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Los dioses tutelares del amor

Con la aparición del libro Los fantasmas de la sociedad contemporánea (Ed. Trillas, 1995) del doctor Llano, nos damos el lujo justificado de volver a publicar este brillante ensayo (incluido en su última obra) que vio la luz en nuestras páginas hace casi diez años. Los antiguos griegos ven un dios detrás de cada aspecto de la relación amorosa. Aunque esto no pasaba de ser, para ellos y para nosotros, una bella metáfora, un sugerente símbolo, éste puede ayudarnos –precisamente a título de metáfora– para profundizar en el sentido de los diversos aspectos que presenta el amor.
La literatura griega y latina nos ha familiarizado con los dioses del mundo helenístico y romano, respectivamente. Analizar los diversos planos de la relación familiar nos evoca las divinidades que el genio clásico -en un intento de profundización- relacionó con el amor.
El desarrollo de las ideas de este estudio parte de un principio muy elemental que necesariamente debe explicarse.
Partimos del convencimiento de que las relaciones familiares son, en su raíz, relaciones de amor, y que en el hombre podemos identificar como básicos dos géneros de amor: el que se tiene a las cosas y el que se profesa a las personas.
Las relaciones familiares son fundamentalmente de amor, de persona a persona y no de persona a cosa; la mayoría de los conflictos familiares son consecuencia de confundir esos dos tipos de amor, y amar a un individuo como si se trata de un objeto.
Paralelas a esta distinción podemos ubicar las enseñanzas de la filosofía escolástica. El amor admite una jerarquía dependiendo del bien que busque. Si amamos algo por el placer que nos produce, el objeto de nuestro amor es el bien deleitable, en donde lo amado no es la cosa misma sino el deleite que provoca tal cosa. Si se ama por el provecho que brinda aquello que amamos, el objeto es en este caso el bien útil, donde no importa tampoco tanto lo amado en sí mismo como la utilidad que nos produce. Ejemplo de esto último puede ser la medicina, cuyo sabor amargo frecuentemente toleramos por la bondad de sus efectos, mientras que el pastel o cualquier golosina podría ejemplificar el bien deleitable. Finalmente, podemos amar algo no por el goce que provoca ni por la utilidad que reditúa sino porque es en sí mismo algo amable y posee valor propio, personal: se trata del bien honesto o bien en sí, que engendra un amor tributado exclusivamente a las personas. De este modo, el bien deleitable debe considerarse como cosa que produce placer; el bien útil es otra cosa que representa un medio para la consecución de algo, y en cambio el bien honesto o bien en sí, es fin en sí mismo. Y sólo la persona puede ser válidamente objetivo o fin de nuestro amor.
El análisis siguiente de los planos de relación familiar -que se resume como esquema en el cuadro- lo hemos hecho tomando como presupuestos básicos los principios anteriores. Veremos claramente cómo las diversas manifestaciones de las relaciones familiares pueden ser explicadas en función del tipo de amor que prevalezca entre los mismos cónyuges y para con sus hijos, lo que permite establecer una jerarquía en la naturaleza del amor entonces existente. Ello nos permitirá explicar desde las manifestaciones más primarias del amor familiar hasta su expresión más alta y madura, que por ser tal reúne en sí de un modo superior a todas las demás. Esta jerarquía parte del bien deleitable y asciende hasta el bien en sí.

AFRODITA CUSTODIA LA BELLEZA FÍSICA

La relación conyugal suele tener su nacimiento en el atractivo corporal entre dos personas: la belleza física suscita una apetencia que las logra vincular, siendo por lo tanto el eje en torno al cual surge esta manifestación primitiva del amor familiar, que constituye su primer nivel. El amor de apetencia es puramente el amor sexual, que de acuerdo con el mito griego era puesto al amparo de Afrodita y tenía la connotación precisa del deseo de engendrar en un cuerpo bello. Pero al ser el hombre la unidad de un cuerpo y un espíritu no es posible concebir realmente el amor de apetencia como el deseo exclusivamente carnal, ya que ello sería llegar al extremo de las bestias. Por más acentuado y violento que pudiera ser, siempre presenta algún rasgo de espiritualidad que lo suaviza y lo torna humano, lo que significa que en la pareja debe existir una atracción no únicamente sexual, y la belleza corporal debe estar completada con otra índole de belleza.
Es necesario ubicar justamente el amor de apetencia dentro del cuadro del amor familiar. Al ser la belleza física el núcleo de donde brota y al irse deteriorando al paso de los años, suele suceder que los cónyuges pierdan gradualmente interés en el cuidado de su persona, cooperando así a la aceleración del natural decaimiento de los atributos físicos. Si bien es inadmisible cimentar todo el amor familiar en la conservación del cuerpo, sosteniendo de este modo la apetencia, no lo es menos el abandonarse negligentemente al descuido del arreglo personal. Aun en la vejez, y principalmente en ella, los cónyuges tienen la obligación de presentarse dignamente el uno ante el otro. El amor familiar incluye multitud de aspectos, y el abandono de alguno, aunque se tratase del más primitivo, como lo es el amor de apetencia, va menguando lentamente la condición ideal que debe poseer; no debe perderse su riqueza en ninguna de sus múltiples facetas.

LA ARMONÍA DEL CARÁCTER BAJO EL SIGNO DE EROS

Precisamente debido a que el amor humano no es solamente apetito sexual, la relación conyugal entraña un componente de orden superior: el atractivo que la persona tiene por las cualidades de su carácter y temperamento. El deleite así producido se refiere ya a la belleza psíquica, dando pie de este modo a lo que puede llamarse amor de complacencia. El eje de este nuevo plano de la relación familiar es justo la belleza que el individuo posee por su carácter, y junto con la belleza física integra una unidad inseparable: no existe todavía psicólogo alguno que pueda decidir si es la belleza física el atractivo principal que el hombre busca en la mujer (y viceversa), o si es más bien la belleza del carácter lo que determina la dirección de esa tendencia. Ya sea que falte el amor de apetencia o el amor de complacencia, es muy improbable que se establezca una relación duradera que permita el nacimiento de sus aspectos más elevados.
Los antiguos griegos ven un dios detrás de cada aspecto de la relación amorosa. Aunque esto no pasaba de ser, para ellos y para nosotros, una bella metáfora, un sugerente símbolo, éste puede ayudarnos, precisamente a título de metáfora, para profundizar en el sentido de los diversos aspectos que presenta el amor. Por ejemplo, Eros era para ellos la deidad protectora del amor de complacencia, como símbolo de la belleza psíquica ideal (la inocencia y el candor infantil, que era la representación humana de este dios).
En el amor de complacencia suele presentarse un fenómeno inverso a lo que ocurre en el amor de apetencia. Mientras que por naturaleza la belleza corporal va gradualmente declinando al paso del tiempo, la belleza psíquica tiende a acrecentarse mediante el esfuerzo consciente de la persona en vista de la pérdida irrecuperable de los dones físicos. Aristóteles ha observado agudamente que “… cuando la flor de la edad se marchita, ocurre que también se desvanece el amor; la vista del amado no deleita ya al amante, ya no se dirigen solicitudes y cuidados al ser amado. Por el contrario, la unión persiste cuando un largo comercio ha hecho querido a cada uno el carácter del otro, gracias a la conformidad que ha producido”. Por ello, normalmente la persona deberá cuidar y perfeccionar los rasgos de su temperamento aunque vaya perdiendo la buena presencia física. Por supuesto que el deterioro puede avanzar en ambos sentidos, y que el hombre añada a su fealdad corporal -que de algún modo puede atenuar- la fealdad de un carácter agrio y mezquino -consecuencia de un absoluto abandono psíquico- . Naturalmente, nada impide un proceso de progresiva maduración del amor de complacencia, lo que resulta evidente al ver la persistencia del afecto amoroso entre los ancianos.
La innegable importancia que tienen los amores de complacencia y de apetencia para la relación conyugal no justifica que podamos fundamentar sólo sobre ellos la relación familiar.
Las bases serían entonces peligrosamente endebles e inseguras. ¿Cuánto podría durar el amor si se fincara todo él en un cuerpo hermoso o en un carácter dulce? Nadie ignora, lo efímero del bien deleitable, que es hacia donde se dirigen comúnmente la apetencia y la complacencia. Ello sugiere por tanto que el cimiento de las relaciones familiares deba buscarse en un nivel más alto y duradero, donde pueda garantizarse la solidez y estabilidad que le corresponde. El paso siguiente consistirá, pues, en avanzar hacia los aspectos que manifiestan el amor en el estadio siguiente, donde predomina el bien útil.

PRESERVAR EL INTERÉS RECÍPROCO, LABOR DE HERMES

Además de agradarse física y psíquicamente, el hombre y la mujer deben ser útiles el uno para el otro, vale decir, deben recíprocamente proporcionarse una serie de satisfactores -materiales e intangibles- que estén ordenados a fortalecer la relación conyugal. Además de su buena presentación y carácter, la mujer ha de ser ama de casa competente, administradora eficaz de la hacienda familiar, madre dedicada a los hijos…; por su parte el hombre debe garantizarle seguridad económica y protección, conduciéndose responsablemente en sus tareas profesionales; debe mantener la cohesión familiar con su cuidado y atención… El amor de conveniencia se apoya en la utilidad y en el interés mutuo y proporciona así una base más sólida al amor de la pareja.
Comúnmente se cree que para mantener este aspecto del amor conyugal es preciso ser servicial con el otro; ello es verdad pero sólo hasta cierto punto. Lo verdaderamente aconsejable es exigir también al otro cónyuge el cumplimiento de las obligaciones propias de su estado, porque a partir de entonces nosotros mismos nos hacemos objeto de la misma exigencia, lo que crea una tensión entre la pareja y permite que subsistan y se incrementen los nexos de conveniencia. Porque si alguien exige que los deberes que su cónyuge tiene para él sean efectivamente cumplidos, se ve exigido a su vez a cumplir con los suyos propios para con el otro, y así se mantiene viva la dinámica de conveniencia que los une a ambos.
A tal grado es importante la exigencia en este nivel de la relación familiar, que en caso de descuidarse o de claudicar en ella, todo el conjunto sufre deterioro, pues si se excusan con demasiada frecuencia las omisiones del otro en el cumplimiento de sus obligaciones, se propicia también la ocasión de mostrarse negligente respecto de las propias sin que nadie pueda reprocharlo. Al desarrollarse así la relación, el amor de conveniencia se va relajando cada vez más hasta que a fin de cuentas sólo quedan despojos. La relación familiar subsiste en buena parte gracias a esta exigencia mutua del cumplimiento de los deberes de cada uno, y se resquebraja en la medida en que claudiquemos. Para los griegos el amor de conveniencia era vigilado por Hermes, el dios del comercio, pues posee rasgos que recuerdan las relaciones comerciales -y esto no deteriora en nada la relación familiar- que se entablan mediando un interés recíproco. Hay actualmente una tendencia al desprecio romántico por este interés. Y sería despreciable si sobre él se basara el amor, porque así como la relación familiar no es exclusivamente agrado físico y psíquico, la importancia del amor de conveniencia no debe ser exagerada, ni la utilidad que los cónyuges encuentren entre sí puede reducirse al estricto cumplimiento de las cláusulas del contrato matrimonial. El amor de conveniencia es un rasgo más en el gran cuadro del amor familiar, por lo que amplificarlo supondría deformar la pintura. Pero el bien útil puede expresarse todavía de otras maneras, no necesariamente a través del puro interés de tipo contractual. Debemos entonces ascender a un plano más alto para determinar de qué otras maneras la relación familiar se establece en torno al bien útil.

LARES: DIMINUTOS PROTECTORES DE LA CONVIVENCIA

La compañía es el eje de esta nueva dimensión de la relación familiar, en donde no se busca ya la utilidad desnuda, característica de la conveniencia, sino a la persona en su individualidad peculiar. Es en este nivel cuando la mujer y el hombre adquieren mutuamente un sentido especial e insustituible: no es que el esposo busque la compañía de cualquiera sino precisa y únicamente la de esta mujer y ninguna otra más. Cualquier mujer bella y de bello carácter, y además servicial, podría tal vez llenar los requisitos de apetencia, complacencia y conveniencia, pero esa compañía en que consiste la relación familiar requiere de alguien enteramente singular, eso es, de una persona individualizada. Con todo, el amor de convivencia no llega todavía al centro de la persona, porque no alcanza a amarla en sí misma, ya que trae aparejada cierta dosis de utilidad, en cuanto que se ama a esta mujer por satisfacer la necesidad de verse acompañado de alguien en especial. Por eso, en el plano del amor de convivencia no se rebasa aún el bien útil, aunque sea éste desde luego un plano más elevado que la pura conveniencia utilitaria.
La convivencia se sostiene merced a la confianza mutua, sí, pero también gracias al respeto a la autonomía de la otra persona. Comúnmente se resalta la importancia de lo primero y se olvida atender a lo segundo, con lo cual se supone que las cosas en el matrimonio irán mejor si los cónyuges realizan juntos la casi totalidad de sus actividades, dejando poco o ningún margen para las ocupaciones estrictamente individuales, lo que equivale a disolver la riqueza de la compañía en la indistinción y tedio del amontonamiento. El respeto a la autonomía personal redunda en beneficio de la convivencia, pues aparte de ser exigido por la propia naturaleza humana, el respetar el espacio interior de cada individuo, las experiencias independientes vividas incorporan a la del amor de convivencia valores que no sería posible descubrir por otro camino que no fuera el de la existencia autónoma. Podemos representar las zonas de convivencia gráficamente según el siguiente diagrama de Venn:
Existen zonas (a) que corresponden al desarrollo de actividades en donde tanto los hijos como los cónyuges intervienen en conjunto, y otras en las que únicamente participan los hijos (b). Asimismo encontramos que hay actividades exclusivas para los cónyuges (c), y de nuevo otras todavía más privadas y autónomas donde sólo el marido y la mujer actúan por separado (e), (f). Es también Aristóteles quien nos advierte que “…hay que distinguir entre el afecto del padre para con su hijo y el del hijo para con su padre, igual que entre el del marido con su mujer y el de la mujer con su marido. A cada uno de ellos corresponde una virtud propia: todos estos afectos se manifiestan de distinta manera y obedecen a razones diversas (…). No se tienen, pues, por ambas partes los mismos deberes, y uno no debe buscar esa identidad”.
Resulta evidente, por otro lado, que el respeto por la autonomía va aparejado a la calidad del tiempo que dediquemos a la convivencia familiar, ya que no podemos llamar sin más “convivencia” a cualquier reunión con los nuestros.
A veces basta el sólo estar presente, pero a veces la sola presencia no basta; no se olvide que una de las finalidades de la convivencia es darse a conocer y dar a conocer el amor, para lo cual no son necesarias siempre las extroversiones verbales, tantas veces vacías e innecesarias, sino sobre todo el inobjetable lenguaje de los hechos cotidianos. Es preciso por eso que además de respetar las zonas específicas de las actividades de los miembros de la familia, no perdamos de vista el aspecto cualitativo del tiempo en el que la convivencia fructífera exige ser mantenida.
En la antigüedad clásica se reconocía a un conjunto de diminutas deidades que, reuniéndose en el hogar alrededor de la chimenea, protegían los lazos de convivencia y unión familiar de sus moradores, que se tejen normalmente entre pequeños detalles diarios. Los Lares, el nombre que los latinos les daban, ejercían su acción tutelar en el sitio más cálido del recinto familiar, en torno al cual sus miembros convivían. Debemos ahora ascender a un nivel todavía más alto en las relaciones familiares para ocuparnos del amor que surge no ya de la compañía singular que humanamente necesitamos, sino de la voluntad de ayudar al otro haciéndole bien. A medida que consideremos más profundamente su naturaleza nos iremos alejando cada vez más de la órbita gobernada por el bien útil, acercándonos así paulatinamente al ámbito donde el amor tiene por objeto al bien en sí.

ZEUS, ENFRENTAMIENTO DE FUERZA Y DEBILIDAD

Aunque la beneficencia suele tener un matiz semántico algo desprestigiado, pues se piensa que alude a una difusa y simplona filantropía propia de los espíritus blandos, nosotros habremos de referirnos a ella ciñéndonos a su estricto sentido etimológico: benefacere, expresión latina que significa hacer bien; la beneficencia es entonces el procurar el bien al otro. Hacemos el bien a los demás sobre todo cuando descubrimos en ellos alguna carencia o los encontramos necesitados de algo, y estamos en condiciones de ofrecer el remedio oportuno. De esta manera el amor de beneficencia supone una relación entre dos partes, una de las cuales se encuentra en situación de inferioridad o desventaja respecto de la otra, y en donde el uno se ve beneficiado en su indigencia por la ayuda que le presta el otro, cuya superioridad -en el sentido que sea- le hace asumir el papel de benefactor. El amor de beneficencia es esta intención de procurar algún bien a quien lo necesite y que por cuya evidente impotencia no podría obtenerlo por sí mismo. En el seno familiar la superioridad tradicionalmente se representa en la figura varonil del padre, que más que otra cosa ha de ser “fuerte” (o al menos parecerlo), mientras que la contraparte suele estar interpretada por la mujer y secundariamente por los hijos, quienes han de mostrar su obvia debilidad y necesidad de protección.
El hacer el bien a quien lo necesita es una tendencia natural al hombre, como lo es el apartarse del mal y buscar lo bueno, tanto para uno mismo como para los demás, No se necesitan en realidad dotes extraordinarias de virtud para obrar de este modo, sino conservar un mínimo de sensibilidad y calor humanos. Más aún, en todo hombre bien nacido se da una natural satisfacción en ayudar a quien lo necesita, y un natural repudio a dejarlo despiadadamente en su necesidad. Por eso, debido a que el amor de beneficencia, para darse, implica la debilidad del otro, podemos caer en la tentación de proporcionar una ayuda que únicamente satisfaga temporalmente la necesidad de la otra persona, colaborando, hasta cierto punto, para que persista en su impotencia y obligándola de alguna manera a depender de nosotros, con lo cual podremos sentirnos engañosamente gratificados de tener constantemente al lado a alguien que por si solo es incapaz de bastarse y tiene que recurrir a nuestros auspicios para salir adelante.
El paternalismo puede ser ciertamente halagador, pero debemos tener presente que es la peor opción para formar y fortalecer verdaderamente a quienes por su edad, su temple emocional y psíquico, o por su condición natural, son más débiles que uno. El sano amor de beneficencia actúa subsidiariamente: ofrece asistencia en aquellos aspectos en que el otro es débil y durante el tiempo que lo siga siendo, ya que busca que el beneficio no lo haga aún más inepto, sino que a través del bien que se le hace deje progresivamente de serlo.
Por otra parte, se tiene la creencia absolutamente infundada e injustificable de que en la relación familiar sólo al padre corresponde desempeñar el papel de benefactor, por cuanto que en él exclusivamente concurren las cualidades óptimas para comportarse como tal. Ello no es sino otra manifestación más del engañoso paternalismo. El amor de beneficencia no sólo se expresa en la figura férrea del varón, sino también en la oportunidad que éste ofrece a sus allegados de ser a la vez benefactores suyos, como cuando el hombre no oculta sus flaquezas a la mujer y las pone a su amparo, o cuando el padre permite al hijo mayor la ayuda en algo que él desconozca. Tal vez no haya nada más ajeno al auténtico amor de beneficencia que la estoica actitud imperturbable de quien, ocultando su natural debilidad, asume la postura de benefactor de todo, haciendo casi ostentación de su pretendida fortaleza, sin permitir que nadie le haga el bien, aunque se encuentre en verdad necesitado.
Para los griegos, Zeus era el patrón de la beneficencia, al ser la divinidad más poderosa de todas, a quien los otros dioses y los mortales recurrían para encontrar remedio a su indigencia.
Con esta modalidad del amor humano nos hemos aproximado un paso más al ámbito del bien honesto o bien por sí, cuya presencia se hará cada vez mayor conforme examinemos el siguiente plano de la relación familiar, la última expresión del amor fincado en el bien útil, que sin embargo virtualmente linda con el bien por sí e insinúa su llegada: la concordancia entre las personas respecto de aquello que aman.

APOLO, LA UNIDAD EN EL CANTO COMÚN

Cuando dos personas se vinculan entre sí por querer ambas las mismas cosas, nace el amor de concurrencia, en donde el lazo que ata no es ya la necesidad de compañía o la delectación corpórea o psíquica, ni la satisfacción de ayuda a la debilidad del otro, sino aquello que es para los dos la finalidad querida en común.
Actualmente parece creerse que la cima del amor humano consiste en que dos personas se quieran entre sí, independientemente de su capacidad de querer lo mismo, de compartir algún objetivo común. Con demasiada frecuencia olvidamos que el querer-a es vano y efímero si no crece a la par el querer-con que lo robustece, porque el amar a alguien necesariamente supone que se amen con él aquellas cosas que ambos ven como propias, y en virtud de las cuales existe una comunidad de fines. Precisamente el amor de concurrencia lo encontramos expresado en las palabras con que el poeta español Miguel Hernández introduce a su primera Elegía compuesta en memoria de un amigo entrañable: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”. Desgraciadamente, esta perspectiva del amor humano se halla un tanto desdibujada en nuestros días, al punto que pocos son los que estarían dispuestos a aceptar que la concurrencia de objetivos reviste tanta importancia como para fincar una nueva dimensión en la relación familiar, pero es justo en ella donde aparece, acaso con mayor claridad, la fundamental relevancia de este aspecto.
En gran medida, la pareja logra cohesión y armonía en virtud del amor de concurrencia, ya que en el grado en que tenga más y más altos fines que alcanzar tanto más estrecha podrá lógicamente ser su compenetración y entendimiento. Ello, por otra parte, es algo natural y de sentido común pues, como Aristóteles observa, es propio de los que se aman querer y decidir las mismas cosas.
Pero, ¿acaso es posible pensar que el vínculo conyugal pueda tener un objetivo común de mayor gravedad e importancia que los hijos, su procreación, su cuidado y formación? Los hijos son en verdad el fundamento del amor de concurrencia, ya que a partir de este núcleo básico es como la relación de la pareja adquiere solidez, al concentrar sus esfuerzos en una finalidad tan especial y singular como puede ser la educación de un hijo, cuya llegada es el principio de la relación genuinamente familiar y de su consolidación progresiva. Citando de nuevo a Aristóteles, “parece igualmente que los hijos constituyen un lazo para el uno y el otro; por esta razón las uniones estériles se deshacen más prontamente, puesto que los hijos son el bien común de los padres y todo lo que es común mantiene la concordia entre ellos”. Desde esta perspectiva podemos apreciar cuán falso es el dictamen, lamentablemente hoy día tan en boga, según el cual los hijos son muchas veces un estorbo o una carga o­nerosa para los cónyuges. Lejos de ello, insistimos, son el nexo que confirma la unión de dos voluntades por su concurrencia hacia objetivos comúnmente queridos. Ha dicho Saint-Exupéry: “Amar no consiste tanto en mirarse el uno al otro como en mirar juntos en la misma dirección”.
En la mitología griega, el amor de concurrencia era preservado por Apolo, quien con su lira, al caer la noche, lograba que los dioses olvidaran las diferencias y las rencillas del día, uniéndolos en el canto común. Con todo y su enorme significación para la solidez de las relaciones familiares, esta modalidad del amor humano se inscribe todavía en el marco de la utilidad, o al menos se encuentra próximo a su frontera, por cuanto que la concurrencia nos incita de algún modo a ver en el otro un elemento indispensable para la consecución de lo que ambos queremos, pudiendo estar teñida la relación resultante de un cierto tinte utilitario (no obstante menor que en los otros planos previamente descritos, o al menos este aspecto utilitario no constituye la esencia del amor de concurrencia en sí mismo).
Con el amor de concurrencia abandonamos finalmente las manifestaciones de la relación familiar regidas por el bien útil, que en modo alguno podría constituir ni el fundamento ni la finalidad preponderante de esta relación: “La amistad basada únicamente en la utilidad desaparece al mismo tiempo que esta utilidad, porque no eran amigos uno del otro, sino de aquel provecho”. Siendo ello indeseable para la relación familiar, debemos ahora considerar las peculiaridades del amor que tiende no ya a algún rasgo especial de la persona que agrade física o psíquicamente, ni a ninguna cualidad que suponga un valor de utilidad, sino a la propia persona por sí misma, e incluso por algo superior a ella.

FILÍA TUTELA LA AMISTAD

Literalmente tomada de acuerdo con su sentido etimológico, la benevolencia, bene volere, es querer bien a alguien. El amor benevolente consistirá así en querer al otro en virtud del hecho de ser persona, vale decir, por su singularidad inconfundible e inalienable que lo hace valioso y bueno ante todo por sí mismo, independientemente de que a mí me parezca tal, o de que pueda servirme o de que pueda necesitar mi ayuda. Así como el hacer el bien apunta a la asistencia en una necesidad, el querer el bien supera la intención del simple remediar una carencia para irrumpir de lleno en la interioridad personal del otro, ofrendando este bien por el exclusivo mérito de ser sencillamente “él”. El objetivo del amor de benevolencia es la perfección de la persona: el bien querido para el otro busca sin más que ensanche los espacios de su posibilidad. Tal actitud de entrega implica de una parte el respeto a la individualidad y, de otra, el fomento de la virtud, puesto que únicamente a través de la aceptación del otro tal como es y del estímulo y cultivo de hábitos buenos es posible crear un ambiente propicio para la efectiva superación.
Para el griego el amor de benevolencia era custodiado por la diosa Filía, a la que podemos entender en un sentido amplio como la divinidad tutelar de lo que nosotros denominamos amistad. El nombre preciso de Filía deriva de que la benevolencia en la Grecia clásica tenía su manifestación paradigmática en el amor de la madre por sus hijos, vale decir, en una disposición de entrega absoluta que no busca nada para sí y se satisface con el provecho de perfección que ofrece al otro queriendo su bien.
Queda claro que el amor de benevolencia es amor de sacrificio aunque, como el de la madre, sacrificio gustoso; es el olvido de uno mismo por la persona del otro, el afán por su bien sólo porque es justamente el bien suyo, aparte de cualquier deseo propio e incluso de su relación conmigo. La radical profundidad del amor de benevolencia, ejemplificado al modo como los griegos lo concebían, debe en última instancia dar pleno asentimiento a esta pregunta: ¿Cuál es tu bien aun en el caso de que yo no estuviera? Merced a estas exigencias y cualidades que reclama poseer, la benevolencia ocupa el plano más eminente en la jerarquía humana del amor. Por sus solas fuerzas y atendiendo a la pura realidad terrena, el hombre es capaz de franquear esta frontera. De hecho, la capacidad de amar de verdad con benevolencia, con el sacrificio y la negación que conlleva, apunta claramente a una dimensión suprema a la que sin embargo el puro ser del hombre no puede acceder por virtud propia, por lo cual se hace necesario acudir a una perspectiva distinta de la meramente humana para comprenderla y ver de qué modo es posible al hombre tener cabida en ella. Al arribar a la frontera del amor humano llegamos también al límite de las posibilidades de los griegos en su concepción del amor. La distancia que existe entre Afrodita y Filía es muy ancha, y es un esfuerzo admirable el de la filosofía griega el haber distinguido con tanta precisión cada una de las modalidades en que humanamente el amor puede manifestarse.
El cuadro pintado por los griegos es, así, minucioso y fiel a la realidad, pero está inacabado, porque no es posible al hombre llegar a completarlo por sus solas fuerzas, como ya observamos. Era del todo necesario que para concebir y tener acceso a la máxima expresión del amor tuviera el auxilio de una luz superior. El esclarecimiento de la posibilidad de alcanzar esta cumbre debió venir de una fuente sobrehumana, y encontró su cumplimiento en la enseñanza del cristianismo. A partir de ese momento se acaban los símbolos y las metáforas míticas. Aparece la realidad de Dios -Dios es amor- como causa e inspiración del supremo nivel a que pueden llegar las relaciones del amor en los seres humanos.

CARITAS, MÁS ALLÁ DE LA FRONTERA GRIEGA

El amor de trascendencia se tributa al otro no sólo por él, sino además por algo superior a él. Deriva del bien que está por encima de nosotros, que nos supera y trasciende. No proviene de la benevolencia aunque quiere el bien para el otro; es así amor por la persona, pero no por algún atractivo o virtud propios: se le ama porque hay en ella presente algo superior, justo en función de lo cual es valiosa y buena. Su nombre es caritas, la caridad, amor al prójimo por el simple hecho de que es obra de Dios, un hijo suyo a quien conoce por su nombre. Sabemos qué es la caridad, el verdadero amor de trascendencia, sobre todo por su admirable definición en San Pablo: “La caridad no es longánime, es benigna; no es engañosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera”.
Estas palabras nos permiten comprender el grandioso sentido que posee la caridad como amor que es de trascendencia, pero también podemos darnos cuenta del significado práctico que lleva implícito para la relación familiar. El amor de trascendencia hace posible que el amor persista a pesar de los defectos, ya que no está fincado en un aspecto parcial (estético, psíquico o funcional) del otro, ni siquiera en su fundamental carácter de persona, sino en el hecho de que él ha sido creado a imagen de Dios, y que por tanto ha de ser amado independientemente de la valoración que yo le asigne en función de lo que pueda representar para mí.
La expresión más radical de este amor, que la caridad entraña y exige, es lo que podríamos llamar una de las características diferenciales del cristianismo: el amor al enemigo. Ello no es sino llevar hasta sus últimas consecuencias el amor cristiano, y podría incluso parecer una exigencia imposible de cumplir por antinatural. Preguntándose eso justamente, si no es absurda la pretensión (y el mandato, de consiguiente) de amar a quien no nos ama y quiere nuestro mal, Santo Tomás de Aquino responde que no, ya que no se nos ordena amar al enemigo por su aversión a nosotros, vale decir, por ser nuestro enemigo, sino por virtud de algo en él que con todo y no ser mérito suyo le hace digno de ser amado: el hecho de ser hijo de Dios. El amor de trascendencia todo lo tolera, todo lo excusa, como lo dijo San Pablo. Tal es el plano superior al que la caridad conduce al amor humano, trascendiendo verdaderamente el nivel de las solas fuerzas del hombre.
No debemos pensar que el amor de trascendencia anula el resto de las modalidades del amor. Recordemos siempre que las relaciones familiares se traban de un modo análogo a como se trenzan entre sí la multitud de hilos que componen una cuerda. En la medida en que uno o varios hilos se rompan, la cuerda perderá cohesión y podrá deshilarse a fin de cuentas. El amor de trascendencia en la relación familiar supone y aun reclama que la apetencia, la complacencia, la convivencia, la beneficencia o la benevolencia ocupen el sitio que en justicia deben ocupar sin que ninguno sobresalga o mengüe en detrimento de otro. Cada nivel comprehende, supera y torna más pleno al anterior. Ninguna de estas modalidades del amor conyugal por sí sola debe ser entendida como la meta ideal de las relaciones familiares, en el sentido de que todas las otras modalidades tarde o temprano hayan de disolverse hasta que sólo persista una de ella, puesto que cada una constituye un modelo que dirige lo que es inferior a él, puliéndolo y haciendo que se manifiesta en la plenitud de sus posibilidades. Si alguna de estas modalidades se cierra a sí misma, queda paralizada y se corrompe. En la expresión de San Agustín, en el amor no se puede decir basta: la medida del amor no se termina. Si no se le da más combustible, el fuego del amor se apaga: ésta es la esencia de su dinamismo.
La caridad, de este modo, otorga al amor humano, incluso en sus manifestaciones más primitivas, la potencia de superar lo dado y salir fuera de sí y fuera de las estrechas limitaciones naturales, para encaminarse hasta un ámbito superior, propio solamente de lo divino.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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