Allí donde la erre, tal vez por excesiva rapidez y rudeza, por cierta antigüedad rudimentaria, rocosa, allí donde la erre no pudo resolverse con las almas, depositar en ellas su sedimento semántico por incompetencia fonética, allí la ere del verso. ¡Ah!, la persuasiva, ceremoniosa, adormecedora, la que descansa en la languidez de la cuerda, la ere perdurada en la lírica, prosódica persistencia suspendida como en ere de lirio: signo de la superficie y de la pura apariencia. La ere, versátil improvisadora, frívola conversadora, veleidosa primera bailarina de la tradición.
No la erre robusta, rozagante, no la doble presunción regordeta, la chapeada, repetida exhalación. No. Hablo de la trémula, la flaca, la jorobadita, artista la pobrecita (ardiente y amarga), la hermana menor. Fraternas antagonistas, cuando la erre repica, redobla impaciente en la lengua, cuando hace su ronda, la ere no se precipita. Se acerca, sobre todo, ligera: es su modo de existir, de enchir el espacio en forma de silenciosa humareda. En la lengua y en el verso, la ere es más vaporosa, más delicadamente sonora: cruza con la propiedad y la tardanza del caracol pero sin raspar las erres de la tierra. Vive de continuo transportada: surge, árbol adentro, del nervio de la garganta, y va de aire en palabra y de palabra en carta (a veces en verso, a veces en despedida larga).
fRagilidad
Como en su más puro elemento, la ere es en la fragilidad: es puente que para ser se quiebra. Vive sólo si al virar desaparece ¾ así de ligero es el temblor que la inventa. Porque en su propia frecuencia, sin prisa, también la ere vibra. No rompe, no arremete como su hermana la erre. Se duerme mejor en las olas aguardando un amor que no viene. Está y no está en la brisa: tan pronto descansa en el aire, tan pronto en los brazos del mar. Es más nítida cuando, al volver la mirada, en ciertos párpados se percibe un aroma de azahar (en ese trance preciso, si no se despierta, algún día la atrapo y no la vuelvo a soltar).
¿Un motivo más ontológico para declarar, en poesía, la ere como partícula elemental? Su presencia en la microcomposición del mundo, su función, digamos, al centro de la materia como enlace nuclear: el tronco los protones, el fruto los neutrones y, para mejor seguridad, una guardia de armados electrones. Pero no sólo participa en esta franja sublunar: la ere es cinturón de los cielos interestelares y de las órbitas espaciales, es oscuro misterio en los agujeros negros. También compone, por si algo faltara, los elementos arcanos, porque habita en el éter (quintaesencia, a un tiempo, de la poesía y de los invencibles astros).
Hay una entre ellas, entre las eres de veras, que prendió como ninguna en un hombre andaluz. Una ere que partía por la mitad a Federico y, para más penetrar, por la mitad también a García, y por el mero centro a Lorca. Nacido en Granada, no le bailaba en la boca la sola ere sino el conjunto de las letras. De su variadísimo tesoro, esta tarde sólo voy a tomar dos anécdotas. Se trata de dos personajes con ere preciosa y funesta: el caracol y el Amargo.
El caRacol
Vivía el caracol, pacífico burgués de la vereda, sin más preocupación que la de sortear la hojarasca sospechada por sus antenas. No contaré la ocasión en que se encontró con dos ranas ateas; mejor cuando supo de la audacia de una hormiga cautiva y medio muerta, a quien sus hermanas hormigas arrastraban en son de presa. El caracol preguntó el motivo de la condena: su delito fue haber visto las estrellas. Sí, repitió la hormiga, he visto las estrellas. Subí al árbol más alto que tiene la alameda y vi miles de ojos dentro de mis tinieblas. El caracol no sabía qué son las estrellas. Son luces ¾ dijo la hormiga¾ que llevamos sobre nuestra cabeza.
Las hormigas, previniendo un acto de sedición, exclamaron moviendo sus antenas: Te mataremos, eres perezosa y perversa. El trabajo es tu ley.
La tarde fue interrumpida por el zumbido de una abeja que llegó como un heraldo con implacable sentencia: nadie altera el orden perfecto de la naturaleza. Y, como ungida de aceite, dijo la hormiga serena: Es la que viene a llevarme a una estrella.
Tan pronto se volvieron los insectos a sus labores, unas a los túneles y la otra a la colmena, que de inmediato olvidaron si había un techo más alto que los árboles de la alameda.
No se trata, digo yo, de pregonar moralejas: Federico, con la ere de lirio y otras yerbas, fabrica un breve desfile de ranas, hormigas y abejas. Pero cada quien entiende lo que sus entendederas le dejan: no debiera confesar que, desde que escuché esta anécdota ¾ ¡vago de mí!¾ , el trabajo me aterra.
El amaRgo
Finalmente, la historia de otros bichos que también pasean por las veredas: es el cuento del Amargo que, de camino a Granada, se halló con un jinete ladino que andaba, seguramente, con ánimo encendido buscando brava. No venía de lejos el jinete, venía de Málaga. Él y sus hermanos vendían cuchillos de oro y plata: para el corazón los de oro, los otros para la garganta.
¿No sirven para partir el pan?, preguntó el Amargo. Los hombres ¾ repuso el jinete¾ parten el pan con las manos. Y el cuchillo no te lo vendo, te lo regalo.
El Amargo no lo quería; recelaba de los ojos negros y del rostro ensombrecido por el chambergo ladeado: Los otros cuchillos no sirven. Los otros cuchillos son blandos y se asustan de la sangre.
¡Qué peligrosos decires para decirlos en los caminos al filo de la madrugada!
Era moreno y amargo, lloró su madre cuando vio que se demoraba ese hijo suyo que andaba esperando. El jinete ¾ mala muerte le caiga¾ no se equivocaba: eran buenos cuchillos, como si el metal solito en la carne se acomodara. ¡Gitano de mal camino, el jinete lo traía por el mango, ay, el mismo cuchillo que mató al Amargo!
60 años hace que las tres eres de Federico volaron como él quiso en su momento: Si muero, dejad el balcón abierto. García Lorca sobrevivió al cruento fusil y al innoble enterramiento. Las eres, a donde pertenecen: se las llevó el viento. A todas menos una, una tras la que ando desde hace tiempo: Ella sigue en su baranda, verde carne, pelo verde, soñando en la mar amarga.