El nuevo Instituto de Humanidades reafirma la vocación de educación integral de la Universidad Panamericana e IPADE Business School.
Las palabras que Martha Nussbaum dirigió hace ocho años en la Universidad de Antioquía, con ocasión de la recepción de su doctorado Honoris causa, siguen siendo inquietantemente vigentes. Durante su discurso, Nussbaum criticó fuertemente el rumbo que está tomando la educación.
Primero hizo alusión al informe sobre el estado de la enseñanza superior que dio a conocer Margaret Spellings –Secretaria de Educación del gobierno Bush– en otoño de 2006. En dicho informe, Spellings denunciaba la desigualdad en el acceso a la educación superior. No obstante, su contenido se centraba enteramente en la enseñanza para beneficio económico nacional.
El documento apuntaba a las deficiencias educativas en materia de corte técnico, mas no a la investigación científica y reflexiva en esos campos. Las artes, las humanidades, la reflexión sobre la relevancia de la discusión financiera o económica, así como el fomento del pensamiento crítico en las distintas áreas del saber brillaban por su ausencia. Al omitirlos, el informe daba a entender que esos contenidos pueden quedar en el olvido, siempre y cuando otras disciplinas más útiles y ajustadas al entorno actual permanezcan.
Nussbaum también recordó el reporte que Pat McCrory –gobernador recientemente electo del estado de Carolina del Norte– dio a conocer en cadena nacional. Dijo que su plan era ajustar el currículo de educación a lo que las empresas y el comercio requieren para darle empleo a los estudiantes. Luego mencionó que los cursos tradicionales de Humanidades, por esa razón, ya no recibirían fondos.1
¿Y EL PENSAMIENTO CRÍTICO?
Aunque dichos ejemplos aluden a situaciones de los Estados Unidos de América, son el resultado de una actitud global que impacta por igual a países europeos asiáticos y, por supuesto, latinoamericanos. Signo de ello es la reciente petición de la UNESCO, que recomienda el estudio de carreras más cortas que se ajusten a la realidad local, así como los repetidos intentos de quitar del currículo o de los fondos de investigación áreas científicas que integran en sus planes de estudio materias que auguran menor rentabilidad.
Pero ¿será realmente que el papel de la educación, y más aún, de la educación universitaria, se limita a formar estudiantes para que se adapten a las condiciones materiales que existen y que los conocimientos en Humanidades, el pensamiento crítico, la capacidad de análisis y la reflexión activa sobre el entorno social y político son secundarios a la labor universitaria?
¿Debería la sociedad demandar del estudiante universitario algo más que la aplicación extraordinaria de conocimientos técnicos? De no ser así, ¿qué haría a una universidad distinta de lo que se puede aprender, de manera autodidacta, con los recursos en línea o en la praxis profesional? ¿Qué haría a un profesor ser algo más que un simple facilitador de contenidos?
Estas interrogantes requieren una rápida revisión de los orígenes de la institución universitaria y de su identidad.
¿QUÉ ES LA UNIVERSIDAD?
La manera más simple de describirla es como una institución social. El hecho de que sea una institución, significa que es una comunidad organizada de personas con sus propios fines, reglas y gobierno. Su carácter «social» implica que presta un servicio a la comunidad como colectivo y a los miembros de la sociedad individualmente. Dicha función puede resumirse en tres fines específicos: 1) cultivar el amor y búsqueda de la verdad en libertad, 2) desarrollar en sus estudiantes un pensamiento crítico y 3) construir una visión articulada del saber.2
Afirmar que éstos son fines que la universidad tiene como institución social implica que son fines que corresponde a los individuos que forman parte de la comunidad universitaria perseguir y alcanzar, para que sean una realidad. Quizá, el primero de ellos pueda parecer el más controversial en el mundo contemporáneo, pues ¿qué sentido tiene la búsqueda de la verdad en un mundo que la desestima?
A nadie se nos escapa que, en la actualidad, es común la creencia de que la verdad no existe o que no puede alcanzarse. Desde hace más de un siglo –como afirma Alejandro Llano–, la idea misma de verdad se ha visto sometida a una implacable sospecha. Ya no se considera como la clave de la perfección de la persona humana, sino como una peligrosa ilusión que fomenta las actitudes dogmáticas y el fundamentalismo. La verdad solo es aceptable si se relativiza, es decir, si se disuelve.3 Pareciera que, en el mejor de los casos, lo único que se puede alcanzar son parámetros medibles que ayudan a la sociedad a vivir mejor.
Sin embargo, el hecho de que la sociedad en general desestime o considere ingenuo buscar la verdad, más que transformar la misión de la universidad, hace de sus labores y fines algo urgente. Es decir, la situación histórica en donde la verdad parece estar subestimada hace de su labor algo más prioritario y fundamental. El cultivar la ciencia e investigar implica la afirmación de que existe la verdad, pues de lo contrario no tendría sentido buscarla. Ya decía Benedicto XVI, con razón, que nadie puede (o debería) negar que hay verdad, es decir, que somos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal, lo mejor de lo peor.4
La existencia de una verdad supone el reconocimiento de la capacidad humana para conocer la existencia de la verdad y para encontrar algunas verdades. Sin embargo, el compromiso con la verdad supone reconocer que nunca se posee por completo. Nadie tiene la fórmula exclusiva para descubrir la verdad, nadie es dueño de la verdad, sino que hay distintos caminos y vías de acceso a ella. Por eso la ciencia es siempre una actividad comunitaria.
el carácter «social» de
la universidad implica que presta un servicio a
la comunidad como colectivo
y a los miembros de la sociedad individualmente.
La aproximación a la verdad es a través de la recolección de experiencias y del diálogo racional entre seres humanos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro. La defensa de este pluralismo para el acceso a la verdad no implica renunciar a ella. Al contrario, permite reconocer que las múltiples formas de pensar (algunas mejores, otras peores), no fragmenta la verdad, sino que diversifican los caminos que conducen a ella.
Defender la pluralidad de acceso a la verdad no significa afirmar que todas las opiniones son verdaderas, sino más bien que ningún parecer agota la realidad. Esto es –como expresa Jaime Nubiola– que una aproximación multifactorial a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual5. La identidad universitaria no se agota en el compromiso, búsqueda y disposición hacia la verdad; sin esto, ninguna institución puede identificarse como universidad.
Poner el acento en la búsqueda de la verdad permite que los estudiantes alcancen una realización y que tengan una motivación significativa, que lleva al servicio desinteresado ante la sociedad y el conocimiento. El compromiso institucional de una universidad con la verdad no solo configura la identidad de sus miembros: profesores y alumnos, sino también de ella misma.
En un mundo caracterizado por el tribalismo intelectual y cultural, donde el disenso es traición y la multitud y el ruido han reemplazado a las razones, recuperar el anhelo universitario equivale a reconocernos como parte de una institución revolucionaria. Pues nunca antes la creencia, búsqueda y defensa de la verdad fue más urgente y controversial.
Tener un ideario o identidad
refiere a autocomprenderse.
Todos tenemos una identidad que se conforma
a partir de nuestras creencias y de la forma
en que vivimos de acuerdo con ellas.
Pasa lo mismo en el caso de la universidad.
IDENTIDAD DE LA UNIVERSIDAD
Uno de los riesgos de la moderna universidad es que pierda de vista su identidad institucional para convertirse en una empresa que simplemente provee servicios educativos y genera conocimientos. De ahí la importancia de que las universidades tengan claridad sobre lo que son, lo que hacen y lo que buscan: sobre los valores que guían su constitución y su actividad. La identidad de la universidad es aquello que hace referencia a las razones últimas por las cuales se funda la institución.
Tener un ideario o identidad refiere a autocomprenderse. Todos tenemos una identidad que se conforma a partir de nuestras creencias y de la forma en que vivimos de acuerdo con ellas. Pasa lo mismo en el caso de la universidad. Su identidad no es un documento inerte, sino que se construye sobre los valores, virtudes, actitudes y creencias que comparten sus miembros.
La identidad universitaria comparece en las acciones de sus profesores y alumnos, es una realidad dinámica. En la medida que la institución envejece, dichas notas se arraigan y regulan el actuar de los nuevos miembros de la universidad, convirtiéndose en costumbres y tradiciones que guían el día a día de la comunidad, poniendo a las personas en comunión con quienes les antecedieron y con sus pares.
En el caso de la Universidad Panamericana y el IPADE, nuestra identidad podría resumirse en que las labores docentes, de servicio y de investigación de sus miembros tienen como finalidad la certeza de que lo central es la persona. Colocar en el centro a la persona implica necesariamente el reconocimiento de su dignidad. Los hombres no somos un mero trozo de materia en el cosmos, sino personas poseedoras de un valor infinito, de una dignidad inalienable cuyo reconocimiento no puede estar sujeto a cálculos de conveniencia.
Fundar nuestra labor universitaria en la dignidad implica, entre otras cosas, advertir que el estudio y el conocimiento no son para el honor, el prestigio, la empleabilidad o la acumulación de conocimientos sin más. El estudio solo cobra sentido, en tanto nos hace mejores personas y profesores y nos permite hacer participar al estudiante de este perfeccionamiento.
Al poner a la persona en el centro de las actividades buscamos aprender más para enseñar mejor: encontramos en nuestro propio estudio una manera de servir al otro y para el bien del otro. Cuando enseñamos, nos preocupamos de que el alumno aprenda algo más que meras cosas que antes ignoraba. Aprendemos con él. Buscamos hacerlo un mejor individuo y ciudadano. Para ello no bastan los contenidos, sino que hay que cultivar en él los hábitos y disposiciones correctos. Esto no se logra únicamente sobre la base del propio conocimiento o expertise, sino con nuestra vida y ejemplo.
Así las cosas, la identidad de la UP y el IPADE es la expresión de los valores que guían el obrar cotidiano de quienes formamos parte de esta comunidad. Ésta se consolida y renueva a través de la apropiación libre e individual que cada uno hacemos del fin de la institución. Dicha identidad se orienta a crear contextos educativos que motiven la reflexión y alimenten lo que los medievales llamaban la curiositas ante lo desconocido.
Fundar nuestra labor universitaria en la dignidad implica, entre otras cosas, advertir que el estudio
y el conocimiento no son para el honor, el prestigio,
la empleabilidad o la acumulación de
conocimientos sin más.
EL INSTITUTO DE HUMANIDADES
La creación del Instituto de Humanidades en la Universidad Panamericana y el IPADE no solo realiza, sino que realza las tareas íntimamente unidas al ideario universitario. No es el propietario del ideario, ni la única fuente del que emana, pero juega un papel de especial importancia en la realización, visibilización y ayuda en su puesta en marcha.
Entre sus responsabilidades, el Instituto tiene la tarea de alentar la investigación y enseñanza en coordenadas cristianas. El Instituto contribuye directamente en la selección y formación antropológica del claustro académico y de docentes en las áreas de Antropología, Filosofía y Teología.
La transversalidad desde su ethos potencia la interdisciplinariedad en la investigación y en la docencia. De aquí la génesis del Instituto, no sea como un centro innovador, sino uno que revive en la academia la tarea de investigación, docencia y rigor académico. Sabiendo que la fe no se está poniendo al examen de la academia, porque nuestra fe depende de algo más: de la confianza en la verdad revelada. Para ello, hay que pensar y argumentar mejor.
Con el paso del tiempo, los valores que nos han definido como universidad son tan sólidos que se nos conoce como una institución educativa con tintes marcadamente cristianos. Esto es un reto y un recordatorio de que somos «[…] el ahora de Dios»6. Ante tal realidad y con ánimo siempre nuevo, deseamos ser capaces de conservar, adecuar y fortalecer nuestro modelo educativo para descubrir, en lo que parece un nuevo conglomerado de retos, el rostro de las personas.
Es indispensable detenerse y observar –con cuidado y objetividad– los nuevos y cambiantes retos a los que nos enfrentamos como institución educativa de inspiración cristiana, en una sociedad anclada en la lógica del absurdo; una sociedad relativista, donde lo que pareciera el bien supremo es tolerar y hablar de la verdad como una quimera.
En el corazón de este esfuerzo laten la contundencia fundacional, la convicción del buen hacer y la serena apreciación de las diferencias ideológicas como oportunidades y caminos para encontrarnos. Esta serena apreciación de diferencias ideológicas incumbe directamente al Instituto de Humanidades, con su quehacer de dirección en espacios de diálogo con rigor académico, como son los grupos de identidad y valores y de asuntos sociales, aportando estudios relevantes y actuales que nos ayuden a entablar un diálogo con el mundo contemporáneo. No de una manera altiva, sino buscando los puentes que nos unen para desde ahí trazar el rumbo de la enseñanza, el aprendizaje y la investigación.
En el ámbito relacional, su labor supone audacia en lo que creemos, en que nuestros valores valen, pero no porque se coticen a la manera de una empresa de productos, sino porque tienen en su centro a la persona. Es por ello que debemos ser audaces y reaprender en nuestras universidades el dominio de otro lenguaje, de una lengua que pula, dé brillo y esplendor a la persona.
No podemos seguir hablando como si fuésemos una empresa cualquiera, parece una afirmación obvia, pero basta una mirada rápida a la situación de las universidades en el mundo actual para descubrir que el estudiante ha pasado a ser un cliente, el profesor un útil y frío empleado, la formación un commodity y la enseñanza una desvertebrada transmisión de conocimientos.
Si bien somos una empresa educativa, y en tantos momentos es práctico hablar como hablan las empresas comunes, no podemos seguir permitiendo que ese lenguaje meramente empresarial vaya permeando lo que somos, y configurando, sin querer, una forma materialista de ver nuestro quehacer universitario: no somos una «marca»; nuestros alumnos no son «productos entregables»; el personal no es un «recurso humano».
Nos jugamos mucho cuando nos rendimos a un idioma que no es el nuestro. Debemos reaprender el idioma nativo de la universidad, como una comunidad de personas ordenadas alrededor de la enseñanza y el cultivo de la verdad, para que nuestros valores e identidad puedan comparecer plenamente.
En palabras de San Josemaría, «la Universidad –lo sabéis, porque lo estáis viviendo o lo deseáis vivir– debe contribuir desde una posición de primera importancia, al progreso humano. Como los problemas planteados en la vida de los pueblos son múltiples y complejos –espirituales, culturales, sociales, económicos, etc.–, la formación que debe impartir la Universidad ha de abarcar todos estos aspectos»7.
Debemos reaprender el idioma nativo de la universidad, como una comunidad de personas ordenadas alrededor de la enseñanza y el cultivo de la verdad, para que nuestros valores e identidad puedan comparecer plenamente.
El Instituto de Humanidades es un elemento clave para la interdisciplinariedad deseada: no hay tarea en donde no esté presente la persona, y el rigor científico y la perspectiva cristiana han de ir de la mano, de forma que colabore en la formación de intelectuales «de punta» capaces de influir en el ámbito del saber en el que se desenvuelvan.
Para esto no basta con el deseo de querer trabajar por el bien común; el camino, para que este deseo sea eficaz es formar hombres y mujeres capaces de conseguir una buena preparación, y capaces de dar a los demás el fruto de esa plenitud que han alcanzado. Decía Carlos Llano que en la universidad podemos y debemos enseñar diversos oficios, pero no podemos olvidar lo más importante: enseñar el oficio de ser persona. Ahondar y proveer en esto, es central en nuestro Instituto.
Last but not least, hay que recordar que «la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma –que no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado.
Por esta razón, la fe debe estar presente en la Universidad y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena y profunda teología. Una Universidad donde la religión está ausente es una Universidad incompleta, porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye –sino que exige– las demás dimensiones»8.
Así las cosas, el Instituto de Humanidades es la reiteración de la actitud cristiana fundamental: la conciliación entre fe y razón, que ha de inspirar la investigación y enseñanza de la Universidad Panamericana. En este sentido, su creación no es una novedad, sino un esfuerzo por recuperar la confianza en la verdad revelada que la permita dialogar sin miedo en términos racionales y humanos sobre diversos dilemas que se enfrentan en la cultura contemporánea. Dichas cuestiones requieren de la reflexión crítica y humanista que se finca desde el Instituto pero que se manifiesta en las tareas de cada uno de los profesores, Escuelas, Facultades y alumnos que la integran.
El Instituto de Humanidades implica darle visibilidad a las raíces que nos forman y nos constituyen. Implica institucionalizar lo que somos desde un área transversal en la Universidad Panamericana y en el IPADE, que tiene un piso común y es creado con el esfuerzo de todos. Por tanto, no creamos la cereza del pastel: nombramos su consistencia.