México respira gracias a un pulmón artificial: los migrantes en Estados Unidos.
¿Podríamos sobrevivir sin ellos? Sí, pero el país perdería gran parte de su vitalidad. Atender la diáspora mexicana no es una obligación ética: es una necesidad estratégica.
No debería sorprendernos que algunos estadounidenses miren con recelo —por no decir con
desprecio— a los mexicanos. Estos prejuicios tienen raíces hondas. Durante la guerra de 1846 a
1848, que costó a México la mitad de su territorio, los invasores estadounidenses cometieron
atrocidades contra la población civil. El catolicismo y la tez morena despertaban el desprecio
de quienes creían en la supremacía blanca. No olvidemos que la esclavitud era clave en varios
estados del sur.
Tras la guerra, muchos mexicanos perdieron sus tierras en California y Nuevo México, pese
a que el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848) garantizaba sus propiedades. En las décadas
de 1920 y 1930, el Ku Klux Klan, fundado al finalizar la guerra de Secesión, resurgió con
fuerza. Católicos, judíos, mexicanos e inmigrantes en general fueron blanco de su odio.
En estados como Texas, Arizona o California, los mexicanos eran vistos como una amenaza
racial, cultural y económica. El Klan promovía un «americanismo blanco protestante» que
rechazaba a los mexicanos por ser católicos, hispanohablantes y, sobre todo, «no blancos».
Durante la gran depresión de finales de los años 20 del siglo pasado, miles de mexicanos fueron deportados desde Estados Unidos y, algo verdaderamente escandaloso, también
fueron deportados ciudadanos estadounidenses de origen mexicano.
No debería extrañarnos. El racismo estaba institucionalizado en nuestro vecino. Hasta 1967,
dieciséis estados de la Unión Americana —entre ellos Texas y Florida—prohibían o restringían el
matrimonio entre personas de distinta raza.
Ya en el siglo XXI, Samuel P. Huntington, académico de Harvard, publicó un polémico texto
en 2004 advirtiendo (sic) sobre los «riesgos» de la migración mexicana. Sus argumentos, aun
que cuestionables, revelan una mentalidad persistente: los mexicanos no se integran, forman
una «nación dentro de la nación», provienen de un país contiguo, debilitan la cultura anglosajona, crecen demográficamente y habitan regiones que antes fueron mexicanas. Huntington no
hizo más que dar un ropaje académico a viejos temores. No extraña que Donald Trump los haya
capitalizado con éxito.
Con esta preocupación en mente, leí Diáspora y diplomacia. El capital social de la diáspora
mexicana en la diplomacia consular, de Selena Barceló Monroy. Hay libros que se leen con la
cabeza, otros con el corazón. Este exige ambos.
Es una lectura serena, pero dolida, ambiciosa,pero rigurosa, escrita a muchas voces que retra
tan un fenómeno que nos desborda: la fragmentación y debilidad del capital social mexicano
más allá del río Bravo.
Según Pierre Bourdieu, existen tres formas de capital. El económico: recursos materiales y financieros. El cultural: saberes, títulos, formas de hablar o comportarse. Y el social: las relaciones
útiles. No se trata de «tener contactos», sino detener acceso a recursos a través de redes: prestigio, apoyo, oportunidades. Los tres tipos capitales se entrelazan. El capital económico puede servir para estudiar en la universidad y, a su
vez, la vida universitaria permite acceder a la red académica que, a su vez, permite conseguir
mejores sueldos. Robert Putnam, también de Harvard, distingue dos tipos de capital social: el capital vínculo
(que une a personas semejantes por raza, religión o idioma) y el capital puente (que conecta
con personas de otras comunidades). Este último es clave para construir sociedades multiculturales. Putnam lo advirtió hace tiempo: donde hay capital social, hay comunidad; donde no lo hay, florecen el aislamiento, la desconfianza y la fragmentación.
Barceló aplica estas ideas a la diáspora mexicana y su diagnóstico es inquietante: pese a ser
el grupo migrante más numeroso y antiguo en Estados Unidos, los mexicanos tienen un capital
social escaso. ¿Por qué, con más de 37 millones de personas de origen mexicano (considerando
todas las generaciones), hay tan poca articulación comunitaria? ¿Por qué el capital puente de
la diáspora mexicana es tan reducido? Algo tendrá que ver la baja escolaridad de la diáspora
mexicana comparada con los estudios de otras diásporas.
La respuesta incomoda. A diferencia de otras comunidades migrantes —cubana, judía, coreana, irlandesa—, los mexicanos han carecido de redes duraderas de apoyo mutuo, representación y organización. Su peso político, económico
y cultural efectivo está muy por debajo de su tamaño.
UNA MAQUINARIA DE DESVINCULACIÓN
El libro no se detiene en la denuncia: examina causas. Y el hallazgo es claro: la fragmentación
no es natural ni inevitable. Es producto de decisiones históricas, omisiones políticas y heren
cias culturales.
Uno de los factores más poderosos —y dolorosos— es la debilidad del Estado mexicano como
acompañante real de su diáspora. No pocas veces se ha tratado a los migrantes más como una
fuente de remesas, que como ciudadanos.
A eso se suma el individualismo pragmático de la vida migrante. Muchos mexicanos que
cruzan la frontera deben reconstruirse en contextos hostiles, con pocas redes de apoyo. La
precariedad económica, la irregularidad migratoria y la discriminación erosionan la confianza.
El resultado no es comunidad solidaria, sino supervivencia solitaria. El capital social vincula, sin duda, a los mexicanos entre sí, pero ese capital no es suficiente para tender puentes sólidos con otros actores políticos, sociales
y económicos. La diáspora está lejos de tener el poder suave que tienen otras diásporas en Estados Unidos.
La cultura política mexicana también pesa: clientelar, desconfiada, poco proclive a la cooperación horizontal. En los testimonios recogidos por Barceló aparece una frase que se repite:
«entre mexicanos no nos ayudamos». No es un juicio moral, sino un síntoma de una fractura cívica que también se hereda.
FRAGMENTACIÓN HEREDADA
Porque esa es otra revelación del libro: la debilidad del capital social no desaparece con las
nuevas generaciones; muchas veces se reproduce. El mexicano nacido en Estados Unidos,
hijo o nieto de migrantes, hereda no solo una identidad dividida, sino también la falta de per
tenencia organizativa. No es ni plenamente estadounidense ni orgullosamente mexicano, queda
en tierra de nadie.
La ausencia de clubes, asociaciones y redes reduce el alcance político y económico de la comunidad. Hay excepciones, sí: líderes comunitarios, organizaciones civiles, redes educativas.
Pero siguen siendo pocos, dispersos y sin respaldo institucional suficiente.
Y sin capital social fuerte, la fuerza numérica no se traduce en influencia real. No se construye
liderazgo político, no se exige representación. La comunidad mexicana sigue siendo, paradójicamente, invisible en medio de su gigantismo.
El autor es doctor en Filosofía, profesor del área de Entorno Político y Sicual en
IPADE Business School y catedrático de la Universidad Panamericana (México).
NO ES DESTINO, ES PROYECTO
Lo más valioso del libro es su tono constructivo.
No se regodea en la nostalgia ni en la derrota. El capital social se puede —y se debe— construir. Es
un proyecto, no un accidente.
Barceló traza rutas posibles: reformar el papel de los consulados para que sean centros de
organización comunitaria, no solo oficinas de trámite; impulsar una política cultural transnacional que entienda que la identidad mexicana ya no se limita al territorio nacional; visibilizar
el papel de las mujeres migrantes, clave en la construcción cotidiana de comunidad. Y, sobre
todo, cambiar la narrativa: dejar atrás el mito del éxito individual y construir una épica de la comunidad.
Diáspora y diplomacia es, en el fondo, un llamado urgente a recuperar la idea de comunidad.
No solo para fortalecer a los mexicanos allá, sino para redefinir lo que entendemos por nación, pertenencia y destino compartido. Porque sin capital social, no hay futuro común. Y sin comunidad, ni México ni sus hijos podrán saberse
parte de algo más grande que su lucha solitaria.
La migración no es un problema ni una bendición: es una realidad. Lo que está en juego no
es detenerla, sino darle forma, rostro, proyecto.
Y en eso, el capital social es el músculo que México ha descuidado. Estados Unidos no tiene por
qué suplirlo.
La pregunta que deja el libro es tan clara como urgente: ¿puede México pensar su futuro sin
su gente en Estados Unidos? Si no hay una respuesta institucional y cultural, los lazos seguirán
debilitándose. Y México, sin darse cuenta, podría perder una parte esencial de sí mismo. �⁄