Hace poco, en Nueva York, después de una conferencia sobre el tema del mal en el mundo, uno de los asistentes me preguntó a bocajarro: “En definitiva, ¿es usted optimista o pesimista?”. Le respondí que esta pregunta no tenía sentido y que no se trataba de ser optimista o pesimista a priori, sino de ver el bien y el mal allí donde están y tal como son, y sobre todo, trabajar para vencer el mal a fuerza de bien.
Hay un optimismo y un pesimismo tan vulgares e irreflexivos el uno como el otro, porque juzgan el mundo desde nuestra situación personal del momento. Si uno está alegre, todo lo ve de color de rosa; en cuanto surge la menor contrariedad, todo lo ve negro. Bernanos decía que el optimista es un imbécil alegre y el pesimista un imbécil triste.
UN ÚNICO ERROR
Estos dos errores opuestos proceden de una ausencia de lucidez y del pecado de ponerlo todo en relación a uno. Por eso se dan tan fácilmente en el mismo individuo.
Conozco a un hombre que gozó durante mucho tiempo de una magnífica salud y al que los negocios le marchaban de maravilla. “La vida es bella”, proclamaba continuamente. Todos los enfermos le parecían unos quejumbrosos y todos los desdichados unos incapaces. Pero un día conoció él mismo la enfermedad y las dificultades materiales. Cayó entonces en un pesimismo absurdo, repitiendo sin cesar que el mundo es malo y que la vida no vale la pena vivirse.
Este cambio de óptica se explica sin dificultad. El hombre que, aferrado a su suerte, permanece ciego e insensible a los males de los otros, se encuentra desasistido en el momento en que la dificultad se abate sobre él: queda apresado por ese mal que no había sabido ver ni prever.
Así, después de vivir ciego por la dicha hasta el punto de no ver el mal que le rodea, el hombre continúa ciego para entender la desgracia hasta el punto de no ver los bienes que le quedan. Porque aquí abajo no hay mal absoluto: sea como sea nuestra prueba, siempre conservamos algo -la salud física, recursos materiales, el cariño de nuestros amigos más cercanos…- y si hemos perdido todo, queda la esperanza en Dios y la vida eterna.
PAZ INTERIOR
No olvidemos, en efecto, que nuestra paz interior depende menos de los acontecimientos, que de la interpretación de ellos; según la postura que tomemos, la peor catástrofe puede ser para nosotros causa de desesperación o motivo de esperanza.
Pienso en este momento en dos hombres de mi región que, durante la segunda guerra mundial, fueron enviados al mismo campo de concentración. Uno era creyente y el otro ateo. El primero, descorazonado por la prueba, perdió la fe; el segundo, fortalecido por el sacrificio, volvió a la religión.
Siguiendo esta línea de razonar, se deshace el falso problema de optimismo y pesimismo. Es igualmente absurdo decir que todo va bien o que todo va mal: lo que se nos pide es luchar sin descanso para que todo vaya mejor.