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La antidemocracia de los matrimonios homosexuales

Sabemos que el matrimonio entre hombre y mujer no precisa el reconocimiento o apoyo estatal para existir: matrimonio y familia existen mucho antes que el Estado en el orden cronológico, social y ontológico. Entonces, ¿por qué todos los estados reconocen y benefician el matrimonio entre hombre y mujer? Si no lo crean, ¿por qué darle reconocimiento y legitimación explícita?
Alguno podrá argumentar que quizá sea para darle un sello oficial de aprobación moral o validez religiosa. Esto podría ser en algunos estados teocráticos, pero no en la gran mayoría de los que hoy reconocen y legitiman el matrimonio heterosexual, estados no confesionales, democráticos y libres. Por otra parte, si la finalidad fuera el apoyo moral o religioso, habría que preguntarse por qué el Estado no da apoyo oficial a otros importantes vínculos religiosos ordenación sacerdotal o voto de los monjes o a las muchas amistades que forman la base de la sociedad civil. ¿Por qué no hay un registro oficial de amistades donde inscribirnos cada vez que hagamos nuevos amigos o amigas?
La respuesta es evidente. El Estado tiene un interés especial en la unión entre hombre y mujer porque es el único vínculo que genera nuevos seres humanos, indefensos pero imprescindibles para la comunidad. Este interés no implica la desaprobación estatal indirecta de los monjes ni de los amigos en general.
Es verdad que hay cierto sello simbólico a favor de la familia en la que se enmarca el matrimonio entre hombre y mujer, pero este sello moral no es el fin que el Estado persigue; se trata de un efecto secundario. La meta al reconocer y legitimar jurídicamente el matrimonio heterosexual es el bien de los hijos, querido por razones evidentes: si no se protegen y educan con cuidado, y por muchos años, no habrá una nueva generación de ciudadanos capaces de asumir su papel en la libertad ordenada que es la democracia.

FAMILIA TRADICIONAL: INDISPENSABLE

Para proteger y formar a los niños, que son muy vulnerables, se necesita una familia unida, un padre y una madre capaces de resistir las fuerzas desintegradoras ¾ internas y externas¾ e incluso abuelos que respalden a padres e hijos. Por lo tanto, el Estado hace todo lo posible para fortalecer el vínculo matrimonial. Insiste en un compromiso refrendado públicamente e impone derechos y deberes mutuos para todos los miembros de la familia.
Más aún, el Estado reconoce los sacrificios que han de hacer los padres por sus hijos, quienes sirven también al bien común y al interés general de la sociedad. Estos sacrificios merecen recompensa y hasta cierto incentivo estatal. Por eso se proponen ventajas especiales para la amistad matrimonial, para que la gente forme y conserve esta amistad a pesar de las dificultades que surjan. Estas ventajas pueden y deben reflejarse, como ocurre en la mayoría de los países, en el reparto equitativo de las cargas fiscales, en el acceso a las ventajas de la seguridad social y en el derecho civil en general.
Así se entiende que el Estado deba otorgar también un seguro y una ventaja jurídica específica a cualquier persona casada que elija apartarse de su carrera profesional pública para dedicarse al cuidado de los hijos. Para hacerlos menos vulnerables (la madre, pero a veces también el padre) se hace a sí misma muy vulnerable. Comparte voluntariamente la vulnerabilidad y dependencia de los niños. Sabe que está perdiendo defensas frente al divorcio o la muerte de quien gana los ingresos familiares. De este modo, aunque sea una persona adulta y potencialmente independiente, merece atención y hasta un subsidio especial amparado por el derecho. La justicia, el bien de los niños y el bien común así lo requieren.

NO CERTIFICAR NO ES PROHIBIR

Lo anterior no sorprende, pues se deriva de los requerimientos de equidad vigentes en cualquier sociedad moderna. Lo que sí sorprende es cómo nos olvidamos de ello cuando se trata de legitimar como familia uniones entre personas del mismo sexo. Por ejemplo, suele decirse que los homosexuales no son libres de casarse ni de tener una vida familiar normal y que, por tanto, hay que adecuar una legislación para que sea posible. Pero es falso. Así como el matrimonio heterosexual existe antes de cualquier reconocimiento estatal, las amistades homosexuales también pueden existir sin certificación oficial.
No certificar no es prohibir. Tanto los gays como los monjes son plenamente libres de hacer votos de fidelidad sin pedir permiso a estado alguno. Incluso si se creara una religión que aprobara y llamara «matrimonio» a su unión, el Estado también lo permitiría. Una vez conseguida la no punibilidad de sus actos sexuales, los homosexuales no pueden decir que haya obstáculo alguno que les impida formar uniones permanentes de amistad a su libre arbitrio.
Entonces, ¿por qué seguir debatiendo la cuestión? ¿Qué pretenden quienes defienden la legitimación de las uniones homosexuales? La respuesta es clara otra vez. Quieren los beneficios indirectos y directos que el Estado da a los matrimonios entre hombre y mujer para conformar familias. Se pide el «sello de aprobación» de la familia tradicional a resultas de un malentendido: la aprobación estatal de la familia es sólo para que críe bien a los hijos, no para que goce de algún estatus religioso o moral.
El Estado moderno no tiene ningún propósito directo en dar sellos aprobatorios a ciertos tipos de amistades ni a ritos particulares de iniciación, ya sean primeras comuniones o bailes de debutantes. Según John Stuart Mill ¾ el gran pensador liberal¾ en su famoso ensayo On Liberty, «sólo cuando hay daño definido o un riesgo concreto, bien al individuo o bien al público, sale el caso del marco de la libertad y entra en el de la moralidad y el derecho».
En el caso que nos ocupa, el Estado presume que las personas adultas no precisan permisos morales especiales para ejercer su libertad. Proponer que el Estado dé tales sellos y permisos es volver a un estado pre-democrático y pre-liberal. No obstante, vemos que se sigue insistiendo en que el Estado reconozca o legitime unos permisos morales concretos y explícitos referidos a las uniones homosexuales, ¿por qué? Se suelen dar tres argumentos.
1. «Aparte de cualquier sello simbólico, el apoyo estatal nos ayudaría a formar amistades más fuertes y perdurables. Y éste sería un gran beneficio porque disminuiría el caos o provisionalidad que a menudo existe en nuestras vidas sexuales».
Aunque el argumento pueda ser cierto, también es pre-ilustrado, traido de otros tiempos afortunadamente superados, basado en el paternalismo y el supuesto papel activo del Estado para proporcionar una feliz relación afectiva a sus ciudadanos. Hoy, el apoyo estatal a los matrimonios heterosexuales no requiere basarse en nada de eso. Para justificar sus ventajas jurídicas es suficiente el fin de proteger y formar bien a los hijos. De aquí que neguemos la validez de este argumento.
2. «Pero nosotros también podemos tener hijos. Con la ayuda de otras personas fuera de nuestras parejas podemos, por ejemplo, adoptar niños».
Este argumento es un poco más fuerte, porque se basa en el bien de los niños. Pero tampoco convence. Como es sabido, las parejas homosexuales no pueden concebir hijos, entonces, no hay ¾ ni puede haber en una comunidad libre¾ ningún interés estatal en promover tales parejas.
El interés de la comunidad sólo surge cuando otras personas dan a estas parejas la posibilidad de criar niños. Ahí sí, el Estado tendría un interés que ejercer. Ante todo, debe decidir si el bien de los niños permite que sean adoptados por parejas homosexuales. Sólo si se resuelve afirmativamente esta cuestión, habría un interés estatal en fortalecer y legitimar estas parejas.
Es decir, no hay ninguna necesidad de sancionar la unión de hecho ¾ como familia¾ hasta que se apruebe en principio la adopción de niños.
3. «Si no se reconocen nuestras uniones por no ser fértiles en sí, ¿por qué se reconocen matrimonios entre heterosexuales infértiles o entre gente mayor?».
No hay heterosexuales infértiles en sí, de quienes se sepa con certeza absoluta que no pueden tener hijos. Aunque fuera posible comprobar en algunas parejas la imposibilidad de concebir, requeriría una invasión de la vida privada políticamente inaceptable y, además, muy costosa. Así, es razonable que el Estado presuma que exista la posibilidad de tener hijos en cada pareja de hombre y mujer.
En el caso de matrimonios entre personas mayores, la argumentación sería sensata si, y sólo si, esas personas no pudiesen procurar como abuelos un bien (en el que se proyecta la imagen del matrimonio) a sus nietos o a los niños en general. Como ello está lejos de poderse argumentar, fuera de casos muy aislados, la objeción tampoco es válida.

CUANDO LEGITIMAR DISCRIMINA

Aparte de la necesidad de intervenir en la vida privada para proteger a los niños, el Estado debe abstenerse de cualquier otra intervención en los ámbitos afectivos. No debe pretender certificar oficialmente todas y cada una de las amistades aprobadas o amparadas por la comunidad donde se den. La razón fundamental de esta abstención no es sólo guardar la pureza de la doctrina liberal sobre la no injerencia, sino la protección que el trato igualitario debe brindar a cualquier unión, es decir: el principio de no discriminación.
Si el Estado legitimara la unión homosexual sería injusto para el resto de estilos de vida que también pretenden disfrutar del beneficio de la legitimación y que ahora quedan fuera. Se trata no sólo de los monjes que pueden aspirar a constituir una familia monacal, sino también de las muchas y variadas combinaciones de personas y fines posibles por la libertad de elección. ¿Cómo excluir, por ejemplo, la poligamia, otras formas de matrimonio plural o las «comunas de amor libre»? Incluso, ¿por qué quedarnos solamente con las uniones afectivas en las que hay contacto físico aunque sólo sea visual? ¿Por qué no certificar todas las amistades o uniones que la gente quiera registrar, incluso las virtuales?
Por la legitimación que ampara el principio de no discriminación, que recogen casi todos los ordenamientos jurídicos del mundo, conviene mencionar explícitamente las distintas situaciones que podrían presentarse. La pregunta es ¿hasta dónde podemos legitimar sin discriminar? Por no discriminar, deberíamos abarcar, además de la heteromonogamia (matrimonio de uno con una), todas las situaciones posibles que puedan darse o se dan en la vida real:

  • homomonogamia (matrimonio de uno con uno)
  • homomonogamia lésbica (de una con una)
  • homopoligamia (de uno con unos)
  • homopoligamia lésbica (de una con unas)
  • promiscuidad (de dos o más varones con otros dos o más)
  • promiscuidad lésbica (de dos o más mujeres con otras dos o más)
  • heteropoligamia (de uno con unas)
  • heteropoliandria (de una con unos)
  • poliandria bisexual (de una con unas y unos)
  • poligamia bisexual (de uno con unas y unos)
  • promiscuidad bisexual limitada (de dos o más unas y unos con dos o más unas y unos)

Y todo ello sin considerar casos de uniones legitimables en las que incorporemos a humanos no adultos, a no humanos de las distintas especies o, incluso, a medio humanos (ya que las posibilidades de hibridación que ofrece la manipulación genética son cada vez más).
Si al legislador le interesa, podría incorporar en las distintas y casi infinitas combinaciones, los diferentes tipos de relación que a través del tiempo tuvieran dichas combinaciones respecto a su descendencia, según sea adoptada o no. Por último, podemos incorporar al cuadro de posibles situaciones la incógnita de la duración, pues para evitar discriminaciones siempre será conveniente estipular distintos marcos jurídicos para pasar de una situación a otra, según el tiempo que haya durado la anterior.
Es obvio que el multifamilismo resultante daría al traste con la posibilidad de distinguir y reconocer la familia. De hecho, la apertura hacia todos estos reconocimientos es una meta de algunas personas que escriben a favor de equiparar el matrimonio homosexual con la familia. Por ejemplo, el profesor David Chambers de la Universidad de Michigan. «Si el derecho matrimonial puede concebirse [simplemente] como algo que facilita las oportunidades de dos personas de vivir una vida emocional que les parece satisfactoria el derecho debe ser capaz de lograr lo mismo para unidades de más de dos [El] efecto de permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo puede consistir en volver a la sociedad más receptiva hacia la evolución del derecho en otra dirección» [1] .
Otra conocida estudiosa, Judith Stacey, apoya la causa de estas uniones. «Hay pocos límites a los tipos de matrimonio que la gente podría querer crear Quizá algunos se atreverían a cuestionar las limitaciones diádicas del matrimonio occidental [2] y buscar algunos de los beneficios de la vida familiar ampliada a más personas, a través de matrimonios de grupos pequeños, arreglados para compartir recursos, cuidado y trabajo» [3] .
¿Qué pasaría si, en atención a estos consejos, proporcionáramos un mismo apoyo público a todas las formas de vida que algunas personas pueden encontrar emocionalmente satisfactorias? Por lo menos multiplicaríamos la injusticia, se forzaría a quienes se oponen a estas supuestas formas de vida familiar a subvencionarlas por medio de sus impuestos. E, incluso, a promocionarlas a través de la escuela pública y la privada.
Pero es probable también que al final los costos directos e indirectos serían demasiado altos. Hablamos no sólo de los costos económicos sino también de la calidad de vida en la sociedad civil. ¿Queremos realmente un registro oficial de amistades? Aunque no nos coaccionara el Estado a registrarnos, sino solamente ofreciera incentivos positivos, ¿no sería una intrusión excesiva en la vida privada?, ¿no perderíamos mucho en cuanto a la libertad y flexibilidad en los vínculos personales?, ¿no habríamos creado una burocracia excesiva?
Por todas estas razones rechazaríamos la tentación de extender al infinito la lista de uniones que pueden recibir el sello y apoyo de la comunidad. Pero si aprobamos unas uniones solamente para su bien privado emocional, y no para el bien público de los hijos, cada omisión de esta lista sería atacada con razón como una discriminación.
Creemos que, al fin y al cabo, la comunidad se retiraría de toda la tarea de apoyo a cualquier tipo de relaciones. No se abstendría de proteger y educar a los niños, pero lo haría solamente en guarderías públicas. Dejaría de certificar y subsidiar cualquier amistad, incluso el matrimonio heterosexual. Es posible que entonces desapareciera la institución jurídica del matrimonio y, con ella, también la familia en la que los humanos nos realizamos como tales.
En resumen, en el presente y futuro del debate sobre la familia, lo más importante es tener muy claro qué no es familia. Sólo así podremos dar eficaz protección y amparo a los seres más amables, a las criaturas más necesitadas. Únicamente en la medida en que separemos la familia de otras situaciones podremos dar a los niños, nuestros hijos, lo que nuestros mayores nos dieron: un mundo dónde vivir, querer y morir como humanos. Para ello urge rectificar algunos errores que han empezado a diseminarse entre nosotros.

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[1] David L. Chambers. What if? The Legal Consequences of Marriage and the Legal Needs of Lesbian and Gay Male Couples. 95 Michigan Law Review. Michigan,1996. 447, 490-491 pp.

[2] Que el matrimonio esté formado por una pareja
[3] Judith Stacey. In The Name Of the Family: Rethinking Family Values in the Post-modern age, 127 (1996).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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