El niño recién nacido tiene muchas perfecciones, pero en modo alguno es perfecto; tiene ya la perfección de lo que existe (del ser frente a la nada), de lo que está animado (de lo que tiene vida frente a lo que no la tiene), así como de otras innumerables posibilidades todavía no actualizadas (de las potencialidades frente a su ausencia).
Pero, precisamente por la naturaleza en que se dan estas posibilidades, adolece también de una cierta imperfección; la de no haber actualizado todavía esas posibilidades de las que, inicialmente, apenas si dispone en un estado potencial. Éste es el caso, por ejemplo, de la automoción y de la autonomía en el más amplio sentido del término (alimentarse, desplazarse, cuidar de sí, valerse por sí mismo). En la medida que estas posibilidades (cognitivas, afectivas, culturales, técnicas y morales) vayan actualizándose, el niño irá creciendo y desarrollándose, es decir, autoperfeccionándose.
Algunas de estas perfecciones sólo en estado potencial en el momento del nacimiento se actualizarán (crecerán) en el transcurso de su vida; otras, por el contrario, jamás se desarrollarán y continuarán en ese estado menesteroso y mínimo del momento originario. En esto consiste la formación: en conducir el proceso de crecimiento y maduración personal de tal manera que se actualice en el educando el mayor número de esas posibilidades y en el mayor grado posible.
Naturalmente, no disponemos de ninguna técnica para ello. Además, la educación no puede realizarse, en ningún caso, de espaldas al educando. El protagonista principal del proceso educativo es siempre el educando; los formadores son apenas ayudadores imprescindibles, irrenunciables y todo lo importantes que se quiera, pero sólo eso: ayudadores. Y eso porque el educando es un ser libre que tiene entre sus manos su vida, la trayectoria biográfica que ha de realizar y a lo largo de la cual acrecerá actualizará, dará forma, informará sus potencialidades iniciales. Por eso mismo la educación (“educere”) es un arte: el arte de formar, de educir la mejor persona posible a partir de sus potencialidades y contando con su libertad personal.
La actividad humana cualquiera que ésta sea contribuye, qué duda cabe, a transformar el mundo (consecuencias ad extra). Pero no es ésa su consecuencia más relevante. La actividad humana no sólo cambia el medio sino que reobra sobre el agente, a quien también transforma (consecuencias ad intra).
La acción humana se nos revela, pues, como una actividad transformadora y autotransformante, en la que importa mucho más lo segundo que lo primero. Y es que mediante las consecuencias que genera la acción en el agente es como éste se forma y autoperfecciona.
La persona, mediante este difícil arte de la formación y de las acciones que realiza, se transforma en un solucionador de problemas, en un perfeccionador perfectible. “Perfeccionador”, porque enriquece el mundo sobre el que actúa. “Perfectible” porque, simultáneamente que mejora el mundo, a sí mismo se perfecciona.
Desde esta perspectiva, la vida humana no es más que el plus, la plusvalía de las virtudes que se han desarrollado a lo largo de los años y que no es sino la trama que configura y entreteje el proceso de convertirse en persona. Bastaría con restar los valores de las disposiciones iniciales con que llegamos a este mundo, de los valores finalmente alcanzados en el desarrollo de las virtudes personales, para describir y entender lo que han sido nuestras vidas. En esto consiste precisamente la autorrealización personal: alcanzar en mayor o menor grado nuestro propio destino, es decir, la felicidad personal.
LA FORMACIÓN POR EL ARTE
¿Qué papel cabe asignar al arte en esta tarea de formación, en la que la persona se juega su perfección personal? A juzgar por el papel irrelevante que en los planes de estudio se concede a las actividades artísticas en cualquiera de sus modalidades, habría que decir que apenas ninguno. ¿Es que acaso estas actividades son renunciables para el desarrollo y perfección de la persona?
Para contestar a esta pregunta aconsejaría a quienes hasta aquí me hayan seguido, la lectura de Aristóteles y, más concretamente, la Poética y la Metafísica, especialmente el libro XIII de esta última.
Aristóteles sitúa la actividad artística en la cumbre de la actividad humana. Y ello porque la forma propia de cada cosa es su esencia. La forma es lo determinante del ser de las cosas. Y el arte se ocupa precisamente de las formas. El artista poco importa que sea escultor, poeta, pintor o músico es un generador de formas. Por eso, en el arte importa menos la materia (en la que trabaja el artífice) que la forma, porque la primera es el ser en potencia y la segunda el ser en acto. Entre la potencia y el acto está el creador, el artista.
La generación de esas formas, en que consiste su arte, se revierte inevitablemente sobre el agente, a quien con-forma como quien es: como artista. A través del arte, la persona no sólo perfecciona las cosas, a las que da forma, sino que también se autoperfecciona a sí mismo, al reobrar sobre él las consecuencias de tal actividad, consecuencias que acaban por conformarle y dotarle de una mayor perfección, de una forma más perfecta.
ALGUNOS ELOCUENTES EJEMPLOS
Son numerosos los planes de estudio hoy disponibles, en los que se desatiende casi por completo a esa irrenunciable dimensión de la educación por el arte. Es frecuente que a los alumnos universitarios se les enseñen muchos contenidos de ordinario, referidos principalmente a los procedimientos tecnológicos necesarios para la profesión que luego ejercerán, y todos ellos, como es natural, más o menos actualizados. Esto es lo que se ha dado en llamar “tecnología de punta”. Tal opción es, desde luego, aconsejable y respetable, pero no suficiente. Es razonable que sea así porque, habida cuenta la competitividad profesional hoy existente, si no se les enseñaran esos conocimientos, su futura capacitación profesional nacería con una grave hipoteca.
Lo mismo sucede respecto de la vigencia social que la actualidad de los conocimientos impartidos demanda hoy. Ciertamente que lo que hoy se les transmite ha de estar actualizado. No es lo mismo, por ejemplo, estudiar un manual editado en 1985 que en 1995; es lógico que en este último se ofrezca una información más rigurosa y contrastada, más de acuerdo con el estado de los conocimientos científicos de que se dispone en ese momento.
Pero conviene advertir que aquí muy fácilmente se cae en la “trampa” de las traducciones. Un manual puede traducirse y editarse, qué duda cabe, en 1995. Y, sin embargo, la edición inglesa original pudo haberse publicado en 1988. Esto significa que el alumno cometerá el error de pensar que lo que está estudiando es lo que actualmente se sabe. Pero eso no es cierto. Si la primera edición del libro fue publicada en 1988, es muy posible que su autor trabajara con los conocimientos de que pudo disponer en los tres últimos años, es decir, en 1984. A ello hay que sumarle, además, el año que al menos transcurrió desde que entregó a la imprenta el manuscrito hasta que fue editado. De acuerdo con el ejemplo al que se acaba de aludir, es muy conveniente que los conocimientos transmitidos sean en verdad lo más perfectos tecnológicamente y lo más actualizados.
Pero no es menos cierto que sólo esto no es suficiente. Es necesario hacer intervenir otras disciplinas las humanidades, por ejemplo a las que apenas se les da la importancia que tienen. ¿Para qué serviría un buen técnico, incapacitado para comunicar lo que sabe? ¿Qué eficacia tendría un economista, un empresario que, conociendo a fondo la tecnología de su empresa, no fuera sensible a las motivaciones de los hombres que gobierna? ¿Sería un buen cirujano el médico que ignorara lo que ha puesto de manifiesto la antropología filosófica cuando, por otra parte, jamás se ha planteado quién es el hombre, qué es el sufrimiento, etcétera? ¿Puede una madre comunicarse y comprender a su hija, a la que tiene que educar, si no dispone de las palabras adecuadas que tan fácilmente pudo aprender en la buena literatura? ¿Cómo motivarán los padres a los hijos contra el aburrimiento, cuando ellos mismos son incapaces de gozar de la contemplación de la naturaleza, de un bodegón del siglo XVII o de un retrato velazqueño? ¿Acaso no se aplicaría con mayor prudencia e inteligencia la tecnología que se conoce, si ese profesional fuera más sensible a la poesía, la música o la escultura? ¿Han probado alguna vez escuchar la “Traviata” de Verdi? ¿Han tratado de debatir un tema conflictivo en un seminario familiar de retórica u oratoria? ¿Han visitado juntos alguna exposición de escultura o pintura? ¿Se deleitan comentando una buena novela que padres e hijos, profesores y alumnos han leído, recientemente? ¿Escriben y leen a sus amigos algunas de esas composiciones, por modestas que sean? En definitiva, ¿saben compartir con los suyos una manifestación artística cualquiera y disfrutar con ello?
Sin esta práctica es muy difícil si es que no imposible, que acontezca ese misterioso y difícil arte de la educación total. Cualquiera de estas facetas o dimensiones que no se desarrollan porque no se practican contribuirá, sin duda alguna, a empobrecer el desarrollo personal de los suyos y restará eficacia al ejercicio de su profesión, con independencia de cuál fuera ésta.
Cuando los educadores no disponen de las anteriores cualidades que a través de los “hobbies” pueden y deben cultivarse, entonces, es muy difícil transmitir los conocimientos cualquiera que éstos sean en el marco de una educación holística que sea respetuosa con la dignidad del educando y no renuncie a ninguna parcela, rasgo o dimensión de la formación de su personalidad.
Y se ve que renunciar a las humanidades la formación por el arte tiene muchos riesgos. Entre otros, el de transformar la “tecnología de punta” en “tecnología roma” (dada, por ejemplo, la impericia antropológica de sus aplicadores;el de hundir al educando en un mundo mecánico y automático, incompatible con la actividad de pensar; el de empobrecer la sensibilidad y afectividad e incluso el crecimiento personal de profesores y alumnos en las virtudes morales; el de arruinar la felicidad que unos y otros sólo pueden alcanzar mediante la sabiduría.
¿HAY DERECHO A ABURRIRSE?
Resulta un tanto paradójico que al filo de este siglo XX que agoniza, muchos jóvenes experimenten el zarpazo del aburrimiento. Jamás ha dispuesto el hombre de tantas posibilidades como en la actualidad se le ofrecen para cultivarse a sí mismo, para crecer, para pasárselo bien. Y, sin embargo, el “tedio vitae”, el hastío y la “tristitia” hunden sus garras en el rostro de jóvenes y menos jóvenes. En realidad, no saben qué hacer con su tiempo. Tal vez por eso opten por matar el tiempo ante la televisión, simultáneamente que renuncian a crecer, que se “matan” temporalmente a sí mismos en algunas de sus valiosas posibilidades. El aburrimiento mata por sí mismo. Pero, en otras circunstancias, mata también por sus consecuencias (alcohol, drogas, sexo, adicción al juego, etcétera). ¿Es el aburrimiento un derecho del hombre, cuando por efecto de él se arruinan tantas biografías, a la vez que se empobrece la entera sociedad?
La mayoría de las actividades artísticas que pueden realizarse, no sólo contribuyen a hacernos más resistentes respecto del aburrimiento sino que lo que es más importante contribuyen a que saquemos lo mejor que hay dentro de nosotros mismos, a desarrollarnos en nuestra máxima estatura posible.
Pondré otro ejemplo. Una persona que trate de aprender a pintar no sólo mejorará su madurez viso-motora y su sensibilidad frente a los colores y la composición, sino también la atención, la paciencia, la constancia, la disciplina, el orden, etcétera.
La educación por medio de las actividades artísticas no es una actividad que deberá reservarse sólo a los que van para genios, sino que ha de extenderse a todos, con independencia de que estén mejor o peor dotados para ello. Se caería en una postura reduccionista si restringiéramos el ámbito de la educación por el arte sólo al desarrollo de las habilidades superiores en personas excepcionalmente dotadas. No; la educación por el arte debe generalizarse a todos. Es muy probable que no todos obtengan los mismos resultados, pero eso importa menos. Pues incluso en aquéllos cuyos resultados no sean objetivamente aceptables, no obstante, habremos conseguido otros que son igualmente válidos.
Me refiero, claro está, al desarrollo de muchas otras habilidades a las que denominaré con el concepto de “instrumentales” por ser medios imprescindibles para la consecución de otros muchos fines, que aunque propiamente no sean contabilizables en el contexto de lo estrictamente artístico, no dejan de ser muy valiosas con respecto de alcanzar o no otros objetivos.
Pondré un ejemplo más. Es posible que el lector de esta colaboración, a pesar de que se esfuerce en escribir, jamás llegue a tener una pluma como la de Balzac. Pero, aunque no lo consiga, si se entrena en escribir, mejorará su habilidad para comunicarse por escrito, le costará menos esfuerzo defender su derecho a opinar escribiendo cartas en los periódicos, mejorará los informes profesionales que tenga que realizar, apreciará más las buenas obras literarias y, sin duda alguna, se afilará su sensibilidad literaria aprendiendo a saborear/criticar mejor a sacar un mayor partido cualquier cosa que lea.
Una persona así está mejor capacitada tiene más y mejores habilidades para llevar a buen término su vida profesional, para satisfacer cumplidamente los deberes que como ciudadano tiene. Y aunque no llegue a ser un Balzac, de seguro que se aburrirá menos, cuando joven, y tendrá otras expectativas mucho más amplias, cuando llegue el momento de su jubilación. Es probable que sepa aconsejar mejor a los jóvenes acerca de los autores que vale la pena leer. En consecuencia, una persona así se habrá puesto a prueba a sí misma, y habrá intentado al menos desarrollar y perfeccionar esa dimensión de su persona.
TRES CONDICIONES DEL ARTE
Aristóteles estudia tres condiciones del arte orden, simetría y limitación, las más importantes formas de lo bello, que hacen relación a las ciencias matemáticas. En efecto, sin el orden la obra artística realizada no sería tal, porque violentaría el ser de las cosas y lo hecho no reflejaría ni se insertaría como es debido con todo respeto en el orden del universo. Al orden debemos la ley de las proporciones, el ajuste de las medidas, el pulimento de las expresiones, la concordancia de las notas musicales, la articulación de los colores, la plenitud de las concepciones, en definitiva, el canon que identifica la belleza con la armonía.
La simetría es la raíz de todos los clasicismos que caracterizan las diversas manifestaciones artísticas, propias de la cultura occidental. A la simetría debemos la sensación de adensada completud de la obra perfectamente finalizada, en que nada se ha dejado al albur de lo improvisado o inacabado. De ella dependen también las leyes de la composición, ritmo y melodía poéticas, la convergencia de trayectorias biográficas disimétricas y casi monstruosas, la justa compensación entre elementos aparentemente incompatibles, es decir, lo que de genial tiene la obra realizada, suscitadora del sosiego en que se deleita y acuna la remansada serenidad de la sensibilidad de los espectadores.
La limitación está presente en el arranque mismo de la obra artística. La limitación señala la incorporación y asunción de lo humano en aquello que se realiza, la evitación de toda confusión e indefinición, la prístina riqueza de la máxima concentración expresiva, lo que autoriza al espectador a columbrar que aquella forma está, de alguna manera, inconsútilmente vinculada a un canon trascendente.
Las anteriores condiciones del arte revelan, a través de la expresión de esas formas, la belleza y perfección inmutables del universo y del Ser de quien éste procede. El arte expresa la correspondencia entre la Suprema Belleza y las formas concretas y limitadas de las criaturas, en que aquélla se encarna.
El artista, forzosamente, ha de perfeccionarse a través de la acción por él realizada. Basta con que se exija a sí mismo en el orden, por ejemplo, para que emerjan y se acrezcan en él la paciencia, respeto, constancia, perseverancia, pulimento de sí mismo.
El arte contribuye de forma decisiva a la perfección del artista. Entre otras cosas, porque todo arte está penetrado de Dios. De aquí la innegociable necesidad de hacerle intervenir en la educación de los alumnos.
Lo mismo sucede en el difícil arte de la formación de las personas. Sólo que aquí, las consecuencias del arte influyen todavía más en el artista que es el formador de hombres y mujeres que, a través de su arte, devienen personas virtuosas y felices. Y ello porque ha de trabajar y modular las formas de aquéllos; unas formas, éstas, que además de ser semejanzas y hechuras divinas, están dotadas de libertad. Ciertamente, la formación por el arte remite al arte de la formación. Por eso el formador de hombres es un superformador, un artista en la cumbre, un superartista, un formador de formadores. En esto reside su grandeza incomparable. Una grandeza que, reobrando sobre él, acaba por divinizarle, más allá de la experiencia de vértigo que acaso cada día de seguro experimentará…