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Paz

Entre Navidad y Año Nuevo escuchamos invariablemente toda clase de discursos, mensajes y sermones que ensalzan la paz, imploran la paz y quisieran fundarla cada vez sobre más firmes cimientos. Nunca, quizá, dispuso la humanidad, a lo largo de su atormentada historia, de tanta y tan noble literatura sobre la paz como en los años que han seguido a la última guerra mundial. Nunca, quizá, como en los últimos decenios, había visto el mundo un empeño más decidido y valiente en favor de la paz: jefes de Estado y papas, escritores de las más varias filiaciones, creyentes y ateos, gremios locales y organizaciones internacionales han perorado la causa de la paz universal e intentado crear para ella plataformas nuevas.
Pero la guerra no ha cesado. Vivimos en pie de guerra constantemente y en un estado de ansiedad creciente y justificado quizá como nunca, pues la capacidad destructora de nuestra “civilización” ha alcanzado su punto máximo, y de hecho se llevan a cabo, sin solución de continuidad, los combates más sangrientos en diversos lugares del globo, amenazando convertirse en apocalíptica “guerra total”, dado el apoyo abierto o celado que les prestan las llamadas grandes potencias.

UNA PAZ POBRE, INSÍPIDA Y ENOJOSA

Mucha gente de nuestra sociedad del bienestar cree vivir en paz sencillamente porque la guerra permanente arde en países lejanos, pero llegó la hora de preguntarse si el hombre de hoy, a pesar de su cacareado pacifismo, desea sinceramente la paz. “La guerra y el amor son los dos pechos en los que se amamanta la literatura. El de la guerra es, sin embargo, el más opulento y sin duda el más antiguo” (Bouthoul). Su retórica acaricia la tendencia ingenua de simplificarlo todo: aquí “los buenos” y allá “los malos”, con el desgraciado resultado de hacer imposible la modesta observación de la confusa amalgama de bien y mal que presentan siempre los individuos y las sociedades. Las películas de guerra, de espionaje y policíacas sustituyen hoy días las hemorragias literarias de otros tiempos y cosechan insospechados éxitos de taquilla. La paz, en cambio, se demuestra en este campo cultural, particularmente pobre, insípida y enojosa. No solamente los artistas se dejan embriagar por la droga de la guerra, sino también los filósofos y los hombres de ciencia: Hegel y Darwin han cantado directa o indirectamente las glorias de la belicosidad como algo imprescindible para la selección humana, mediante sus ideologías respectivas de la divinización del Estado y de la lucha por la vida. Similarmente, Fichte, Proudhon, Malthus y aun Heidegger, por no hablar de conocidos teóricos actuales de la violencia, como H. Marcuse y compañeros.
Un tiempo se imaginó que la guerra desaparecería con el crepúsculo de los príncipes, como antes, a fines de la Edad Media, se había creído que con la fundación de las grandes monarquías se acabarían las luchas feudales y, con ellas, el peligro de la guerra en general. Los revolucionarios franceses esperaban el “abrazo de todos los pueblos ante los reyes destronados”, pero las democracias recién nacidas en un mar de sangre se lanzaron a una serie de “guerras populares” con mayor ingenuidad y brutalidad que sus antiguos soberanos. La mitología del monarca fue sustituida por la del nacionalismo, que Rousseau, con su postulado de la “incaducabilidad de los derechos de los pueblos”, convertida hoy en ley intangible del sentir democrático, nos legó, fundando e institucionalizando ¾ “velis nolis”¾ la continuidad de la guerra: cada pueblo tiene el derecho de reconquistar y de revisar todo lo que le apetezca: fronteras, poder, prestigio…

CANDIDEZ PACIFISTA

La autoidolatría nacionalista se predica por todas partes y se idealiza por encima de todos los límites de la razón y el sentimiento. Desde pequeños se nos inocula sin piedad el veneno del orgullo nacional, y la consecuencia lógica de esta manipulación paranoica es insoslayable: el desprecio por los demás pueblos. El dios “Nacionalismo” es cruel y asesino como ningún otro, insaciable y devorador como la justicia abstracta bajo cuyo honorable manto intenta arrebujar sus rabiosas facciones. El orgullo nacionalista se ha demostrado más peligroso y sangriento que el orgullo y vanidad personales de los viejos monarcas y representa, todavía, la más ponzoñosa cizaña del convivir humano en este mundo. Estúpido y agresivo, injusto y primitivo, humilla a la inteligencia al nivel de la mentalidad tribal y no ceja en su furia demoledora hasta conseguir la aniquilación del adversario. El método no importa en estos genocidios: lo grave es el resultado. La destrucción de Cartago en el año 148, antes de Cristo, produjo cinco veces más víctimas que la bomba atómica lanzada sobre Japón. Nuestra paz vive en constante zozobra bajo esta colosal espada de Damocles.
Las guerras fratricidas entre los pueblos en vías de desarrollo revelan por otra parte una característica de toda guerra: retrasar la solución de problemas internos urgentes, combatiendo enemigos más o menos externos: “luchemos ahora por nuestra libertad, que después nos ocuparemos de nuestras cuestiones familiares”. Una candidez semejante manifiesta paradójicamente la actitud de muchos pacifistas a ultranza. Fueron pacifistas los que concluyeron tratados de paz… que prepararon otras guerras. Fueron pacifistas los que intentaron fundar un super Estado, que afianzara un “orden definitivo” y una “paz universal”, pero para lograr echar los cimientos de tanta bienaventuranza se cometieron asesinatos de pueblos enteros.
El pacifismo de la no-violencia suspira sin tregua ni descanso, es irritable por naturaleza y, en el fondo, incapaz de razonar y planificar. Su crítica no va, a menudo, más allá de los efectos de la guerra y, a la corta o a la larga, se resuelve en puro desahogo instintivo… como la guerra misma. Las ideologías no lograrán jamás librarnos de la guerra.

ABUNDANCIA DE BIEN

En el mundo actual, con sus innumerables y velocísimos medios de comunicación, con sus “tentadores secretos” que inficionan la opinión pública, levantando y transmitiendo odios y xenofobias, idolatrías y fetichismos de todas clases, la atmósfera internacional puede cargarse tan bruscamente, que un problema local cualquiera es capaz de transformarse en “casus beli” mundial. La cuestión de la paz debe ser planteada y meditada siempre de nuevo, sin anestesiarse con asambleas y tratados para el desarme, por laudables que sean: su solución depende en última instancia de la conciencia de toda la humanidad.
¿Se tratará, por tanto, de un simple problema moral? La perplejidad de los moralistas se agudiza, sin embargo, cada día más, especialmente en torno al antiguo y hoy tan discutido tema de la “guerra justa”. Se intenta trasladar la problemática comunitaria al recinto de lo individual, y así se logra perorar el derecho a la autodefensa. Pero sabemos que el fenómeno no es tan sencillo como aparece a primera vista, pues la agresión ha buscado siempre, a lo largo de la historia, este límpido y noble refugio: Hitler y Mussolini “defendieron”, también a su manera, el “espacio vital” de sus respectivos pueblos.
Autodefensa y agresión se han convertido en palabras huecas y sinónimas para designar un mismo arrebato asolador.
La presencia del mal es un misterio que ni la oposición de estructuras sociales diversas ni la represión de la llamada “agresividad instintiva” permiten esclarecer, pues con estas teorías psico-sociológicas se logra tan sólo envilecer al hombre al nivel de la máquina y reducir el mal a un “aparente mal” (K. Lorenz) que se aparta totalmente de la realidad existencial en que nos movemos. El mal es mal y no una fase evolutiva del bien. La justicia es injusticia, y no una justicia insuficiente. La guerra es guerra, y no una lucha por la vida. Bien y mal crecen el uno junto al otro en el campo de este mundo, como el trigo y la cizaña de la parábola evangélica; pero no nos es lícito usar ninguna violencia arrancadora de cizañas. San Pablo habla de vencer el mal con la abundancia del bien. Fomentar el bien del individuo en la sociedad, en las relaciones entre los pueblos, será siempre más eficaz y más justo que combatir el mal, si se quiere sinceramente edificar una paz verdadera.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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