanzar la imperturbabilidad, la tranquilidad completa y la autosuficiencia; no admitían expectativa alguna sobre bienes que quedaran fuera del pleno control del individuo. Para ello, al menos los más radicales, proponían eliminar las emociones –en tanto éstas generan juicios y apegos obsesivos a los bienes externos–, como si toda reacción afectiva se tratase de una patología que hubiésemos de suprimir, mientras no se fuera virtuoso.
El hedonismo actual tampoco quiere «depender de» nada ni de nadie, pero por una razón y con una estrategia completamente diferentes: no es que se pretenda –como los estoicos– un autocontrol virtuoso (que resulta, además, enormemente difícil y exigente), ni evadir toda emoción, sino sólo las profundas y las desagradables. Esta actitud vuelve a las personas, paradójicamente, más dependientes y vulnerables frente al mundo, en tanto fomenta un talante de desapego frente a las personas mas no frente a los objetos materiales, y las sumerge todavía más en una vida contingente y fuera de su control.
Como es de esperar en una «cultura» light y evasiva –que quiere comer sin engordar y adelgazar sin esforzarse–, también se quiere vivir la plenitud emocional con meros estados de ánimo fugaces, superficiales, que no comprometan demasiado. No se cierra la puerta al afecto o al sentimiento, pero tampoco se confía mucho en él, pues pronto vendrá otro a sustituirlo. No se le permite echar raíces ni construir, mucho menos, si ello involucra seriamente, con largo alcance, a otra persona, porque ello expondría a la responsabilidad y a la desilusión. Se intenta, por tanto, llenar el vacío, no con una emoción profunda y con sentido, sino con una cadena de estados de ánimo superficiales, de usar y tirar, que se esfuman con facilidad e incluso con indiferencia.
Este artículo no tiene como finalidad manejar un discurso que le dé rienda suelta a las emociones; ya hace dos mil años Séneca, en su obra De ira, nos advirtió que estar rodeados de narcisistas autorreferenciales y de coléricos agresivos es lo más destructivo para cualquier comunidad.3 Lo que haré es echar mano de algunas ideas de la propia tradición filosófica y del ensayista y literato C.S. Lewis, para defender no solamente que podemos confiar en nuestras emociones, sino que debemos cultivarlas adecuadamente y dejar que estructuren nuestra identidad. Aún más: trataré de esbozar que incluso las emociones dolorosas (culpa, vergüenza, aflicción, compasión, etcétera) tienen un papel formativo en el carácter de la persona y que cerrarles la puerta, implica perder una invaluable oportunidad de autoconocimiento, crecimiento moral y entrega; sería perder buena parte de nuestra humanidad.
A VECES SE NECESITA SUFRIR
Uno de los legados más relevantes del pensamiento socrático es el descubrimiento de que, cuando estamos equivocados creemos estar en lo correcto. Todo error tiene un componente de autoengaño4 –de ignorancia inadvertida y arrogancia–, pues estar en el error supone que éste no se detecta como tal. Por ello, el que está equivocado no se ve en la necesidad de una corrección: los que mataron a Sócrates5 no le estaban agradecidos porque quisiera enseñar la virtud, le odiaban porque los refutaba en cosas que estaban seguros de saber.
De ello se sigue que, para salir del error, necesitamos una experiencia de contraste –a veces dolorosa–, una vivencia que nos sacuda y que nos ayude a ser veraces con nosotros mismos, a superar la vanidad. Tampoco se trata de caer en la autocompasión o de depender de los juicios de los demás; mucho menos de compararnos con ellos, con todo lo engañoso que tienen las apariencias de lo ajeno6 (como cuando se juzga la felicidad de alguien por sus fotos de Facebook o su moralidad por sus quejas en Twitter). Suele suceder, si nos comparamos con otros, que lo hacemos desde una lectura exterior de las cosas, con un gran margen de error y ciegos ante obviedades como que encontrar a alguien peor no significa que uno esté bien o que, en todo caso, ése no es asunto nuestro.
Es extraordinariamente difícil conocerse a uno mismo sin vanidad ni ofuscamiento. Rebajarse de más –con una autocompasión exagerada– puede ser también una de las muchas caras de la vanidad, la misma que nos persuade de justificar nuestros vicios como excepciones y minimizar nuestras faltas con victimismo o condescendencia.
El dolor reclama sin trabas nuestra atención, desenmascara el error y la vanidad. Por sí mismo no genera la humildad, pero tras reconocer la falta, fomenta esa virtud y nos lleva al reencuentro con el otro, cosa que el puro placer no hace:
El dolor no es sólo un mal inmediatamente reconocible, sino una ignominia imposible de ignorar. Podemos descansar satisfechos en nuestras estupideces; cualquiera que haya observado a un glotón engullendo los manjares más exquisitos como si no apreciara lo que realmente come, deberá admitir la capacidad humana de ignorar incluso el placer. Pero el dolor, en cambio, reclama insistentemente nuestra atención.7
Aunque nadie elegiría el dolor por sí mismo a nivel emocional, ni deberíamos hacerlo, si se presenta puede ser una oportunidad para aprender de uno mismo y crecer en sabiduría. Así como el dolor al nivel de la sensación es un síntoma que puede develar una enfermedad –y abrir paso a la curación–, a nivel emocional, como congoja, sufrimiento, tribulación o angustia, nos revela algo importante sobre nuestra alma. Como dice Platón en el Gorgias respecto al castigo,8 éste no se justifica por su efecto disuasorio en los demás, sino porque abre una posibilidad a la reflexión y con ello a la moderación, a la justicia y a la verdad.
CONSTRUYENDO UNA SOCIEDAD DE SINVERGÜENZAS
A nadie le gusta admitir un error;9 mucho menos reconocer un acto moralmente malo. Eso sin duda duele y más si es frente a otro. La sociedad actual, en su repulsión al dolor y su búsqueda de evitar el conflicto interior a toda costa, considera a la culpa y al sentimiento de vergüenza como algo peligroso y alienante, que habríamos de extirpar y, a cambio, hacer lo que nos venga en gana, incluso sin tomarnos la necesidad de justificar nuestras acciones.
Por supuesto, una conciencia escrupulosa es asfixiante y enfermiza, sin duda hay que evitarla; no se trata de sentir culpas exageradas o por cualquier motivo. Pero la sociedad contemporánea ha incurrido en el extremo contrario y parece aspirar a una vida sin ninguna culpa ni vergüenza. Lewis insiste en que todas las culturas han coincidido en que, de hecho, algunas cosas merecen ser repudiadas: como la cobardía, la envidia y la falsedad. Si perdemos esto de vista, dejamos entrar en las relaciones humanas un caballo de Troya que las destruirá desde dentro: no subsistirá una sociedad de sinvergüenzas. Si toda culpa fuera impertinente, cualquier reproche que hagamos al flojo, al egoísta o al cruel sería un acto de violencia, de opresión «injustificada» que sólo generará resentimiento.10 Sin una culpa oportuna, razonable y sincera, no hay posibilidad de cambio ni de conversión moral; ni se diga de diálogo o de amistad.
Las debilidades humanas pueden perdonarse, pero ello no disculpa las acciones repugnantes y sórdidas, sin más. Vale la pena que la culpa duela si nos lleva a ser mejores. Aristóteles distinguía dos tipos de carácter, uno completamente vicioso y otro con un problema de incongruencia interior. Llamaba al primero intemperante y al segundo incontinente. El primero no tiene posibilidad de cambiar porque ni siquiera es capaz de reconocer su mal, y se complace en ello de un modo necio.11 El segundo sufre, pues se percata de lo malo que ha cometido y se arrepiente por ello, aunque le falte la fuerza para cambiarlo del todo. No obstante, pese a que el incontinente tenga momentos de desgarre interior y de tristeza, su situación es mejor, porque no es impermeable a la corrección y por tanto tiene remedio.
C.S. Lewis expresa lo dañino que sería tratar de extirpar los escrúpulos, por mucho que duelan, de nuestra conciencia. Ello significaría asumir una ceguera moral, donde lo bueno y lo malo no se distinguen. Sería como mutilar nuestra percepción moral del mundo, algo tan absurdo como renunciar al sentido del olfato y perder para siempre el aroma de las rosas «por el hecho de que nuestro aliento huela mal».12
Alguien podría decir que no corremos este riesgo, que nadie se propone eliminar todo remordimiento. Sin embargo, esto puede pasar inadvertidamente. Lewis dice que una forma de evadir la culpa personal es la «culpa corporativa», en la que para liberarnos de la responsabilidad personal, la trasladamos al sistema y la hacemos colectiva, con lo cual pierde intensidad porque se reparte proporcionalmente. Otro modo de evasión es pensar que el tiempo, por sí solo, sin perdón ni arrepentimiento, borrará las faltas. Que algo haya quedado lejano en el pasado no disminuye su gravedad. Una forma más de huir del dolor de la culpa consiste en atribuir todas las crueldades a épocas y culturas anteriores.13 Nuestra generación tiene sus propias formas de crueldad, pues ésta se esconde tras muchos vicios de indiferencia, pereza y hasta en ansias de comodidad.
APUESTA POR UNA VIDA DE DESAPEGO Y GENEROSIDAD
Ya Kant nos ha advertido de los riesgos de actuar motivados sólo por amor propio, de tener una voluntad «inflamada» que degenera en egoísmo y contradice el correcto sentimiento de respeto con uno mismo y con los demás. C.S. Lewis reconoce en el filósofo alemán el acierto de retomar la intuición popular de que hacer las cosas sólo en tanto éstas nos gustan acarrea poco mérito; porque ello no supone ninguna «renuncia de sí mismo», estas acciones no serían intrínsecamente buenas. Esto por dos razones: primero, cuando las circunstancias son otras, el incentivo de placer no está presente y la acción «buena» no se repite; además sería actuar movidos sólo por placer y no por amor al prójimo.14
Por otro lado, el dolor también «tira» nuestras expectativas y creencias como si se tratara de naipes. En Una pena en observación15, ante la sorpresiva enfermedad de su esposa que la llevó a la muerte, Lewis se da cuenta de la necedad que implica mantener una vida con itinerarios fijos, como si las desgracias no fueran a alcanzarnos. Frente a «programas» que se desploman una y otra vez, expectativas que se frustran, flexibilidad y apertura son necesarias para la adaptación y captación de las necesidades de los demás.
No se trata de eliminar el dolor. Para eso no hay fórmula: «el taladro taladra igual». Lo que se afirma es que, ya sumergidos en el dolor, podemos cuestionar la posibilidad de una vida autosuficiente, sustentada en nuestras solas fuerzas y pertenencias y revalorar nuestros fines y el sentido último de la misma. El dolor es «útil» en tanto nos permite enderezar «rumbos equivocados» y en cuanto nos propone una vida no sólo de desapego, sino de generosidad.
Aceptar el dolor y darle sentido es lo que distingue el verdadero amor de una benevolencia que se queda corta. Ésta podría conformarse con ver contentos a los demás. Si no cumple con otros elementos del amor (compasión, justicia, compromiso, constancia…), la benevolencia termina en una relativa indiferencia, que se asemeja a una actitud de desprecio, pues sólo importaría que aparentemente el destinatario de la ayuda lo pase bien. Lo que el amor auténtico espera es un compromiso, que supone estar dispuesto a sufrir en primera persona, a tomarse «infinitas molestias» por el otro. El amor también supone exigencia, pues Lewis subraya que un padre amoroso es el que prefiere que su hijo sufra en la lucha por buscar algo mejor, a que se resigne con una «felicidad» alienante. Por eso, «el amor tiene una capacidad de perdón superior a cualquier otro poder. Pero es también el menos dispuesto de todos a tolerar las manchas del amado, y aunque se satisface con poco, lo exige todo».16
Esa exigencia no puede venir de cualquiera, sino del que es en realidad cercano; el amor es también intimidad.17 Censurar, corregir y reprender cualquiera lo hace, y muchas veces por motivos ajenos al amor (i.e. poder, vanidad, envidia, etcétera, motivos espurios que Nietzsche acierta al decir que están al alcance de todos). La intimidad que permite una corrección sincera también supone estar dispuesto a sufrir con la persona amada.
CERRARSE A LAS EMOCIONES MUTILA LA EXPERIENCIA HUMANA
Para el literato inglés –y es imposible no evocar la insistencia del Papa Francisco en esta misma idea–, la virtud máxima es la misericordia. Esta disposición no elimina el sufrimiento, sino que busca erradicar la crueldad del mundo. La misericordia dista de un sentimentalismo o de una mera filantropía, porque se compromete, porque está dispuesta a acompañar en el sufrimiento y el sacrificio.18
Sin duda, el dolor de la compasión puede llevar a la ayuda o caridad: «Todos hemos comprobado alguna vez la eficacia de la compasión para abrirnos al amor de lo indigno de él, para movernos a amar a los hombres no por resultarnos agradables de una u otra manera, sino por ser hermanos nuestros».19
En suma: las emociones no son un elemento del cual debamos de protegernos, ni reacciones patológicas contrarias a la razón. Si nos hacen vulnerables y nos abren al dolor, es porque en última instancia son juicios valorativos que nos conectan con lo valioso de la vida. Cerrarnos a ellas sería mutilar la experiencia humana.
C.S. Lewis, que vivió en carne propia la fragilidad de lo humano ante la guerra y la enfermedad, nos recuerda que por lo general, la aflicción abre la puerta a una especial belleza del espíritu. Aunque el dolor físico sea incomunicable, la pena como emoción humana nos invita a solidarizarnos con el otro. El hombre sufriente que sabe dar sentido a su dolor es un ejemplo para todos de entereza y fortaleza; más aún cuando este modelo se encuentra entre los más pobres, los bienaventurados del Cristianismo, cuyo sufrimiento debe interpelar a la Humanidad en su conjunto.20
NOTAS FINALES
1 El ejemplo paradigmático lo tenemos en el controvertido filósofo de Princeton, Peter Singer, quien sin reparos trata de construir una postura moral donde lo único bueno es el placer y lo único malo el dolor (sin importar quién lo experimente o por qué), lo cual le ha llevado a sostener absurdos y contradicciones como la defensa de los derechos animales (pues sienten dolor) por encima incluso de los derechos de un infante (que en principio no tendría, según él, «intereses a considerar»). Cfr. Peter Singer: Animal Liberation: a New Ethics for Our Treatment of Animals, HarperCollins, 1975; «De compras en el supermercado genético», en Florencia Luna y Eduardo Rivera López (Comps.): Los desafíos éticos de la genética humana, México, UNAM-FCE, 2005, pp. 131- 146.
2 Me refiero a Andy Dufresne de la novela de Stephen King: Rita Hayworth and the Shawshank Redemption, 1982. Texto que se adaptó para la pantalla en Sueños de fuga (1994).
3 «Verás asesinatos y venenos e incriminaciones mutuas de los reos, y descalabros de ciudades y exterminos de naciones enteras y cabezas de príncipes a la venta en subasta pública (…) Observa los cimientos a duras penas visibles de ciudades celebérrimas: las arrasó la ira. Observa los desiertos abandonados sin hábitantes en un radio de muchas millas: los despobló la ira». Séneca: De ira, I.2, 1-3, Juan Mariné Isidro (Trad.), Madrid, Gredos, 2001.
4 Vid. Alejandro G. Vigo: «El ideal filosófico de la vida en Grecia clásica», Limes 18 (2006), pp. 62-78.
5 Vid. Platón: Apología. El problema del autoengaño lo discute explícitamente Platón en Alcibíades y Gorgias. Aquí aparecen dos casos diferentes de políticos, uno joven e inexperto (Alcibíades) y un hábil tirano (Arquelao), que por falta de autoconocimiento se inflingen daño a sí mismos y a la ciudad a la que gobiernan o pretenden gobernar, en tanto no son conscientes de sus males y por no tener un marco de referencia verdadero de vida buena.
6 Cfr. C.S. Lewis: El problema del dolor, José Luis del Barco (trad.), Rayo, 2006, p. 65.
7 C.S. Lewis: El problema del dolor, op. cit., p. 97.
8 Cfr. Platón: Gorgias, 479a-480d.
9 Incluso para Aristóteles, los actos involuntarios siempre vienen acompañados de «pesar», pues lo que se hizo no era lo que se pretendía, por lo que el agente, también bajo estas circunstancias, experimenta el arrepentimiento (aunque no haya incurrido en culpa moral) y no se excusa con «indiferencia» diciendo «ese no es mi problema». Cfr. Aristóteles: Ética Nicomaquea, 110b18-25.
10 Cfr. C.S. Lewis: El problema del dolor, pp. 62-63.
11 Cfr. Aristóteles: Ética Nicomaquea, 1150b30-1151a29.
12 C.S. Lewis: El problema del dolor, op. cit.,p. 64
13 Cfr. Íbid., p. 66.
14 Por eso son cuestionables aquellas críticas a Kant como si el filósofo propusiera un «deber por el deber» ciego y mecánico. Al contrario, para Kant un mínimo de sentimientos es necesario para la experiencia moral. Su postura no contradice del todo a la de Aristóteles respecto al hombre virtuoso, a quien hacer el bien ya no le cuesta e incluso lo disfruta, pero tras haber pasado por un proceso difícil de formación del carácter. Cfr. Íbid., pp. 103-104
15 Vid. C.S. Lewis: Una pena en observación, Carmen Martín Gaite (trad.), Rayo, 2006. Una estupenda adaptación de las obras biográficas de C.S. Lewis, y que recoge la obra citada, es la película Shadowlands, con Anthony Hopkins en el papel protagónico.
16 C.S. Lewis: El problema del dolor, p. 53.
17 Cfr. Íbid., pp. 47-52.
18 Cfr. Íbid., p. 62
19 Íbid., p. 108. Aunque esto ya queda fuera del alcance de este artículo, cabe al menos mencionar que otra emoción «desagradable» que, si es desplegada virtuosamente, desempeña una importante función moral, es la ira. Un enojo justo es la respuesta adecuada para la defensa del más importante de los bienes humanos, que es la dignidad, propia y ajena. Sin embargo, no basta indignarse sino que hay que hacerlo de la manera correcta, sin atropellar siquiera la dignidad del agresor. Por eso dice el Estagirita que enojarse por los motivos correctos, con las personas correctas, como se debe, cuando se debe y por el tiempo que debe, es alabado (Cfr. EN 1125b32-33). No presentar un sano enojo sería muestra de tontería o de servilismo (Cfr. EN 1126a2-8).
20 C.S. Lewis: El problema del dolor, pp. 110-111.