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En busca de la libertad perdida

“Las democracias son islas perdidas en el río inmenso de la historia. El agua sigue subiendo”, señalaba hace diez años, Solzhenitzin a Georges Suffert en Le Point, lamentando la falta de ideales de la sociedad actual, que parece caminar inexorablemente hacia su autodestrucción. Aunque la partida no esté perdida de antemano, “puede que llegue a estarlo -afirmaba- porque han olvidado ustedes el sentido de la libertad”. Y añadía: “El tiempo ha deteriorado su noción de libertad. Han conservado la palabra y fabricado otra noción: una libertad pequeñita que no es sino una caricatura de la grande; una libertad sin obligaciones que desemboca, a lo sumo, en el goce de los bienes. Nadie está dispuesto a morir por ella”. La lectura de un libro de Rafael Alvira -escrito hace diez años y que hoy parece venir mucho a cuento- , me ha recordado esas palabras del escritor ruso. Un intento de recuperar el sentido auténtico de la libertad, tarea urgente para nuestro tiempo.

DOS CRÍTICOS ESCÉPTICOS

“Decir la verdad es hacer que renazca la libertad”. Esta frase del Nobel ruso bien nos podría servir de marco. Actualmente, sobre todo en medios intelectuales, se encuentra muy difundida la figura del escéptico, un tipo de “hombre libre” que se niega a tomar en serio cualquier afirmación porque -para él- la verdad no existe. Suele dedicar sus esfuerzos a destruir lo que otros construyeron. Queda muy lejos el originario concepto griego de crítica: un discernimiento constructivo, creativo y lleno de afirmaciones. Por eso, cuando no se quiere afirmar la realidad, resulta natural pretender convertir en ficción aquello en lo que otros pusieron sus ilusiones.
Sin embargo, el escéptico se muestra poco coherente. En esas continuas negaciones “hay algo que, implícitamente, se está afirmando, y es el yo afirmante”. No es extraño, entonces que, al rechazar cualquier compromiso, el escéptico se coloque a sí mismo en el centro de la realidad, para contrapesar su angustia solitaria con un deseo inconsciente de popularidad. Quizá nunca los intelectuales han buscado tanto estar de moda como en nuestros días.
El crítico escéptico parece libre, pero en realidad no lo es. A esta actitud crítica opone Alvira una actividad “recreativa”. Quien conoce mejor las cosas es quien las ha creado. De ahí que el único modo de conocer la verdad de lo que nosotros no hemos creado es “recrearse” en su contemplación, “recrear” la cosa misma. “Este espíritu recreativo significa una formidable liberación interior, un continuo ampliar nuestras conquistas, un modo de universalizarse, superando la limitación creadora del sujeto individual”. Ser libre es amar: alegrarse de que lo otro exista; ser libre es recrear, abrirse nuevos caminos. La verdad compromete, exige un respeto al ser de las cosas, un respeto que aparece como la piedra filosofal para combinar la libertad propia con la ajena.
¿LIBERTAD DEL CAPRICHO?

Muy cerca del crítico-escéptico parecen encontrarse los que, en un alarde de liberalismo, afirman que todo es verdadero. Para ellos, ninguna afirmación sería falsa, pues cada una tendría su justificación en su correspondiente momento histórico. Ni siquiera cabría enfrentar entre sí a dos verdades opuestas, porque en virtud de una curiosa reconciliación surgiría, de ambas, una nueva verdad. Pero si toda afirmación es verdadera -habría que objetar- , también toda afirmación es falsa. En el fondo, las dos posturas -tan extendidas hoy- coinciden, pues, en definitiva, quien afirma todo no afirma nada; quienes sostienen que todo querer o todo actuar es recto, están renunciando al concepto de rectitud y de verdad; han olvidado, entre otras cosas, el respeto al ser, y apenas pueden “recrear” nada.
Si la verdad no se reduce al mero problematizar ni al panlogismo de que “todo significa lo mismo”, tampoco equivale a una convención o consenso popular. “Hay que tener la valentía de ser claros, dejarse de ambigüedades y fariseísmos: la democracia real -no la imaginada- no es más que lo que ha sido siempre, a saber, el régimen político del individualismo”, doctrina que defiende la tesis de que nadie puede imponer a los demás criterio alguno, porque niega, en su escepticismo, que exista un orden verdadero de principios que justifiquen el poder de la autoridad. Como no hay verdades, lo que cada uno pide es la “libertad del capricho”.

IGUALDAD IMPUESTA

Tras la explosión de libertad con que suelen comenzar los regímenes democráticos, se llega con facilidad hacia una imposición -más o menos tiránica- de la igualdad. Como decía Platón, la primera tendencia de las democracias, una vez marginada la autoridad, es la anarquía. Y para paliar la creciente inestabilidad social se establece un poder omnímodo que proteja y conserve la igualdad entre los ciudadanos. Tal poder -el Estado centralizado- es necesariamente tiránico, por una razón sencilla: su fundamento no es la autoridad moral (el individualismo no reconoce ninguna), sino la mera posesión de la fuerza coactiva. En su frialdad y en su falta de calor humano, afirma Alvira, este Estado acaba siendo tecnocrático, su labor se reduce a algo puramente cuantitativo: promover y mantener la igualdad. “El Estado no da consejos, no fija metas morales, en el fondo, ni siquiera imparte justicia; hay que separar, como ya decía Maquiavelo, moral y política. Si la política no tiene que ver con la moral, entonces es hora de que la cibernética empiece a sustituir a la venerable figura del prudente político”.

CAMPOS DE LABRANZA

Cuando los instintos dominan, el malestar social resulta inevitable. Para Alvira, urge descubrir la libertad moral en su concepto clásico, que acepta las leyes de la naturaleza humana. Tal libertad supone, en palabras de Millán Puelles, la “libre aceptación del propio ser”, un socrático conocerse a uno mismo que lleve al hombre a ser dueño de su ser. Sólo la práctica de la virtud actualiza el tesoro de libertad que el hombre guarda en reserva. Por eso, una verdadera libertad política debe fundamentarse en una auténtica libertad moral, que reconozca unas leyes objetivas por encima del derecho al voto.
“Para ser libre hay que descubrir qué campos de labranza se poseen y cultivarlos. La persona culta no deja estéril su propio terreno: desarrolla sus cualidades al máximo y despliega un diálogo contemplativo -con la naturaleza, con las personas y con Dios- que es la actividad que más libera. Y en ese gozo del diálogo contemplativo se llega a profundizar en lo que Pieper llama el sentido festivo de las tareas cotidianas”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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