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La magia de la cifra

No existe una definición irónica de la geología o de la astronomía, pero, respecto a la estadística tales definiciones abundan: “la forma más elaborada de la mentira”, “el medio de demostrar lo que se quiera” o “el arte de precisar las cosas que se ignoran”. Tanta agudeza es la reacción inevitable del desconocimiento. Que el uso de estadísticas puede ser un instrumento para mentir, es evidente; pero lo mismo ocurre con tantos otros medios de expresión: un hábil montaje de imágenes verdaderas puede servir para crear algo que nunca ha sucedido. Pero no es el instrumento al que se debe recriminar, sino a quien se sirve de él.

CUANDO LOS NÚMEROS SON PELIGROSOS

Lo peligroso de la cifra es que posee cierto poder mágico, que parece conferirle un carácter irrefutable. A título ilustrativo, Alfred Sauvy refiere la siguiente anécdota. Un candidato al título de bachiller ha sido recomendado calurosamente a los examinadores. El profesor de Historia preguntó algo que consideraba fácil: la toma de Constantinopla. Y como la respuesta inmediata fue: “1789”, el catedrático salvó la situación respondiendo: “La fecha que usted cita es correcta, pero no se relaciona exactamente con el hecho a que me refería”. Un fenómeno parecido se produce con frecuencia respecto a las cifras que se citan. En vez de examinarlas correctamente para ver qué conclusiones pueden extraerse de ellas, se buscan las cifras más apropiadas para “demostrar” una idea preconcebida. Y, como recuerda el autor antes citado, “las cifras son seres ingenuos que confiesan con facilidad, sin necesidad de ser sometidos a tortura”.
Por eso, la encuesta exige no sólo la neutralidad de sus autores, sino también un análisis inteligente y honrado de sus resultados, para no hacerle decir lo que no dice o quedarse en la información más superficial. Lo más fácil es establecer el porcentaje de los diversos tipos de respuestas a cada pregunta. Sin embargo, la significación de estos porcentajes es a menudo dudosa, pues al comparar las respuestas a diversas preguntas, las conclusiones pueden ser difícilmente conciliables o incluso contradictorias. Quizá en esos casos la encuesta refleja el hecho de que con cierta frecuencia la gente se contradice, lo cual indica al menos la precariedad de ciertas opiniones.
Para profundizar en el análisis de los resultados habrá que dar un paso más: ¿cómo responden a la segunda pregunta los que han contestado sí/no a la primera? Así podrá advertirse si, para las personas interrogadas, ambas cuestiones son independientes o están estrechamente ligadas. Pero cuantas más sean las preguntas, más difícil será establecer relaciones y llegar a una interpretación correcta del conjunto.
Esta dificultad ha movido a poner en práctica tratamientos más elaborados, que permiten hacerse una idea más exacta de la significación de una encuesta estadística. Por diversos caminos, todos estos métodos de análisis pretenden lo mismo: sustituir los resultados cifrados por otros resultados, generalmente más cualitativos y menos numerosos, pero más fácilmente interpretables. No es posible explicar aquí estos métodos algunos de los más importantes son la tipología, segmentación, análisis factorial de las correspondencias, análisis discriminante, pero su misma existencia indica que la interpretación de una encuesta no es tan evidente como pudiera parecer. De ahí que la explicación a las conclusiones de una encuesta exija una cautelosa prudencia que, desgraciadamente, no es virtud de todos los comentaristas.

ENCUESTAS BIEN PORTADAS

En cualquier caso, habría que distinguir claramente entre dos usos de las encuestas. Unas no pretenden más que medir la opinión, poner de manifiesto las actitudes de los ciudadanos, sin calificar a esa opinión correcta o equivocada. Estos resultados pueden ser una información valiosa para quien debe tomar decisiones: por ejemplo, servirán para que un gobierno se decida a adoptar una medida que consideraba impopular y que no lo es, o le revelarán un peligroso descontento que es preciso detener.
En cambio, un mal uso de las encuestas sería erigir a la opinión pública en una especie de tribunal o de asamblea de expertos. Al proponerle cuestiones que no forman parte de sus preocupaciones reales o que no son de su competencia, se crea una imagen artificial de la opinión pública. “Recordemos advertía Spengler que la unidad de pareceres en cosas que no se han presentado aún como problemáticas, lo mismo puede demostrar la generalidad de una verdad que la generalidad de un error”.
Ya hace muchos siglos, Platón aseguraba que a partir de la opinión no podía llegarse a nada realmente valioso desde el punto de vista del conocimiento. Me hizo pensar en ello la lectura de una encuesta nacional que reflejaba los conocimientos económicos de los ciudadanos. Sin pretender ahora un análisis detenido de los resultados, lo cual exigiría las precisiones señaladas antes, cabe al menos apuntar el nivel en que se mueve este tipo de economía “para andar en casa”. Sólo el 21.5% identificaba el nivel de vida con el “índice comparativo de la calidad de vida de un país”, mientras que el 23.2% lo confundía con el costo de la vida; a pesar de que todo el mundo habla de “coyuntura económica” sólo el 17.2% acertaba a definirla como “situación de la economía en un momento determinado”; y al preguntar por los conceptos de inflación, pleno empleo, coyuntura económica y nivel de vida, la proporción de personas que no eran capaces de elegir entre las varias alternativas propuestas a cada cuestión, excedía con mucho a la de quienes indicaban la correcta. Las razones de este desconocimiento se prestarían a múltiples interpretaciones: desinterés del hombre de la calle por temas que le afectan tan directamente, carencia de información, falta de participación activa en la vida pública, incapacidad de los políticos y periodistas para utilizar un lenguaje comprensible a todos… En cualquier caso, vista tal situación, ¿de qué nos serviría una encuesta en la que se preguntara a la gente si, a su juicio, la actual coyuntura económica es buena o mala, o si el nivel de vida ha mejorado en los últimos cinco años?
¿QUIÉN LLEVA EL TIMÓN?
Desde luego no se debe gobernar de espaldas a la opinión pública. Hay que tener en cuenta lo que desean los ciudadanos, satisfacer su derecho a la información y gobernar con razones y votos. Pero el papel del político no es el del empresario que encarga una investigación de mercado para saber qué producto comprarán más fácilmente los consumidores. En defensa de los sondeos de opinión, Alfred Grosser recuerda que “la democracia es también el derecho a actuar para cambiar la opinión o de tomar medidas, de momento impopulares, aun cuando se sometan al veredicto de la elección siguiente”. Y ejemplifica con dos casos europeos: antes de que el general De Gaulle anunciara que Francia se retiraba de la OTAN, los sondeos mostraban que la mayoría de los franceses eran hostiles a tal decisión. Pero los sondeos ulteriores reflejaron que la mayoría de los ciudadanos aprobaban la acción del jefe del Estado. Lo mismo ocurrió antes y después de que Inglaterra solicitara la entrada al Mercado Común. Un gobernante o un partido que elaborara su programa sólo en función de las encuestas, carecería de talla política estimable.
Además, los sondeos reflejan generalmente las reacciones ante hechos ya sucedidos. Pero un gobernante no sólo debe tener en cuenta estas reacciones, sino que también debe prevenir, dar muestras de imaginación política, señalar las prioridades y convencer a la opinión. Sin duda, la historia está llena de tiranos que han gobernado a espaldas del pueblo y para desgracia de éste; pero también demuestra el acierto de decisiones que fueron impopulares en su época. “Gobernar por encuestas observa Maurice Druon, pertinaz crítico de los abusos de esta técnica es ponerse a remolque. El tema es viejo. Ya se reprochaba a Pericles no ser un verdadero demócrata porque pretendía guiar a su pueblo en vez de seguirle. Pericles ha dado su nombre a un siglo; dio a Atenas el poder y la gloria, y ha dejado a la humanidad el Partenón”.

OPINIÓN Y VERDAD

Un político que despreciara el sentir de los ciudadanos sería un insensato o un aspirante a dictador; pero aquél cuyo único norte fuera adaptarse a las incesantes fluctuaciones de la opinión revelaría una notoria incapacidad para la dirección política. Igualmente la ley debe tener en cuenta la realidad social, pero tampoco puede limitarse a sancionar lo que se hace, sino aspirar a mejorarlo. En todo caso, la democracia no se basa en las encuestas, sino en las consultas electorales y en los órganos de representación que salen de ellas.
Las encuestas, como todo instrumento, pueden prestar al hombre servicios valiosos o volverse contra él. El peligro empieza cuando la ciencia de la opinión intenta convertirse en creadora de la verdad, cuando se transforma lo que “se opina” en lo que “es” o, pero aún, en lo que necesariamente “debe ser”. En esos casos, más vale atenerse al consejo de Séneca en su Epístola a Lucilium: “Pesa las opiniones, no las cuentes”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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