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La mediocridad

Los espíritus ebrios de perfeccionismo, se dedican a arremeter sin tregua, y frecuentemente sin piedad, contra la constante mediocridad de los hombres; la capacidad reducida, las limitaciones, para estos perfeccionistas, resultan insoportables.
Y sus críticas acerbas tienen siempre el éxito asegurado: el blanco hacia el que las dirigen es tan grande, que es prácticamente imposible fallar.
Las palabras duras, de temple machista, de «respiro amplio», condimentadas con dosis de sadismo e incluso de masoquismo, soliviantan a los lectores o a quienes les escuchan estupefactos y, en el mejor de los casos, son el punto de partida de tempestuosas conversaciones llenas de emotividad.
Los «profetas apocalípticos», los críticos de la sociedad sin corazón, los demoledores de los mitos, en el fondo, no hacen otra cosa que acabar de tirar una puerta ya a punto de caer; la puerta que conduce a una experiencia ya muy antigua: experiencia que nos habla de la limitación y la fragilidad de la criatura arrojada del paraíso.

Apagar la esperanza

Pero sus peroraciones fanáticas no calman nuestra angustia, ni mucho menos nuestros sufrimientos.
Van sembrando irritación, y no llevan a vivir la caridad; inquietan los espíritus, y apagan la esperanza.
Fomentan titanismos de autoposesión y autodominio, y van desencadenando los «tigres de papel», propios de ideales paranoicos.
Combaten furiosamente todo aquello que en el hombre les parece impuro o simplemente descompuesto; y caminan llenos de autosuficiencia en este nuestro mundo, en el cual, ya lo sabemos, junto al grano de trigo, crece siempre, astutamente, la cizaña. Tienen siempre en sus bocas sentencias o alternativas tajantes e inapelables.
Gritan, fustigan, desenmascaran hipocresías, van encontrando siempre el lado negativo de toda alma y, al recorrer el mundo, van esparciendo la oscuridad tenebrosa de la virtud mediocre. Leon Bloy en Francia, Giovanni Papini en Italia, han sido quizá los grandes escritores que se dedicaron a estas tareas últimamente. Y hoy también se dan esos escritores: Heinrich Böll, Julien Green, Graham Green siguen las mismas forjas de Savonarola, aunque secularizados, por no mencionar un buen número de los así llamados «autores espirituales» de nuestro tiempo.
Personajes de este estilo, han influido notablemente sobre las costumbres de una época y de algunos países; pero, su modo de ver la vida, su postura de fondo, no es de ninguna manera recomendable: simplemente porque es inhumana, en el sentido más estricto del vocablo.
Su ira desencadenada, cansa; se muestra teatral, se va vaciando poco a poco de significado y, en último término, se esteriliza, cuando no resulta contraproducente.
Espíritus verdaderamente grandes
Los hombres de todas las épocas, antes que nada, tienen necesidad de ser confortados, animados a ser mejores; tienen necesidad de afecto y de confianza, precisamente porque son conscientes de su mediocridad.
Los espíritus verdaderamente grandes, no aman las palabras altisonantes y las acciones superlativas, no esconden sus limitaciones al enfrentarse a cualquier tipo de grandiosidad. Tienen miedo a las ideas incorpóreas, angelicales, que se elevan sobre la tierra y vuelan inalcanzables sobre nuestras cabezas, como estelas de fuego.
Aman en cambio, la realidad en toda la extensión de la palabra, y frecuentemente aman el campo entero en el cual, como afirmó Jesucristo, de noche se siembra el mal. No se escandalizan de verificar que en nosotros, y entre nosotros, hombres normales del género humano, no se da ni el blanco ni el negro absoluto: «Sólo Dios es Bueno»; los demás somos todos grises, de tonos mediocres, aunque aspiramos toda la vida, y con dolor, a obtener una pureza que quizá nunca alcanzaremos plenamente.
Y cuanto más variedad aparece en el campo, mayor es la confusión de los «espiritualistas irreprensibles», cuya murmuración no cesa, mientras los más violentos e impacientes, abanderan una cruzada y amenazan con catástrofes punitivas.
El verdadero hombre espiritual, en cambio, no se deja consumir de este celo intempestivo: sabe esperar, sin prisas y sin nerviosismos, acepta con amor las tareas cotidianas, y dirige toda su existencia, sus acciones y deseos hacia la victoria del bien.
«El auténtico heroísmo, la verdadera bondad y belleza, caminan con sandalias ligeras: sin ruido ni estrépito. En cambio, todo aquello que en este mundo es variable, lleno de ruido, de aparentes heroísmos, de falsa felicidad y de bellezas contrahechas, de ordinario, pasa sin que se le tome en cuenta: no sirve para nada» (W. Raabe).
«El hombre santo/ rechaza aquello que es extraordinario, rechaza lo que es excesivo/ rechaza lo grandioso» (Lao-Tse).
En el Reino de los Cielos, que como enseña el Evangelio es semejante a un tesoro escondido bajo tierra, entrarán sólo los niños; y los niños viven de todo aquello que es pequeño; respiran los aromas, y, jugando con cosas pequeñas, desarrollan poco a poco su capacidad espiritual. El mayor de todos los peligros es caer en el orgullo espiritual, que es la peor de todas las mediocridades. De esta Torre de Babel rara vez se desciende a la realidad: muchos en cambio, se precipitan desde su alteza en el abismo de una carnalidad artificiosamente aislada: pasan de una ilusión a la otra, por obra de un triste y notable corto circuito: sus miras son rastreras, y no comprenden aquello de: «No aspiréis a cosas demasiado elevadas, aspirad en cambio a aquellas que son humildes» (Rom. 12, 16).
En contraste con las grandezas mediocres (mediocridad dramatizada), que equivale a una gran bajeza, frecuentemente surgen los hombres que humanamente son verdaderamente grandes como los santos que se forjan con base en cosas pequeñas, como dijo un día Lao-Tse, de modo que conmueve:
«Incluso el árbol más imponente, un día fue una delicadísima pluma; de un puño de savia, ahora se alza una torre de nueve pisos, e, igualmente, un viaje de mil leguas, se comienza con el trozo de tierra que pisan tus pies».
Verdaderamente todo es pequeño en nuestro ambiente humano-divino. Y, aquello que es pequeño, debe ser siempre considerado como pequeño.
Amor que salva
Todos los tipos de idealismos y no olvidemos que el materialismo es fruto del idealismo, quieren estar siempre encima de lo que es nuestra verdadera naturaleza y así, la deforman y nos hacen desgraciados, infelices.
Realismo, en cambio, significa vivir la grandeza en aquello que es pequeño, saber descubrir el resplandor áureo del tesoro escondido, no arrojar a los cerdos la perla inestimable de lo ordinario.
El amor por el mundo se manifiesta exclusivamente en esta atención por aquello que es diminuto, con un realismo y sentido práctico que conduce a cuidar las cosas pequeñas, con delicada precisión y solicitud, enfocando cada cosa insignificante, sin mezquindad, sin caer en el fetichismo de las cosas o de las acciones que vivimos en nuestra irrelevante existencia diaria.
Es por este amor que salva al mundo, por el que la poesía sabe y gusta en prosa ordinaria, se descubre así, el esplendor escondido y la profundidad de cuanto es simple y pequeño. «Con frecuencia los amores más sublimes se terminan, en este mundo de relatividad y temporalidad, por carencia de alimentación humilde, manifestándolo en cosas pequeñas y concretas; y ninguno tiene derecho de tachar un amor de mediocre, de superfluo o de sensual al que simplemente necesita, para manifestarse y para vivir, de caricias, de flores, de puntualidad o de regalos, que muchas veces, son insignificantes» (Gustave Thibon).
Quien no sabe soportar el condicionamiento y la limitación de la existencia terrena, el que rechaza escandalizado el natural modo de hacer y desarrollarse de nuestros sentimientos pretextando que son poca cosa, no se eleva en modo alguno por encima de ello, sino que se encierra en una asfixiante campana de vidrio, de una supuesta «aristocracia espiritual» totalmente anticristiana.
Fenelon describía este fenómeno en una carta famosa, dirigida a una monja, la cual si bien era una mujer de gran ánimo y voluntad férrea era, por naturaleza, soberbia, llena de desprecio por las «cosas mundanas», y tenía, por tanto, una gran necesidad de aprender a humillarse en las cosas «de poco», y por medio de ellas: «Si Dios ama al hombre, ama aquello que es mediano, normal, por la pobre virtud pequeña, las pobres y pequeñas posibilidades humanas» (Barón de Hügel).
Los grandes hechos, los ideales desmesurados, las gestas heroicas, no se adhieren a nuestra fatigosa vida cotidiana. Es necesario acoger con desconfianza las aspiraciones que el sentir común de los hombres buenos y normales, juzga ineficaces, como dijo una vez San Francisco de Sales, refiriéndose a un ejemplo del deseo de una cierta perfección a la cual nadie puede alcanzar: «Evitemos este acumularse de deseos, para que no vaya a suceder que con ellos nos consideremos ya satisfechos, y, en cambio, procuremos realizar las obras, que son más útiles que todas las peroraciones en torno a las aspiraciones y perfecciones irrealizables, porque Dios aprecia más la fidelidad a las cosas pequeñas que están a nuestro alcance, que el celo por las cosas grandes que, en realidad, no dependen de nosotros».
Cuando soy débil entonces soy fuerte
También San Agustín temía a los hombres que bramaban tanto por los valores supremos que, si se intentaran alcanzar, se romperían y les decía: «Te recomiendo, a fin de que no te hagas pedazos (ne forte crepres), a descender más bajo. Dios te visitará en tu humildad».
Y ésta es, precisamente en contra de toda santidad aparente o farisaica, la Revelación de la Nueva Alianza: la Omnipotencia divina, se manifiesta en la fragilidad humana.
(…) No se trata sin embargo de una glorificación de la nulidad, ni un trágico desfondamiento del cielo, sino de la Revelación del Infinito, en el espacio finito de la criatura.
Y todo esto no a la manera de un atardecer de los dioses, sino con mansedumbre, modestia, como simple y silenciosa fue la vida de Dios en un pueblecito humano, como gozoso mensaje a los pobres.
Menos discursos exigentes y más manos extendidas para consolar. Menos prejuicios, y mayor profusión de ánimos y buenos alientos. Menos pensamientos grandes, sublimes y complicados, y más amor y cuidado por las cosas pequeñas, «cotidianas», «banales», «mediocres». En definitiva, hacen falta menos críticos y más poetas, de aquella poesía que penetra la profunda realidad del mundo de los hombres.
Las cosas pequeñas
La mediocridad perniciosa es aquella que no conoce ninguna nostalgia por el bien y el mejoramiento, por la superación; aquella que encuentra en el banalizarlo todo y en el temporalizarlo todo, su expresión más característica.
El sentido de lo real, exige respeto hacia la escala de valores humanos y espirituales: no admite pactos con la subversión.
La desdramatización necesaria para la conservación de un criterio, sano y realista, no se confunde con la eliminación o la simplificación cómoda, burguesa, miope y desconsiderada de todo tipo de dificultades y de problemas.
Todos deberíamos considerarnos pequeños, niños, pero sin llegar a imaginarnos vivir en un mundo sin grietas y sin asperezas.
Nunca se nos ahorrarán ni el dolor ni la fatiga; no debemos eludir los fracasos ni las caídas; siempre estarán circundándonos, constantemente, los misterios de la vida y la muerte; y la mediocridad nos acompañará hasta nuestra sepultura. Y ante todo esto, ¿qué hacer? Desde luego, no caer en agitaciones patéticas, ni somnolencias insoportables; tampoco en heroísmos fanfarrones, sino más bien en un abrazar fuertemente las cosas pequeñas.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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