La comida nos da identidad. No sólo pensemos en los ingredientes, en las técnicas de cocción, sino también en la etiqueta a la mesa, los horarios y temporadas, el hábito de la sobremesa, la comida de fiesta y la de penitencia. Detrás de cada platillo hay un entramado de sabores, viajes, manos, colores, tradiciones que lo vuelve único, pero que también revela mucho de quien lo disfruta. Hasta cierto punto, sí somos lo que comemos. Y así nuestra cocina se distingue por el encuentro y fusión de historias y paladares, así también los mexicanos somos seres complejos. Nuestra comida se distingue por tender puentes entre sabores e ingredientes. La cocina mexicana es una zona de uniones donde cada elemento tiene su lugar.
¿Cómo hablar de la comida mexicana? ¿Cómo unir a la langosta estilo Rosarito de Baja California con los papadzules de la península de Yucatán? ¿Cómo se relaciona la barbacoa del centro del país con el cabrito regiomontano? La historia de nuestra gastronomía es un caleidoscopio donde se encuentran y funden ingredientes como el aguacate y el ajo, el chile y el azúcar, la canela y la vainilla, el limón y la tortilla.
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“Ana Cristina Dahik: Escribamos historias nuevas”
El entramado culinario de la comida mexicana tiene siglos de historia. Por un lado, tenemos la base gastronómica de los pueblos originarios y, por otro, la influencia española, así como la influencia china, francesa, libanesa, entre otras. Sin olvidar, claro, que la misma cocina española que llegó a Mesoamérica era ya una fusión de ingredientes y técnicas provenientes de pueblos árabes. Tampoco podemos dejar de lado el paso de la cocina sefardí, cuyo vestigio en la zona norte de México es el cabrito. En la región de Nuevo León llegaron varios criptojudíos huyendo de la Inquisición española por «practicar la ley de Moisés».
No sólo le debemos a la migración extranjera nuestro mosaico gastronómico, sino también a la diversidad de pueblos indígenas. Aunque los pueblos mesoamericanos compartieran una base nutricional (maíz, frijol, chile), cada uno tenía su propia manera de cocinar y de comer. Pensemos en la salsa atapakua (una salsa espesa de maíz con chile verde y tomate) de los purépechas y su contraste con el pozol (bebida fría de maíz y cacao, ligeramente fermentada) que se consume en Tabasco y Chiapas.
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BIODIVERSIDAD Y GASTRONOMÍA
A esto hay que añadirle la biodiversidad del territorio. México goza de un clima que permite el crecimiento de frutos llamativos y de sabores intensos y dulce como el zapote negro y el mamey. La carne de Chihuahua y Sonora nada tienen que pedirle a los cortes texanos. Tanto nuestras costas del Golfo como las del Pacífico nos brindan una gran variedad de pescados y mariscos. Nuestros lagos no se quedan atrás. El piñón rosa se cosecha en la sierra de coníferas de Puebla. Y porque México no se agota en bondades, también contamos con unas pocas nieves perpetuas en el Popocatépetl y en el Pico de Orizaba, lo que en el siglo XVII fue aprovechado para fabricar helados y nieves, un lujo en una época donde no existían refrigeradores.
LA TRÍADA MEXICANA
La base de nuestra gastronomía, sin duda, es la tríada de maíz, chile y frijol. Otros ingredientes básicos son el jitomate, el tomate verde y la calabaza. El maíz, ese polimórfico ingrediente fue, y sigue siendo, devoción del paladar mexicano. En el mundo prehispánico, el maíz podía encontrarse en todas partes, en atoles, junto con el cacao, en caldos, palomitas (sí, como las del cine). También se consumía el maíz en su mazorca, desgranado con sal y chile (como esquites) o en la masa de nixtamal para preparar tamales y tortillas.
El maíz es un alimento maravilloso y mitológico. Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, «De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres».
El trigo no es tan polimórfico como el maíz, pero tiene un lugar especial en la mesa del mexicano. El bolillo y la telera, por ejemplo, son muy mexicanas, aunque tengan antecedentes europeos. La variedad de nuestro pan dulce deslumbra a cualquiera: conchas, orejas, banderillas, ladrillos, mantecadas, cocoles. Y qué decir de los panes especiales, como el pan de pulque de las ferias, o el delicioso pan de muerto.
Es probable que el maíz no fuera tan bien recibido en Europa debido a que en el antiguo continente se desconocía la nixtamalización. Este proceso da vida al maíz. Gracias al remojo en una solución de cal, el lavado de los granos y el molido en el metate, se activan elementos químicos especiales que aumentan el valor nutricional del maíz y facilitan su digestión. Esta preparación del maíz es verdadera tecnología de punta y un regalo de nuestros antepasados indígenas al mundo.
Aunque hoy comemos tortillas y tamales como los antiguos habitantes de México, nuestros tamales revelan la inseparable fusión de la cocina prehispánica y la influencia española que dan origen a nuestra gastronomía. ¿Saben por qué? Un ingrediente hace la diferencia: la manteca de cerdo. Si viajáramos 500 años atrás a degustar un tamal, descubriríamos que es más compacto y poroso. Hoy, en cambio, es impensable un tamal si grasa.
VACAS Y ALGO MÁS
Otro ingrediente que llegó para quedarse en nuestra cocina fueron los lácteos. Antes de la llegada de los españoles, en México no había vacas ni cabras de las cuales obtener leche. Sin embargo, no por ello nos quedamos atrás en la creación de quesos propios. El Cotija, por ejemplo, empezó a prepararse en nuestro país a finales del siglo XVI en asentamientos ganaderos en los límites de los actuales estados de Jalisco y Michoacán. El nombre le viene del pueblo de Cotija, donde se popularizó su venta. El queso Oaxaca es otro de los tesoros gastronómicos mexicanos. Su origen está mezclado con la leyenda. Dicen que a finales del siglo XIX, en Oaxaca, a una niña distraída se le pasó el punto de cuajado de la leche, lo que hizo que el queso estuviera más duro de lo normal. Para no ser regañada, la niña agregó agua caliente a la mezcla esperando que recuperara su suavidad. Lo que obtuvo fue una masa chiclosa que podía deshacerse en hebras. La familia quedó maravillada. La niña se salvó del castigo y nosotros ganamos un delicioso ingrediente.
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Contrario a lo que paladares extranjeros puedan pensar, la comida mexicana no es sólo chile con maíz. El chile o ají, como le dicen en Sudamérica, es un fruto originario de América. Del género Capsicum, el chile es propiamente un pimiento picante del cual hay muchas variedades, diversos tamaños y colores. En México, lo usamos en incontables guisos; de ahí que se le llame frecuentemente el «rey de la cocina mexicana». Aunque entre los mexicas el chile no era rey, sino una diosa, hermana de Tláloc, conocida como Tlatlauhqui Cihuatl Ichilzintli, o la «Respetable señora del chilito rojo» para los amigos.
Nuestra cocina, aunque exuberante en sus preparaciones y conjugación de ingredientes, tiene el don de la armonía. Y es que no podría ser de otra manera si el chile es un invitado frecuente. Uno de los retos de la comida mexicana es el equilibrio de sabores y la proporción en la que incorporamos el chile al resto de los ingredientes, pues su picor tiende a avasallar al resto de los ingredientes. El picor debe disfrutarse; ser, paradójicamente, un dulce encuentro.
¿Qué es lo que hace tan particular al chile? La presencia del químico llamado capsaicina, el responsable de ese picor que tanto nos gusta a los mexicanos. Más que un sabor, el picor surge de la irritación de nuestras papilas gustativas. Si lo que hace es irritarnos, ¿por qué el chile no puede no estar presente en nuestra mesa? Ah, es que pica rico, ¿no? Hay quienes se enchilan rápido y con muy poco y otros que no se detienen aunque ya estén dejando escapar unas lágrimas. Y es que aunque el chile se ponga bravo, un mexicano no se raja.
Uno de los platillos que mejor conjuga la tensión entre lo prehispánico y lo europeo, lo picante y lo dulce, es el mole, príncipe de la barroca cocina mexicana. Un extranjero podría desesperarse ante la complejidad de sabores que conforman nuestros platillos. El abanico de ingredientes y la exuberancia que emanan nuestras cocinas son una exaltación estética donde los sentidos todos están invitados a participar. Los colores, texturas, sabores, el crepitar del fuego y los olores que despiden los cazos no dejan nada fuera; toda sensación tiene su lugar. En el mole se dan cita el cacao, una letanía de chiles y especias, el tropical plátano y las almendras, además de otros ingredientes que a los paladares más educados no podrían distinguir sin la ayuda de un recetario. En el mole, del náhuatl molotl, guiso, se consagra la complejidad gastronómica del encuentro entre Mesoamérica y Europa.
Además de la comida, las bebidas también cambiaron con el encuentro de dos mundos. Por un lado el pulque, por otro, el vino.
El consumo de bebidas alcohólicas tiene raíces profundas en el México antiguo. Pero hay que decir que los mexicas tenían normas estrictas respecto a la ingesta de alcohol. El consumo de pulque estaba estrictamente reglamentado y sólo estaba permitido a personas de más de 52 años, a los miembros de la elite en ciertas circunstancias y a la gente común durante algunas fiestas. Y aún así debía ser consumido con medida, pues embriagarse estaba mal visto. Pero el pulque, producto de la fermentación de la savia fresca del maguey, es decir, el aguamiel, no era la única bebida alcohólica. También era muy popular el tesgüino, producto de la fermentación del maíz. Esta bebida es tradicional entre los pueblos del norte del país.
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El maguey o agave, conocido como «árbol de las maravillas», fue una planta adorada por pueblos mesoamericanos y por habitantes de Oasisamérica. Y no sin razón, pues el maguey es una cactácea generosa; puede seguir dejando fluir su aguamiel durante seis meses antes de secarse.
El arte de la destilación, traído por los españoles, quienes lo aprendieron de los árabes, permitió aprovechar al máximo las bondades del agave. De esta manera nacieron el tequila, el mezcal y el sotol.
La comida mexicana es historia viva, presente en cada hervor de los cazos y en cada comal. En una época como la nuestra, donde la macdonalización avanza y relega a la gastronomía regional y casera, vale la pena recuperar los sabores propios de nuestra tradición culinaria.