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Crueldad y civilización

Según la mitología griega, Prometeo fue castigado por Zeus por dar el fuego a los hombres. Encadenado a una roca, sufría día a día el ataque de los buitres que le comían el hígado que, por ser él inmortal, le volvía a crecer durante la noche.
La Ley del Talión estableció el famoso axioma “ojo por ojo, diente por diente”. La aplicación de esta ley tiene aún influencia en el Cercano Oriente. Quien viaje por el Bósforo o se decida a caminar por las callejuelas de Estambul, descubrirá a varios mancos, no lo son de nacimiento: fueron condenados por robo.
A quien piense que eso pasaba en “otras culturas”, quizá le convendría recordar que España tuvo la pena del “garrote vil” hasta no hace muchos años. Así fue ajusticiada la célebre heroína Mariana Pineda -por bordar en una bandera el lema: “Ley, Libertad, Igualdad”- , en época de Fernando VII; el verdugo dio vuelta tras vuelta al tornillo que fue presionando la cabeza, hasta que el cerebelo estalló al ser perforado.
¿Qué podemos decir de la sofisticada silla eléctrica que “tuesta” al reo, y de la inyección letal con la que pasa a otra vida el convicto, ante la expectante mirada de los testigos de ley?
París posee, para gozo de los sádicos, el Museo de los Mártires, donde se exhiben los más insólitos instrumentos de tortura que el ser humano ha utilizado, a lo largo de los siglos, para imponer su yugo: el aplastacabezas, destinado a comprimir y reventar poco a poco los huesos del cráneo (conforme el verdugo giraba el tornillo con la palanca;el potro, que desencajaba las articulaciones; la rueda, en la que se ataba al reo para que, al girar, le fueran arrancados los miembros; las astillas bajo las uñas; las jaulas colgantes; el cepo… continuar da franco dolor de estómago. Hablar del marqués de Sade, sería caer en lo vulgar y grotesco (por algo la palabra “sádico” deriva del título de éste, nada normal, noble francés). La antigua Unión Soviética añadió una nueva versión de tortura: el tristemente célebre “lavado de cerebro”.

AL SERVICIO DE LA AMBICIÓN

“Maté a uno de cada dos. Construí una muralla ante las grandes puertas de la ciudad; desollé a los principales rebeldes y cubrí la muralla con sus pieles. Algunos de ellos fueron empalados dentro de la muralla; hice que una gran multitud fuese desollada en mi presencia y cubrí la muralla con sus pieles”. Así reza una inscripción asiria del segundo milenio antes de Cristo. Los relieves que la acompañan muestran hombres cortados en pedazos, traspasados con lanzas y empalados.
Los asirios se caracterizaron por su crueldad, fueron verdaderos profesionales de la guerra, en ella canalizaron sus predominantes instintos agresivos. Jamás vivieron en paz. Ser guerrero constituyó su forma de vida. Incendiaron, tras saquearla, toda ciudad conquistada y mataron sin piedad a sus habitantes. Inspiraron tal terror que, por lo general, los pueblos amenazados prefirieron abandonar su tierra antes de la llegada asiria. El Segundo Libro de los Reyes (2R 18, 15-16) nos refiere que Ezequías entregó a Senaquerib toda la plata, e incluso las planchas de oro que cubrían las puertas del templo, para evitar la invasión y, con ello, la matanza.
Los palacios de Khorsabad, Nínive y Nimrud muestran el poderío de Senaquerib, Sargón II y Assurnasirpal II. Los relieves y esculturas narran expediciones de guerra, desfiles de combate, asedios a fortalezas, ciudades incendiadas y campos de cadáveres; pero también sobresalen los leones heridos y, entre sus esculturas, los impresionantes toros alados androcéfalos. El Museo Británico y el Museo del Louvre conservan la mayoría de las piezas que constituyen el legado mesopotámico, prueba fehaciente del nivel artístico logrado por los asirios. Nínive, además, fue famosa por su biblioteca con cerca de veinte mil tablillas de barro y cilindros, de escritura cuneiforme, con los más importantes registros de su organización e historia. ¿Cómo un pueblo que alcanzó tal nivel de civilización pudo ser tan cruel?
En la base del Templo Mayor, en el hoy centro histórico de la ciudad de México, yacía, esculpida, la piedra que representa a Coyolxauhqui, quien, según el Códice Florentino, fue decapitada, desmembrada y despeñada por su hermano Huitzilopochtli que así vengó a su madre Coatlicue, a quien Coyolxauhqui y sus hermanos, los cuatrocientos surianos, decidieron matar por encontrarla preñada de Huitzilopochtli, lo que habían considerado una afrenta. En ese templo, los aztecas realizaban los sacrificios humanos: la extracción del corazón que entregaban a Huitzilopochtli. Bernardino de Sahagún, horrorizado, narra en su Historia General de las Cosas de Nueva España, la forma en que sostenían en la piedra al cautivo, le extraían el corazón y arrojaban su cuerpo escaleras abajo, quizá como remembranza de Coyolxauhqui.
También al pueblo mexica, al “Pueblo del Sol”, como lo llama Alfonso Caso, podemos admirarlo por sus creaciones artísticas y, quién lo dijera, por su sensibilidad literaria. Debemos recordar, no obstante, que fue un pueblo guerrero, un pueblo conquistador que en su afán de poderío dominó en casi toda Mesoamérica.
Cuando analizamos la vida del pueblo romano, otro de los grandes conquistadores de la historia, nos enfrentamos al circo, los gladiadores, las luchas de cristianos contra fieras que acababan por despedazarlos para deleite de los asistentes. Nadie pondría en duda la gran civilización alcanzada por Roma. Cuando caminamos por los Foros, entramos al Panteón, leemos a Cicerón y estudiamos su Derecho, nos preguntamos atónitos, ¿cómo un pueblo culto que poseía cuanto quería, era a la vez tan cruel?
La crueldad parece ser una tónica del conquistador. En nuestro siglo XX, al buscar quiénes han intentado dominar, confirmamos esa idea: Stalin y el Archipiélago Gulag; la hambruna en Somalia, favorecida por el afán de poder del líder Mohamed Farah Aidid; Alemania nazi y el holocausto judío…

EL VENDAVAL DE LA PERSECUCIÓN

Detectamos una segunda línea de crueldad: el exterminio étnico. En este aspecto se encuentran, posiblemente, los peores ejemplos de atrocidad humana. Vivimos aún la cruel lucha en la ex-Yugoslavia, los enclaves musulmanes de Bosnia-Herzegovina masacrados por las tropas del líder serbio Radovan Karadzic, ante la indiferencia mundial. Doscientos cincuenta mil muertos, dos millones de refugiados y ¡el mundo no se inmutó! Gorazde, Tuzla, Srebrenica y Sarajevo en ruinas. Aún tengo en la memoria, los cuerpos calcinados por lanzallamas de napalm, que mostró un noticiario televisivo…
Recuerdo, con horror, la escena final de “Cry Freedom”, película basada en hechos reales sobre el apartheid sudafricano, en la que un guardia apunta con calma, escoge fríamente y mata a uno de los niños que corre…
Lucha callada, pero no por eso menos cruel, la de los kurdos de Irak, Turquía y Turkmenistan, a quienes se niega patria.
En Ruanda, la lucha entre hutus y tutsis parece haber concluido, pero miles de niños, mujeres y hombres, murieron destrozados por granadas y mutilados a machetazos, simplemente porque los tutsis decidieron acabar con los hutus en los campos de refugiados, y convertirse en el grupo dominante.
La conquista de América recuerda, con espanto, la era de la esclavitud. Cientos de inocentes negros que morían hacinados en las carabelas, prácticamente deshidratados, encadenados en la misma postura a una banca, durante todo el viaje trasatlántico.

OTRAS MODALIDADES DE TORTURA

Y, ¿qué decir de la “crueldad mental”? Tiene tantas variables que no acabaríamos de enunciar: la continua amenaza de abandono que hace un padre a sus hijos o un cónyuge a otro; el condicionamiento inmoral que un jefe impone a su subalterno; el autoritarismo; el despotismo…
Los niños son también víctimas de la crueldad. El maltrato infantil reviste ya un nivel alarmante. Los hospitales de todo el mundo registran, año tras año, el aumento de casos de niños golpeados y quemados por sus propios padres. Hace un par de años, fui testigo de un caso patético: un niño con síndrome de Down, a quien tenían encadenado para que no saliera, y sobre todo, para que nadie lo viera.
Las caricaturas “infantiles” nos muestran destrucción, supuestamente aceptable, porque sólo se acaba con los personajes “malos”. Qué decir de los juegos electrónicos, ante los que niños y jóvenes, casi hipnotizados, frente al televisor o computadora, manipulan teclas, guantes, “mouse” y un sin fin de artefactos, para destruir al enemigo y llegar, con alto puntaje, al final del juego. Poseer el último episodio es ya imperante para el fanático de los videojuegos.
La década de los noventa nos ha revelado a otros asesinos: los niños. Es frecuente saber de un nuevo crimen cometido por ellos, ya sea en forma aislada o en pandilla. Golpean a un bebé hasta fracturarle el cráneo, hacen pedazos a un niño menor y lo entierran… Han resultado excelentes alumnos de la escuela del crimen, estupendos para manejar los procedimientos de la crueldad que cine, televisión y videojuegos, les muestran.

VIVIR EN EL VACÍO INTERIOR

¿Cuanto más avanza la humanidad se vuelve más cruel? ¿La civilización avanza a la par de la crueldad o es causante de la deshumanización?
Una sociedad subsiste si respeta el bien común. Cuando se llama “educación” a la manipulación y a la sumisión de la libertad, se pierde el ser y se genera crueldad. El hombre cambia conforme adquiere conocimiento y configura una civilización, pero si le falta libertad, si desconoce la fe en la vida, también pierde el camino del ser para buscar, desenfrenadamente, el tener.
Las apremiantes preguntas, ¿dónde estoy y hacia dónde me dirijo?, se convierten en: ¿qué poseo y qué poseeré? El yo se vuelve vulnerable. El antagonismo ahoga la solidaridad. El bienestar común cede el paso al egoísmo y el ser humano pierde identidad y desaparece, convertido en un simple número, como uno más en la gran ciudad. Se desata entonces la ira por “no ser”, en odio hacia los demás, sobre los que se vierte el rencor.
Hemos visto instrumentos de tortura y crueldad utilizados por quienes han luchado por detentar el poder, ésos que no creen en la posibilidad de regeneración, por aquéllos que desean una “limpieza étnica”, por cuantos sienten una insaciable sed de conquista y ostentan como lema: “Soy lo que tengo”. Quien otorga más importancia al tener, pierde lo esencial y se vuelve cruel. El poder, así visto, es la cúspide del tener, para ocultar el no-ser. Cuando el hombre satisface sólo sus necesidades materiales, olvida el amor, la ternura, la alegría… olvida el valor de lo humano. Considera entonces más importante fabricar armamento para dominar a otros pueblos.
Intente decir a sus conocidos que no irá a la reunión pues decidió pasar la tarde leyendo poesía, o desea sentarse a contemplar el amanecer o buscar rocío en las hojas… No se extrañe de que corra el rumor de su trastorno mental.
Crueldad y civilización no son paralelas, ni causa-efecto. La civilización no genera la crueldad pero sí produce, con las nuevas tecnologías, mejores instrumentos de tortura y, con ello, “perfecciona” la maldad.
El hombre olvida, con frecuencia, que el tener es solamente presente, en cambio, el ser es lo que da eternidad y trascendencia. Aunque Hobbes haya afirmado que “el hombre es el lobo del hombre” -y, ante todo lo narrado, no faltará quien lo apoye- existen, en los anales de la historia, casos extraordinarios: mercedarios canjeados, voluntariamente, por prisioneros; personas como la madre Teresa de Calcuta luchando por los más necesitados, o el doctor Albert Schweitzer, atendiendo enfermos en África Ecuatorial… En fin, el hombre ordinario haciendo, simplemente, lo que debe y de la manera debida: el hombre labrándose como persona.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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