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Revolución de las audiencias y ética de las virtudes

La influencia de los medios de comunicación social sobre todo de la televisión en las conductas personales y sociales, es un tema que suele provocar chispas y sobre el cual todo mundo se siente con el derecho y hasta la obligación de opinar. Con desgraciada recurrencia, además, los mismos medios de comunicación social lo ponen en la agenda de discusiones cuando suceden tragedias que se atribuyen al mimetismo de la programación violenta, inmoral, etcétera. No es extraño, por ello, que en las discusiones normativas sobre la influencia o los efectos de los mensajes de la comunicación colectiva se abogue por una deontología basada en el respeto a unos valores más acordes con la dignidad de la persona humana.

DEBATE: DISCUSIONES NORMATIVAS SOBRE LA COMUNICACIÓN SOCIAL

Como señala Denis McQuail, las discusiones normativas (en torno al deber ser) de los medios de comunicación social, se vinculan con tres conjuntos diferentes de expectativas de las audiencias en relación con los valores sociales y culturales que aquellos difunden: la dimensión educativa, la ontológica y la estética. La primera «tiene que ver con la calidad moral y la seriedad del contenido, en el sentido de que el contenido típico puede ser edificante o entretenido, pesado o ligero, según los patrones propios y la elección de los términos, los primeros de los cuales, en cada pareja, suelen suponer asociaciones morales positivas, mientras los segundos tienen connotaciones, cuando no inmorales, seguramente amorales». La segunda dimensión o fuente de discusiones se refiere «a la orientación hacia la realidad o la fantasía, de acuerdo con las expectativas respecto a si el contenido debe ajustarse literalmente a la escena real correspondiente, o bien puede ser libre de inventar y jugar con la realidad». Finalmente, la dimensión estética, o cultural, «se refiere al grado en que tanto el contenido como la forma pueden considerarse arte (por ejemplo, de acuerdo con la línea divisoria (…) entre alta cultura y cultura de masas). Estas tres dimensiones tienden a relacionarse estrechamente y reflejan también los valores dominantes en la mayoría de las sociedades (que favorecen la realidad, la moralidad y el arte, en general en este orden)» .
Lógicamente, las discusiones en esos tres ámbitos varían de acuerdo con las características de cada medio de comunicación colectiva en sus diversas modalidades de mensaje, género de programa, etcétera, pero de momento dejemos simplemente establecido el marco general del debate normativo. Hay discusiones por discrepancias entre los valores esperados por las audiencias, las dimensiones educativas ontológicas y estéticas, y lo que les ofrecen los medios de comunicación. Los valores, sin embargo, son sólo una cara de la moneda.
De entre los numerosos descubrimientos de los comunicólogos sobre los efectos o la influencia de los medios en las conductas personales y en la sociedad, conviene centrarse en dos conclusiones que abordan el problema desde la óptica de los receptores:
1) Que los mensajes no son omnipotentes: son «filtrados» y «acomodados» según las necesidades, deseos y frustraciones de las personas que los reciben, y además, contrastados y mediados por las exigencias integradoras de los grupos a los que pertenecen los destinatarios de esos mensajes. En otras palabras, ante las intenciones manipuladoras los receptores cuentan con mecanismos de defensa a nivel psicológico y sociológico .
2) Que la cuestión no se reduce a observar lo que los medios hacen a la gente, sino lo que la gente hace con los medios , el uso que les dan.
Pues bien, en una persona, en una sociedad sin virtudes, los medios pueden hacer mucho en la gente, y la gente puede hacer poco para amortiguar sus influencias indeseables. Sin hábitos de templanza, fortaleza, austeridad y ahorro; sin una formación personal adecuada que proporcione un sentido crítico entrenado; sin aficiones a la lectura, a la buena música o a la conversación; sin pasatiempos ajenos a los intereses comerciales del momento; sin las virtudes grupales de la convivencia, el deporte y la cultura, que proporcionen alternativas al tiempo libre en la familia, se atenúan los factores de mediación y se deja vía libre para que los medios tomen la iniciativa respecto a las propuestas de actitudes, valores y comportamientos que pretenden.

TODO CAMBIO SUSTENTABLE EN VALORES DEBE APOYARSE EN VIRTUDES

Por lo anterior, la verdadera solución a los problemas derivados de conductas disfuncionales asociadas a los medios, se encuentra más en la formación de hábitos y criterios normativos positivos en los distintos actores de la industria cultural [nosotros sólo hablamos en este momento de los destinatarios], que en la crítica a dicha industria y la simple proclamación de la necesidad de una ética de valores para los contenidos que se difunden. No es que esto no se deba hacer, pero no podrá evitarse el largo camino de educar a los distintos actores del proceso y especialmente a los así denominados «receptores». Mientras en estos permanezca la cómoda actitud de la alegre «aceptación acrítica» de las estrategias que ofrecen de manera virtual sueños, status y gratificaciones condicionadas a conductas consumistas, poco podrá conseguirse para generar un nivel cultural más enriquecedor y alentador en nuestra sociedad. En pocas palabras, se requiere de una «revolución de las audiencias» para conseguir los cambios.
Una ética de valores desvinculada de la ética de las virtudes es letra muerta. De muy poco sirve, y hasta puede resultar desventajoso, proclamar, difundir unos valores si no se establecen los mecanismos para encarnarlos en las personas. Es incluso contraproducente, porque tarde o temprano se generan en la sociedad dos fenómenos que hoy ya son generalizados en las audiencias mexicanas: la falta de credibilidad y el cinismo. Por ello es preciso enfatizar, por un lado, la importancia del valor de la verdad en las actuaciones de los informadores y comunicadores y, también, la congruencia de vida en todos los ámbitos sociales como factor generador de confianza y solidaridad en nuestra sociedad.

CRISIS DE VALORES Y VIRTUDES

Los valores no son el bien, hacen referencia a una cierta excelencia, señalan un ideal deseable, pero para conseguirlo se requiere lucha, compromiso personal y social, y eso se consigue mediante virtudes. Por eso, yo no creo que nuestra aguda problemática de descomposición social sea resultado de una crisis de valores, que existe, sino más bien de una crisis de virtudes. Porque el problema sí, es en parte cultural, en el sentido de difusión de determinadas ideas positivas, pero también y en mayor medida es un problema vital, de comportamiento, de esfuerzo por elegir alternativas de entretenimiento enriquecedoras, positivas a nivel individual y familiar. El problema de México y no sólo referido ahora a la exposición ante los medios de comunicación colectiva es de carácter moral, en su sentido más etimológico: de costumbres apoyadas en virtudes. Decía Martín Luis Guzmán hace años: «Sigo creyendo que uno de los graves males de México, de los peores, es la falta de virtud y, por tanto, la inmoralidad. La inmorali
dad no sólo en cuestiones económicas (…) sino en todos los órdenes. Es muy difícil conseguir que todos los mexicanos seamos leales a nuestro deber dondequiera que estemos. Por lo general, el mexicano antepone sus intereses personales () Por eso, cada vez que nuestros valerosos, inteligentes, heroicos gobernantes „oporque los tenemos y los hemos tenido„o resuelven acometer empresas que pueden salvar a México, siempre pienso: Bueno, y ¿quiénes van a ser los hombres que con lealtad cumplan lo que es el propósito inicial y final?. Porque esa es nuestra situación. No hay desengaño: hay, sencillamente, percepción de una realidad» .

UNA CULTURA BASADA EN LA RESPONSABILIDAD MORAL

Igualmente, el profundo cambio que está requiriendo nuestro país sólo podrá llevarse a cabo cuando detrás de la responsabilidad social y jurídica se encuentre, firmemente arraigada en toda la sociedad, una cultura de responsabilidad moral. El motivo por el que realicemos actividades que contribuyan al bien común debe tener como fundamento un principio de convencimiento personal y no la coerción de las leyes o el temor al ostracismo social. La verdadera medida de un comportamiento ético sustentable, a nivel personal y social, es el grado de fundamentación en la responsabilidad moral.
Pero esa responsabilidad moral requiere de un sustento que la haga operativa. Requiere de hábitos positivos que faciliten como en una segunda naturaleza su eficaz puesta en marcha. Requiere de virtudes. La virtud se alcanza como consecuencia del compromiso con un proyecto personal valioso y eso nos hace grandes y también felices. Este comportamiento ético es, además, solidariamente diseminante a toda la sociedad .
Podemos hablar todo el tiempo de valores, organizar cientos de foros, pero si los valores van por un lado y la vida personal por otro, poco podremos conseguir para eliminar la aguda crisis social por la que atraviesa nuestro país. Crisis que manifiesta, de manera patética, la encuesta realizada en 1998 por la organización «Transparencia Internacional» sobre índices percibidos de corrupción en 80 países. En una escala en la que diez es la calificación perfecta, México obtuvo 3.33 puntos situándose a 55 países de distancia del líder (Dinamarca) .
¿Qué sentido tiene hacer esta distinción cuando hablamos de la ética en los medios de comunicación social? Estos son algunos motivos:
1) Los valores pueden enseñarse, mostrarse, transmitirse de manera inmediata, instantánea, pero para su asimilación, para su conversión en virtudes, se requiere de procesos largos de aprendizaje, que implican la participación y el compromiso del interesado y de los grupos primarios y secundarios que lo rodean. Una cosa es la difusión de comportamientos positivos, y otra es su adopción en forma de virtudes.
2) En una ética de valores, el papel de los medios es protagónico: su misión es más difusiva que educativa. En una ética de virtudes, el papel de los medios es subsidiario, de ayuda y de refuerzo a las instituciones primarias, muy particularmente a la familia.
3) Los medios pueden crear conciencia e inducir a la adopción de comportamientos positivos, y reforzarlos, máxime cuando estos se presentan encarnados en personajes modelo, en líderes de opinión. Quien es virtuoso, o de quien se piensa que lo es, se convierte, automáticamente, en un paradigma, un ejemplo a seguir. En él o en ella se reflejan conjuntos de valores encarnados en forma de virtudes. Y la admiración invita a la imitación. Encontramos en ese «otro» algo atractivo, algo que nosotros no poseemos . Por ello, las discusiones sobre la moralidad de determinados programas difundidos por la televisión se centran tanto en lo que los personajes dicen o dejan de decir, como en lo que hacen o dejan de hacer: es decir, una ética de valores y una de virtudes.
4) Cuando en la actuación cotidiana se da un conflicto entre la ética de los valores y la ética de las virtudes, se produce un rompimiento muy grave. No se vive lo que se predica, se pierde la credibilidad y con ella la confianza. Aparece esa cultura de la sospecha que enfrentamos en México. Como consecuencia, el valor que más debemos difundir es el del amor a la verdad en sus distintas manifestaciones: la veracidad, decir lo que se piensa; la integridad de vida, vivir como se habla; y la credibilidad, cumplir lo que se promete .

CUATRO VALORES PARA LA REFLEXIÓN ÉTICA

En opinión de Pinto de Oliveira, «la reflexión ética puede resumirse en cuatro valores fundamentales: la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad. Con ellos se puede dar cuenta de las exigencias, de los deberes de la vida social, más particularmente de la comunicación social y de los problemas éticos que ella suscita o encuentra» .
Esta reflexión ética no es una abstracción alejada de las decisiones operativas en el mundo real y problemático. Cuenta Andrés Oppenheimer, que hace algunos años un ejecutivo chileno, conocido suyo, tuvo que hacer un estudio en la audiencia mexicana para probar la receptividad del slogan mundial de Coca Cola «It´s the real thing», «Ésta es la verdadera». Un muestreo reveló que el aviso no convencía. El público reaccionó negativamente, sospechando que si una empresa estaba enfatizando el concepto de «verdad», era porque estaba escondiendo algo malo sobre el producto. El eslogan fue reemplazado por «Es la chispa de la vida» .
A comienzos de 1998, refiere nuevamente Oppenheimer, «una encuesta realizada en 17 países de América Latina, llegó a la conclusión de que el primer rasgo característico que sobresale de la cultura latinoamericana lo conforman los bajos niveles de confianza interpersonal. La encuesta reveló que un 78 por ciento de los latinoamericanos desconfían del prójimo en una proporción muchísimo mayor que en Estados Unidos y Europa, y con altos costos, pues los inversionistas evitan canalizar sus inversiones y, cuando lo hacen, toman precauciones legales extraordinarias. Como las empresas deben gastar más en publicidad, estos costos se pasan a los consumidores no sólo en términos de precios de productos sino en ambientes culturales dominados por las exigencias de la mercadotecnia» . Un bombardeo de spots publicitarios, muchas veces de pocos segundos de duración, pero con mayor frecuencia.
Como ha advertido Francis Fukuyama, no es posible ya divorciar la vida cultural de la económica. En una era en la que el capital social puede resultar tan importante como el capital físico, solamente aquellas sociedades con un alto grado de confianza social podrán ser capaces de crear las organizaciones flexibles y multinacionales que están siendo necesarias para competir en el mundo moderno . Sólo a través de la creación de una sociedad virtuosa, que busque y quiera actuar bien de manera autónoma gracias a su responsabilidad moral personal, podremos desterrar de nuestra sociedad la terrible desconfianza y el cinismo que está minando todos los ámbitos de las relaciones sociales.
Pero el precio por la cultura de la sospecha y la desconfianza interpersonal no es sólo económico. Muchas vidas humanas se pierden cada año simplemente por la falta de credibilidad en las personas y en las instituciones. Un ejemplo: el grito de alarma de las autoridades sobre un terrible huracán que se avecina y que obliga al desalojo inmediato de los hogares resulta infructuoso porque los inquilinos sospechan que se trata de una artimaña para robarles sus pertenencias. Y pagan con su vida el encuentro con la verdad.
Es preciso, pues, distinguir entre la ética de valores y la de virtudes Al hacerlo podremos, por un lado, determinar más claramente entre lo que debe exigirse a los distintos actores en la creación y difusión de mensajes en los medios audiovisuales y lo que debe exigirse a otras instituciones sociales, muy especialmente a la familia y la escuela, a sabiendas de que no se excluyen estos ámbitos: deben establecerse mecanismos para actuar conjuntamente.
Actualmente, quizá la principal «virtud» del televidente es el «valor» de no encender la televisión, o de apagarla si no encuentra algo que le satisface. Hablamos de la virtud de la fortaleza. El «mensaje» que esta actitud de rechazo enviaría a los productores de programas, a los canales de comunicación, a los anunciantes, a los comunicadores sería fulminante. Por allí, sólo por allí, podría empezarse la auténtica «revolución de las audiencias».

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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