Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

Sexualidad: celebrar lo humano

Quiero referirme al tema de bioética del principio de la vida, interpelando a la realidad. Ante la sexualidad humana, hoy por hoy, el sentir común responde a una sentencia de Chesterton: “parecemos bárbaros del espíritu y nómadas del corazón”.
Bárbaros, porque falta cierta cortesía intelectual – que no digo todavía ética o moral- para discernir entre lo sexual, sexuado, sexista; sexualidad biológica y humana; procreación y reproducción; fertilidad y fecundidad.
Y con el corazón no anclado, adormecido, relativizado, más pendiente de recorrer trayectorias arbitrarias que de acertar en el blanco.
¿Es fácil colocar al sexo en su lugar? ¿Cuál es ese lugar en la vida humana? El sexo está; es realidad, mito, misterio. Históricamente ha sido adorado, profanado y un largo etcétera.
Hoy es clave para el origen de la vida humana y para manipularla, en la medida que progresan investigaciones y técnicas que separan vida conyugal y procreación.
Me apropio de unas palabras de Gertrud Von Le Fort: “Hoy es demasiado hoy”. Una gran dificultad para respetar al hombre y aplicar la ciencia, técnica e investigación, radica en que “hoy es demasiado hoy”. Esto representa cierto temor a escaparnos de lo tangible; como un saber interpretar la realidad; como si la verdad fuera un producto más del mercado y no nuestra señora: como si al acoger la verdad y la realidad, se despertaran sólo miedos e inseguridades.
En resumen, hay un huir del mismo vivir. El “demasiado hoy” afecta no sólo al ámbito abstracto, marca también la propia biografía humana y, desde ahí, la sexualidad.
José Antonio Marina afirma que “vivir es una sabia o torpe mezcla de determinismo e invención, ni pura norma, ni simple capricho; para la creación ética ¾ en la que nos interesa repensar¾ contamos con las mismas herramientas que para la creación estética: inteligencia y deseo”. Aplicarlas a la ética de la sexualidad en su genuidad humana, no parece sencillo.
Pienso, grosso modo ¾ y con ello cometo una cierta injusticia al abanico de situaciones y posturas intermedias y plurales¾ , que la sexualidad aflora en esta época y sociedad en un arco tensado a dos extremos equívocos. Con ambos se genera una ética blanda, en la que el pluralismo se impone con la fuerza de un credo religioso, dejando a la persona indiferente, perpleja, mutilada. Ambas posiciones son índices y síntomas y, como tales, revelan algo sin mostrar todo. Son fantasmas turbadores pero no definitivos.
Un extremo es magnificar el sexo y, consecuentemente, todo lo relacionado con él; como si el hombre ya ni siquiera necesitara de seso, sólo de sexo, y la antigua hoja de parra ahora cubriera el rostro. Ya no importa la expresión, la mirada, la sonrisa, lo que define a cada cual queda exclusivamente en su genitalidad. Los avances de la sexualidad virtual, las fiestas cibernéticas, parecen confirmar este extremo. El sexo es, así, más fin que principio; lo que resta del ser personal queda enmascarado, sólo debe imponerse la fidelidad al no compromiso, con la excepción del vínculo al gozo y sufrimiento desde la perspectiva sexual. Una faceta que, desgraciadamente, queda enmarcada en una gama de perversidades: donjuanismo, fetichismo, bisexualismo, sadismo y masoquismo.
En el otro extremo, la sexualidad aparece como algo trivial, una anécdota, adorno, producto, cosa. Si el poeta dice que el arte barroco es la profundidad hacia afuera, esta segunda manifestación poco tendría de barroca: es chatarra, o al menos bisutería barata, de usar y tirar, pura apariencia, juego: una base de datos ni significante ni significativa.
Si al magnificar el sexo, éste se convierte en fin, ahora, al trivializarlo, se le sitúa como una condición más dentro del conjunto de variables; una más, no una razón del gozo humano, sino del goce periférico del género animal.
No condeno que a veces el sexo sea fin, sino que sea el único o principal factor, porque no lo es. Chesterton señala que dentro de cada hombre hay una selva de ruidos, temores, añoranzas, ilusiones…, la madurez humana consistirá en dar autoridad a algunos ruidos y silenciar a otros. Pero, ¿cómo organizar nuestra sinfonía?

Para elevar al hombre

Lo real no conforma toda la realidad: necesita del pensamiento; a su vez, los resortes racionales no cubren toda la realidad personal. Quizá por ello, aunque no sea el amor al error lo representativo de la persona, cuántas veces topamos con errores de amor.
Nuestra corporalidad es puente que nos une a los otros y, a su vez, barrera que nos separa de ellos. El cuerpo es frontera hasta para nosotros mismos; pero es, además, mapa de lo vivido. Ser persona se muestra en esta expresión feliz: cuerpo atravesado de espíritu; espíritu encarnado en un cuerpo; unidad; corporeidad de la persona y personeidad del cuerpo; antropológicamente, cada persona es, desde esta perspectiva, una novedad radical. Tal es su característica de individualidad y singularidad.
Con belleza y profundidad, en su poema Las rosas, Rilke expresó la individualidad: “En este frágil universo evaporable…/ Una sola rosa es todas las rosas y es ésta: el insustituible/ perfecto vocablo flexible/ enmarcado en el texto de las cosas”. Con la misma fuerza, escribió Juan Ramón Jiménez: “No la toques más, así es la rosa”.
Cuánto más se aplican estas consideraciones a la admiración y respeto de la individualidad personal. Pero esto exige delimitar las bases éticas ¾ problema grave de nuestra época¾ del ser de la persona.
Como señala José Luis del Barco: hoy abundan las éticas. Las hay para todos los gustos: formales, materiales, indoloras, deontológicas, utilitarias, ecológicas, ecuménicas, aldeanas, de consenso y lucha, de la sociedad civil, para la paz nuclear y hasta para náufragos. Pero la mayoría montan sus máximas en el aire. Son hojas arrancadas de la rama, sin savia ni vida, que el viento arrastra y el sol amarillea. Les falta apoyo, soporte, fundamento. Son sólo moralina con una función emoliente parecida a las cataplasmas: se aplican cuando duele, después se desechan.
No es así con la ética personalista, que considera el “hábitat natural” de la persona el adecuado para su crecimiento como tal. Igual que al descubrir las leyes de la materia, el hombre es capaz de grandes progresos técnicos, del mismo modo, el reconocimiento de las leyes del espíritu ¾ las leyes morales¾ elevan al hombre. Es un error pensar que la dignidad de la conciencia se basa en la independencia de esas leyes.
La dignidad no se anula por la verdad sino por la coerción. Si la conciencia es libre de constricción, podrá empeñarse en la búsqueda de la verdad; pero la verdad humana no se encuentra en datos ni descripciones, hay que buscarla en el amor. Aún más, con amor de benevolencia. Amar, afirma Thibon, no es saciarse ni devorarse uno a otro, aunque lo incluya: amar tiene mucho de sufrir juntos, de trascender unidos; amar a alguien, señala Piepper es exclamar “¡qué bueno que existas!”.
Los gestos corporales personales, la sexualidad humana, dicen mucho en este terreno, pero cumpliendo sus normas. Si abandonamos toda reglamentación cesamos casi de ser humanos, sin que ello nos convierta en animales inocentes. Existen en el hombre cosas innatas que ni la ciencia ni la técnica suprimen: ¿se puede reprimir la condición de hijo?, ¿se puede renunciar a la propia madre?, ¿se puede prescindir ¾ y la pregunta es de Freud¾ de la indefensión ante el dolor presente en la persona amada?
Ética personalista que no sabe de mínimos para la concordia, como la ética kantiana, sino de máximos para el respeto y el amor.
Por más que nos empeñemos, a nivel intelectual o técnico, no lograremos desdibujar ni la espiritualidad ni la vulnerabilidad en el hombre: la tristeza en los ojos de una niña, la sabiduría de un anciano, la experiencia en un adulto… queda esculpida en el cuerpo, en el rostro, en la mirada, hasta en el tipo de arrugas, que de esta manera manifiesta que lo que más determina el cuerpo es el alma, el espíritu. Esas vivencias esculpen el contexto corporal: la persona es más que sexo.
Falacias sexuales
Biológicamente, el fin de la sexualidad es la creación, como el de alimentarse es la nutrición. Sobrepasar el fin biológico es distinto en ambos casos.
Lewis afirma, con sutil ironía, que resulta curiosa la posibilidad de realizar un striptease frente a una chuleta de cerdo, casi tanto como la posibilidad de encontrar a un hambriento que quiera comer algo que no sea alimento, o hacer con los alimentos en la mesa algo que no sea comérselos. No pasa así en la sexualidad, ¿por qué? Quizá el problema no reside en el sexo, sino en el placer ¾ otra vez el hoy, hay demasiado hoy¾ . Los espectáculos de striptease no son señal de perversión sexual sino de hambre sexual. Los deseos humanos son así, es natural que aumenten con su satisfacción: el hambriento sueña con una mesa llena de alimentos, pero quien ha caído en la gula, también. Si se cifra la felicidad exclusivamente en la sexualidad, no hay más que decir.
En el terreno de lo sexual, estos deseos encuentran dificultades para su correcta interpretación; entre otras, creer que la satisfacción inmediata del deseo sexual es siempre normal y sana; considerarse incapaz del autodominio; admitir que por saber las cosas se pueden vivir. Tal es la fuerza del placer sexual, y tal la posibilidad de confusión con la auténtica felicidad humana.
La ética personalista enseña cómo el comportamiento sexual ¾ al que afecta lo biológico y cultural¾ es educable y depende, principalmente, de la libertad como característica de un ser personal.
El comportamiento sexual humano es indeterminado, supera al instinto. Es plástico, moldeable a lo largo de la vida, sin fijismos innatos. Es libre, autoperfectible y autocontrolable, no al compás de los sucesos, aunque no siempre resulte fácil lograrlo.
El auténtico lenguaje humano de la corporeidad y sexualidad, cumpliendo la biología se rige, muy definitivamente, por las leyes humanas que emanan del ser persona, creatural. Aquí está el quid: por su propia naturaleza, la persona, criatura a quien la vida le ha sido regalada, está penetrada de intimidad y donación.
El amor sexual humano, misteriosa pero indiscutiblemente, hace que el hombre no desee una mujer, sino una mujer en particular. Análogamente, la enamorada quiere al amado en sí mismo, no directamente por el placer que pueda proporcionarle; pero el hecho se puede torcer: muchos matrimonios que fueron de amor, terminan desgraciados o rotos. Y es que el amor conyugal, como todo amor humano ¾ incluso como todo lo humano¾ nunca resulta suficiente; exige una corroboración, una continua purificación que supere, en estos casos, la intimidad deliciosamente prosaica y práctica del cada día. Los enamorados de verdad, han de estar dispuestos a ser fieles toda la vida: ahí tiene sentido el hijo. Amar y procrear, en definitiva, se hacen del mismo modo.
De nuevo, el magistral Lewis enseñará la lección: “hasta que no se tiene un bebé del que se puedan reír, se están siempre riendo el uno del otro”.
Desde esta simultaneidad y unicidad entre sexualidad y fecundidad, me introduzco en el segundo aspecto del tema.
“Con el amor a cuestas”
Ante la perspectiva de la intimidad y del don, el hijo, fruto del matrimonio, no es una aportación material al mundo. Es una aportación personal, y como tal, el ámbito que le compete es superior a “producto”, superior también a un fruto mío; exige reconocimiento: ser querido por él mismo. Yo, cónyuge, he aceptado una estructura de donación personal, tan comprometida, que hasta la donación corporal se hace exclusiva y excluyente. Porque te quiero a ti y para siempre, no sólo comparto tu cuerpo, sino que deseo un proyecto de vida en común. Gracias a mí, tú serás cada vez más tú. El yo trasciende en un nosotros. El amante se transforma en el amado; en mi comportamiento sexual, no sólo tomo de ti, te acojo en nuestro ámbito, en nuestro hogar. Y el paradigma de ello será el hijo.
Escuchemos a un poeta de mi tierra, Miguel Hernández: “He poblado tu vientre de amor y sementera/ he prolongado el eco de la sangre a que respondo/ y espero sobre el surco como el arado espera:/ he llegado hasta el fondo…/ (…) No te quiero a ti sola: te quiero en tu ascendencia/ y en cuanto de tu vientre descenderá mañana./ Porque la especie humana me ha dado por herencia,/ la familia del hijo será la especie humana./ Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,/ seguiremos besándonos en el hijo profundo./ Besándonos tú y yo, se besan nuestros muertos,/ se besan los primeros pobladores del mundo”.
El formidable acontecimiento de un nuevo hombre
Junto a este ambiente quizá romántico, pero sobre todo real, detengámonos en un cambio lingüístico de cierta entidad. Hasta hace poco tiempo, el origen del hombre se expresaba mediante los conceptos “generación” y “concepción”. En las lenguas románicas existe también la palabra “procreación”. Actualmente el término más utilizado para describir de forma concluyente la transmisión de la vida humana parece ser el de “reproducción”.
Como de alguna manera, el lenguaje siempre apunta al todo, en este cambio resuenan modos distintos de entender lo real. La palabra reproducción, ¿designa el acontecimiento singular que supone el nacimiento de un nuevo hombre? Sinceramente creo que no. Su explicación se basa en los conocimientos de biología sobre las propiedades de los organismos vivos, cuyo rasgo esencial, frente a los artefactos, consiste en la capacidad de reproducirse: la invariancia. El código genético dado una vez, es reproducido siempre de forma invariable, cada nuevo individuo es una repetición exacta del mismo mensaje.
El término reproducción supone la identidad genética -el individuo reproduce siempre y únicamente lo común¾ y también alude al carácter mecánico.
¿Es el ser engendrado así, exclusivamente, un ejemplar reproducido de la especie “hombre”? ¿No será más bien, una persona, es decir, un ser que aun cuando represente de forma invariante lo común del género “hombre”, constituye un individuo nuevo, único, irreproducible, con una singularidad que trasciende la mera individuación de la esencia común?
¡Qué grandeza! El fenómeno biológico de la reproducción queda envuelto en el acontecimiento personal de dos seres humanos.
Hoy día, a nivel técnico, cabe separar lo personal y lo biológico; después, el método es capaz de crear mentalidades. Pero en su dimensión más profunda, se entrevé la ilegitimidad: en realidad, no sólo es cuestión de técnica; las acciones que se llevan a cabo en el laboratorio no proceden tampoco de premisas puramente mecánicas, son fruto de una concepción reduccionista del hombre, del mundo.
Es la propia vivencia personal la que muestra algo más profundo y real que el mismo exponer y demostrar, que el deseo de desvelar todos los misterios, de penetrar en el mundo y reducirlo a una racionalidad trivial; la producción conduce incluso, como señaló Goethe, al desprecio de la propia naturaleza con las consecuencias de la estrechez, la falsedad y la mezquindad. No hay ya lugar para las preguntas que surgen de la profundidad del ser hombre. Vamos a un nuevo mundo, planificado sin dolor ni preocupación alguna, sin vínculos ni humanidad.
Pero, ¿a quién corresponde, quién es el titular de esta razón planificadora? Este origen del hombre no está dirigido por la libertad. El menoscabo que, en el mundo de la planificación sufre el origen del hombre ¾ reducido a escueta reproducción¾ , expresa más bien la ausencia de libertad personal.
La reproducción es un ajuste de necesidades; su mundo es la realidad descrita por la Cábala: combinación de letras y números. ¿Es casual la ausencia hasta el momento de una visión poética positiva, de un futuro en el que el hombre sea reproducido “in vitro”? ¿No será inherente a un comienzo semejante, el negar y finalmente eliminar la dimensión del hombre en que aparece la poesía, la ternura, la compañía?
La razón que reclama dignidad
La postura personalista no es ingenua. Seifert, presidente de la Academia Internacional de Filosofía, afirmaba recientemente que la noción de persona desempeña un papel crucial en la renovación de la reflexión ética. Aun dice más: el personalismo constituye una de las contribuciones fundamentales a la ética del siglo XX, pues combina los portentosos descubrimientos de la filosofía moderna con las grandes intuiciones de la filosofía clásica y medieval.
Creo que son muchos más de lo que parece, quienes aceptan la dignidad que supone ser persona, aunque no lleguen a sus últimos fundamentos. Acudamos a la fuente definitiva ¾ no sólo para los creyentes, sino para todo investigador¾ , el libro más profundo de ética y pedagogía, el libro más leído del mundo: la Biblia.
El Génesis relata la imagen bíblica del hombre y la creación. Su lectura no tiene como propósito definirlo exclusivamente como ejemplo de una clase de seres vivos, sino como novedad absoluta, irreductible a pura reproducción. A diferencia de los animales y plantas ¾ a los que sencillamente se les ordena multiplicarse¾ la fecundidad en el ser humano se vincula expresamente con el hombre y la mujer.
Acentuar el creacionismo de Dios no hace de la entrega humana algo superficial: le otorga su verdadero rango. En el transporte de los cromosomas, Dios entra en juego; por esta inequívoca y misteriosa razón, la unión no se puede realizar de cualquier modo: reclama dignidad.
El procedimiento más honorable es de siempre y para siempre: la unión del hombre y la mujer que se hacen una sola carne, una profunda unidad espiritual, ámbito preclaro y exacto en el que se cumple la misión creadora: la llamada de su ser, sin merma de su libertad.
Leemos en el Salmo 119: “Porque tú formaste mis entrañas,/ tú me tejiste en el seno de mi madre”. Los escritores bíblicos saben que el hombre ha sido tejido en el seno de la madre, que en él han sido cuajados como el queso. El seno materno se identifica con la profundidad de la tierra… en él, cada hombre es Adán, un nuevo comienzo.
Cada persona es más que una combinación nueva de información. El origen de cada hombre es la creación. Lo prodigioso del acto creador es que no tiene lugar junto a los procesos del viviente y su reproducción invariante, sino en ellos mismos.
Me pregunto, junto a ustedes, si he hecho bien haciendo intervenir a Dios en estos asuntos. De no hacerlo, no llego a ninguna raíz convincente. Me pregunto también si he sido valiente al hacerlo; me parece que, sobre todo, he querido ser sensata. Añado otra reflexión de C.S. Lewis: “Creo en el cristianismo como creo que ha salido el sol; no sólo porque lo veo, sino porque, gracias a él, veo todo lo demás”.
Cuando se considera acientífico hablar de Dios, cuando el discurso correspondiente es expulsado del lenguaje del pensar y recluido en un ámbito puramente de construcción subjetiva, dejamos de hablar de manera apropiada del hombre, de su dignidad y derechos. Si sólo aceptamos la racionalidad de los acontecimientos aislados, si se niega la presencia del todo, el saber deja de ser universitario, a lo más estamos en un conglomerado de disciplinas particulares, en una cultura de la disgregación y la separación.
La fundamentación en una ética personalista auténtica hace una nueva síntesis entre ciencia y sabiduría, en la que ni la pregunta por lo singular desplaza a la contemplación del todo, ni la preocupación por la totalidad suprime la solicitud de lo particular. En este reto se decide si existe un futuro para la humanidad, digno del hombre.
El iceberg del amor humano
Para quienes no pueden, no quieren o no les interesa recurrir a los últimos fundamentos, señalo otros aspectos que apuntan a que el origen de la vida se encuentra, de manera propicia y adecuada, en el ámbito matrimonial.
¿Se es feliz cuando se considera la sexualidad algo autónomo en la persona? ¿Sorprende que el sexo colabore en la constitución de una familia? ¿Existe en cada uno de nosotros el deseo de familia?, ¿qué familia?
Quizá, a modo de contestación global, se puede acudir al poeta Antonio Machado: “Poned atención, un corazón solitario, no es un corazón”. Contra cualquier expectativa a favor de muy diferentes tipos de pensamiento en los últimos treinta años, la familia resiste a su forma ¾ como una pareja para procrear¾ y a su significado ¾ como el crecimiento de sus miembros¾ . Sin embargo, el concepto actual de familia se debilita. La causa básica de esta debilidad parece ser una “enfermedad” de la libertad. La pérdida de identidad entre los diferentes miembros de la familia: ni se capta ni se acepta qué es ser padre, madre, hijo, hija, esposo, esposa. El pacto matrimonial queda debilitado y oscurecido por falta de identidad relacional. Sólo queda la soledad; ya no se ve la necesidad de la familia ni para la persona ni para el crecimiento social: aumenta el valor sociológico de los avances de la reproducción artificial, proliferan los equívocos del término “familia” ¾ uniones de hecho, reivindicación de las uniones entre personas del mismo sexo…¾ . En realidad, lo que aflige es la pérdida del significado del amor conyugal, con lo que se van diluyendo los fundamentos que aseguran la dignidad de la persona.
Que aquí haya errores, no ha de llevarnos a incomprensiones. Además, existen aún otras razones, otros condicionamientos, que impiden descansar en la verdad. Un ejemplo sería las actuales exigencias de la jornada laboral: habitualmente conduce al agotamiento de las fuerzas y del tiempo disponible para las amistades, la intimidad, la familia. El efecto combinado de un menor tiempo de ocio, unos salarios más reducidos, los trastornos psicológicos pueden desembocar también en el aislamiento personal: sólo queda tiempo para relaciones superficiales, aunque sean muchas. Y el descanso del guerrero queda entonces justificado, como el pez que se muerde la cola, en los equívocos primeros: los extremos del arco ¾ el derecho al goce sexual como fin o como divertimento¾ . Se está, desgraciadamente, en la punta de la genitalidad. El rico iceberg del amor humano queda hundido, olvidado.
Por estas reflexiones discurría el eminente médico psicosomático Rof Carballo: “Dos movimientos profundos pueden desvelarse en el discurrir de la historia contemporánea: el desencanto de la existencia y el reencanto de la realidad.
“El primero es la exaltación de lo trivial, una cierta penuria de existencia; mientras que el reencanto es esa unidad en la que vivimos, que expresó Pascal con esta verdad tangible y animante: ‘el hombre es mucho más que el hombre’; o Latremònt: ‘me han dicho que soy fruto de un hombre y de una mujer; creo que soy algo más'”.
La buena nueva
Sí, la sexualidad humana es absolutamente buena, verdadera y bella. Una vía grande de libertad y amor; pero no la única. Algunas personas, en su plasticidad, también espiritual, en su plenitud inacabada, en su sed de infinito, son convocadas a otro tipo de compromiso amoroso, de ayer y de siempre: el celibato, la virginidad.
En realidad, y en último término, el amor humano auténtico siempre confluye a la unidad. Radicalmente, todos y cada uno, estamos convocados sólo al amor, que se expresa plenamente en el amor esponsal limpio, exclusivo y excluyente, o en el amor virginal fecundísimo, pletórico de vidas y amistad. Con sus luchas, es sólo digna la fecundidad que respeta y humaniza la vida biológica. En este contexto, en que se entrecruzan el por qué te amo y para amarte, y solamente en él, se teje la lúcida perseverancia feliz de los proyectos vitales.
Estas experiencias, tan fáciles de entender y tan difíciles de explicar, las reflejan adecuadamente, entre otras muchas, dos mujeres: una en la argumentación negativa, la otra en la argumentación real, afirmativa.
La primera descripción corresponde a una novela de Marguerite Durás. Así lo relata Charles Moeller: “(…)sus personajes conocen la muerte por amor, una especie de éxtasis los arranca de sí mismos. Pero nunca en el gozo, siempre en la muerte, la nada, el vacío, la imposibilidad. Me pregunto si no es precisamente porque persiguen una total asimilación de sí mismos con el otro y por el otro, porque quieren convertirse en el otro hasta el punto de desaparecer, por lo que chocan con el muro de lo imposible y, finalmente, con la muerte. Desde luego, el amante quiere comer a la amada; pero si esta ‘comunión’ sucede únicamente bajo el signo de lo sensible, sin apelar a la persona en lo que tiene de incomunicable, se vuelve a caer necesariamente en el ciclo de la eterna repetición del paso en el presente, en la nada. Uno jamás se convierte totalmente en el otro: es preciso aceptar que sea él mismo y lo siga siendo. Pues bien, los personajes de Durás no encuentran nunca realmente a los otros, quedan fascinados por ellos, pero no se encuentran con ellos (…)”.
El otro testimonio corresponde a una gran pensadora, discípula de Heidegger, llamada Hannah Arendt. Así relata el origen de la vida humana: “El milagro que salva al mundo, al dominio de los asuntos humanos de la ruina normal, es a fin de cuentas la natalidad, en la cual se enraiza o­ntológicamente la facultad de obrar y de actuar (…). Es esta esperanza y esta fe en el mundo lo que encuentra, sin duda alguna, su expresión más sucinta y más gloriosa en esa pequeña frase del Evangelio, la buena nueva: ‘nos ha nacido un niño'”.
Acabo el tema. De los extremos equívocos de la sexualidad, con distintas trayectorias, atajos y correrías, hemos llegado al anuncio gozoso de la vida humana.
No he resuelto cosas, no es lo que trataba. Sí he intentado que pensáramos juntos; quizá se haya logrado volver a descubrir cosas que ya sabíamos, que se asientan en la conciencia, que incluso la intranquilizan para el bien, pero mucho más la reconfortan y comprometen. Decía Dante: “Un amor che nella mente mi raggiona”.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter