El otro día visité un corporativo de Santa Fe, en la Ciudad de México, y me pescó la hora de la salida ahí adentro. «¡Vámonos que aquí espantan!», comentó un empleado a su compañero de «caballeriza». Al principio me dio envidia, pues yo no tengo hora de salida. Escribí este artículo, por ejemplo, una mañana de sábado. Como otros tantos de mis colegas, me he visto obligado escribir en Navidad y Semana Santa. Los «Godínez», por el contrario, rinden pleitesía al horario: «Vele el lado bueno, el lunes es sólo una vez a la semana». Tal actitud podría parecernos un culto a la mediocridad. ¿Por qué no apasionarse con el trabajo?
Pero «esos» a quienes llamamos «Godínez» son clave en la sociedad. El país vive gracias a los miles de oficinistas que cumplen con su trabajo, frecuentemente monótono y mal pagado. No niego que existan burócratas que matan el tiempo. Sin embargo, también hay miles y miles de oficinistas cuya constancia mueve al sistema socioeconómico.
«MUERO CADA LUNES, RESUCITO CADA VIERNES»
Me deja mal sabor de boca la retórica de lo «Godínez». Antes de criticar su aparente apatía, deberíamos preguntarnos qué alicientes tienen para quedarse más tiempo tras un escritorio. ¿Ganarán más? ¿Qué sueldo reciben?
En 1958 se transmitió Gutierritos, telenovela de un oficinista maltratado por sus compañeros de trabajo y menospreciado por su esposa. Obviamente, la historia tuvo un acaramelado desenlace: la esposa reconoce al marido y se proclama orgullosamente como «Señora de Gutiérrez».
El paralelismo entre Gutierritos y Godínez es evidente: burócrata, afable, trabajador, aparentemente gris, sin ambiciones. Alguien que está al pie del cañón en la oficina, pero que no es genial ni brillante. Los mirreyes, siempre arrogantes, se refieren a los Godínez como «pobres diablos», cuya vida transcurre de quincena en quincena. «El horario de verano es el jetlag de quienes nunca han viajado», escuché decir por ahí a un mirrey burlándose de la somnolencia de un empleado de su padre.
Poco a poco, los jóvenes se van dando cuenta de que vivimos en una sociedad cada vez más estamental. Que no nos llame a engaño la abolición de la corbata entre las clases altas y la ropa informal en el trabajo los viernes. La corbata es, ahora, el símbolo de quien se encuentra en la base de la pirámide, como en su momento lo fueron las casacas de los lacayos.
La movilidad social es mínima, incluso en países como Estados Unidos. Los sueldos de los empleados se han congelado desde hace años mientras que los sueldos de los CEO de grandes empresas se han disparado. El self-made man es un mito obsoleto.
Por ello, el Godínez no es sino un Millenial desencantado. Sabe que difícilmente ascenderá en la pirámide socioeconómica. En EU, la tasa de repetición de la pauta de desigualdad es de 47%1; es decir, los hijos seguirán siendo tan pobres o tan ricos como sus padres. Tal expectativa conduce al tedio, al desencanto.
¿Y México? En nuestro país, la educación pública fue pivote para el ascenso social. Actualmente está en crisis. Cuestión de mirar en qué universidades estudia la élite que hoy nos gobierna. Las universidades públicas dejaron de ser el semillero de gobernantes y empresarios. Educación es destino. Quienes tuvimos la oportunidad de pasar por una universidad privada de élite contamos con una ventaja. Nadie como el Godínez se ha dado cuenta de ello.
VIERNES DE QUINCENA, VIERNES DE STARBUCKS
En esta sociedad, los símbolos de estatus son casi tan importantes como las creencias y convicciones personales. Incluso el café, ese líquido que nos permite pensar desde temprano, refleja nuestras aspiraciones sociales. Los Godínez desean poder comprar diario el café de Starbucks, pero el sueldo no les permite ese lujo.
El Godínez ama los gadgets. La diferencia es que, mientras el mirrey los obtiene sin esfuerzo, el Godínez debe comprarlos a 18 meses sin intereses. El primero utiliza Apple; el Godínez, Android.
Nuestro oficinista trabaja en los grandes corporativos. Sin embargo, sus ingresos no le permiten vivir ahí. Dependiendo de su sueldo, utiliza el transporte público o un pequeño automóvil que habitualmente también adquirió a plazo. Su casa, en el caso de la Ciudad de México, suele quedar muy lejos de su oficina. En realidad sólo duerme ahí. Sale muy temprano y regresa tarde. Su cansancio crónico se explica, en parte, por el desgaste que supone pasar hasta tres horas al día en un deficiente transporte púbico.
¡PERO EL JEFE SE TOMA DOS HORAS DE COMIDA!
Los mirreyes se burlan del tupper donde un Godínez transporta, calienta y come sus alimentos. Ahí guarda arroz, sopa de fideo, guisados. Los más preocupados por su salud, comen ensalada de atún y trocitos de jícama y zanahoria. El Godínez tiene poco tiempo para comer. En el mejor de los casos acudirá al comedor de su empresa a calentar en el microondas sus alimentos. Ahí también hay que hacer fila. Nuestro personaje no tiene dinero para comer diariamente en un restaurante, ni siquiera una comida corrida; pues 60 pesos diarios «vienen siendo 1,200 pesos al mes».
Después de comer, le ataca el «mal del puerco». En nuestras monstruosas ciudades un oficinista no puede comer en casa y descansar unos minutos. En este duro estilo de vida, una hamburguesa o una torta gigante es un pequeño festín.
El juebebes refleja la insatisfacción, la fuga de la rutina gris. Y digo gris en sentido literal. Muchísimas oficinas carecen de ventanas. Algunos Godínez cultivan plantas de sombra para mitigar el encierro y otros recurren al wallpaper.
El fin de semana es el aliciente para seguir tirando del carro, el momento donde uno es medianamente dueño de su tiempo. Las vacaciones del Godínez son austeras. Los mirreryes se burlan del acapulcazo, donde nuestros heroicos oficinistas comparten un pedazo de playa con miles de personas. Tal personaje exprime cada instante de su fin de semana, aunque tenga que pagarlo con largas colas en estaciones de camiones y carreteras.
LA DAMITA GODÍNEZ
En ocasiones, el ambiente laboral es tan opresivo que llegan a prohibirse las relaciones afectivas entre los compañeros de trabajo. La oficina deviene un espacio seco, paliado, si acaso, por el mejor amigo del trabajo, el brodínez.
Detrás de las bromas, pulsa la amenaza sobre cada Godínez. El empleo es precario, la angustia de perder el empleo late en el corazón de quien vive al día. El jefe, un semidiós, puede arruinar nuestra existencia en cualquier momento.
Según Marx, el capitalismo tiende a reducir al mínimo posible el sueldo de los obreros. El sistema pagaría, pensaba Marx, sólo lo necesario para reponer sus fuerzas y seguir trabajando. El capitalismo, prosigue el alemán, no distribuye a la riqueza, dejando a los obreros con la alternativa de morir de hambre o de vender lo único que tienen, su fuerza de trabajo hasta que la vejez o la enfermedad acaben con ella.
El diagnóstico de Marx tiene deficiencias graves. No obstante hay un dejo de razón. Los empleados, los Godínez, están desamparados. Al menos en México, la educación es cada vez menos democrática. El sistema de salud pública está colapsado. El sistema de jubilaciones fue desmantelado. Ningún empleado gana lo suficiente para asegurar una cómoda vejez.
Y por si fuese poco, el trabajo del Godínez carece de prestigio. No hemos comprendido que el crecimiento personal no depende exclusivamente del escalafón. Ernt Jünger dijo que nuestro crecimiento se mide por la cantidad de personas que se desarrollaron gracias a nosotros. Pero esto es otro asunto.
En suma, me molesta la retórica Godínez; es un discurso elitista, típico de nuestra sociedad. Es humor negro de quien se ríe amargamente de su suerte. Me preocupa la falta de autoestima. Lo digo sin ironía, el mundo camina gracias a quien trabaja de lunes a viernes con un horario fijo y no por quienes damos conferencias.
Notas finales
1 http://www.oecd.org/eco/growth/economicpolicyreformsgoingforgrowth2010.htm