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Ya lo pasado ¿pasado? La función social de la historia

El historiador, Georg Eickhoff, se refirió a la escritura de la historia como un diálogo entre vivos y muertos, realizado en medio de libros y papeles. Aunque la labor que desempeña el historiador es sin duda importante, hay otro aspecto más trascendente: su función social.
Quienes escriben sobre el pasado no viven en una cueva preocupados sólo de sus investigaciones, también forman parte de la sociedad, interactúan con ella y responden a sus necesidades; por ello, un buen historiador trabaja en función de las inquietudes de su sociedad y época, y no se deja llevar por intereses egoístas que nada dejan a él ni a quienes le rodean.
MAGISTRA VITAE
La función social de la historia no ha sido la misma a lo largo del tiempo. Desde la época de los griegos, padres orgullosos de la historia, y hasta a la ilustración francesa, se consideraba a la historia como maestra de vida magistra vitae según Cicerón, una vasija de gran tamaño en donde se debían depositar todos los ejemplos positivos del pasado, para que los hombres del presente pudieran formarse bajo principios positivos e inmutables y, así, favorecieran el buen funcionamiento de la sociedad.
Los ilustrados franceses, grandes transformadores del mundo, rechazaban contundentemente que una serie de ejemplos descontextualizados pudieran normar la conducta humana, negando a la sociedad la posibilidad de progresar posando sus ojos en el pasado marchito y no en el prometedor futuro. Cuando surge el concepto de progreso, los ilustrados echaron mano de la historia para que lanzara un haz luminoso sobre el futuro.
En el siglo XIX, la historia volvió a cambiar de función. Quienes la escribían [1] buscaron obsesivamente darle un carácter científico en ese entonces, ciencia significaba generar leyes y diseñaron un modelo: un cúmulo de hechos verídicos y ordenados que permitieran al historiador generar y comprobar leyes de tipo histórico y sociológico.
Esta moda «cientificista» llevó a algunos historiadores al extremo de elaborar manuales de metodología histórica tan estrictos que no se diferenciaban de un recetario de cocina.
El siglo XX [2] fue testigo de la afirmación y reforzamiento de las aspiraciones científicas de la historia y continuó el concepto de historiador como compilador de hechos, generador de leyes históricas y, en el peor de los casos, de variables comparables.
Hoy en día, ninguna de estas funciones es viable. En un mundo donde los Estados intentan homogeneizar sus sociedades cuando éstas se empeñan en destacar lo diferente, la existencia de ejemplos y mensajes comunes es, sencillamente, imposible.
Por otro lado, aunque la idea de la historia previsora del futuro desarrollo social aún tiene éxito entre unos pocos trasnochados, ha perdido validez por dos razones estrechamente vinculadas:

  1. El ser humano posee una naturaleza contingente e intervienen tantos factores en su actuar (la intencionalidad es uno) que es imposible que se repitan en cada una de las revoluciones, guerras mundiales, etcétera.
  2. Junto a esta contingencia humana se encuentra la libertad. La historia es una experiencia de libertad pues niega la existencia de un destino o un hado que condene irremediablemente a los hombres a un futuro indeseable; por ello, toda ley concerniente al devenir histórico social es, en el mejor de los casos, una creación literaria bastante ingenua.

¿Cuál ha de ser entonces la función social de la historia al inicio del siglo XXI? Es prioritario que invite a la sociedad a revisar sus éxitos y fracasos pasados para generar un proceso de autorreflexión enfocado a adquirir una verdadera consciencia de su pasado [3] . Aunque lo que una sociedad aprende de su historia no la predestina, sí marca su presente y futuro.
¿Cómo generar este proceso reflexivo y acabar con la pasividad característica de la historia? El primer cambio ha de surgir entre los historiadores, quienes ya no pueden hacer la operación historiográfica de la misma manera y creer que la sociedad se beneficia por su trabajo. Dos son los aspectos a considerar: el compromiso ético de quien escribe historia y la difusión de su trabajo.

COMPROMISO ÉTICO

Actualmente, algunos grupos de extrema derecha cuestionan la existencia del holocausto judío. Echan mano de datos de dudosa procedencia y aplican una metodología pseudocientífica para negar un hecho oprobioso cometido contra todo un pueblo. Basta como prueba un discurso del doctor William Pierce de marzo de 1997:
«En el pasado no he hablado lo suficiente del llamado “holocausto” pues se trata de una labor para los historiadores profesionales, y yo no lo soy.
Desgraciadamente, el “holocausto” es uno de esos temas con una fuerte carga política que pone nerviosos a los historiadores. Los judíos y sus apologistas han escrito en los últimos 50 años numerosos libros del «holocausto» con contenidos mayormente falsos. Gran parte de los historiadores de carrera lo saben, pero se rehusan a reconocerlo por temor a ser tildados de “revisionistas” por las poderosas organizaciones judías dueñas de los medios () Lo más interesante de la historia del “holocausto”, por encima de sus incongruencias, es (…) el uso que en la actualidad se le da» [4].
Una de los mayores preocupaciones de los historiadores es la objetividad. Desde sus épocas universitarias se les «invita», de manera insistente, a ser objetivos por encima de todo.
La objetividad, como principio, no es mala: se trata de un centinela siempre dispuesto a recordar a quien escribe historia que la imaginación exagerada y los sentimientos desbordados pertenecen al ámbito literario; pero, como si se tratara a la vez de un pequeño manipulador, guarda silencio en el tema de la responsabilidad ética.
Esta situación se hace más compleja gracias a la presencia, con mayor fuerza en la sociedad, de una postura relativista en donde cada individuo determina lo bueno y malo, sin considerar al resto de la sociedad.
A lo largo del siglo XX, dicha condición llevó a muchos historiadores a rechazar el compromiso ético de su labor por considerar que, de no hacerlo, dejarían de ser objetivos y se convertirían en jueces, cuando a la historia no le compete juzgar, sino sólo relatar lo sucedido o, como dijo el historiador decimonónico Leopold von Ranke, «decir lo que realmente sucedió».
La objetividad total es un mito. No hay un sólo historiador o persona que lo sea. Los «profesionales de la historia» no pueden desprenderse de su contexto, historia o sentimientos de su calidad humana cuando se sientan a pensar y escribir. Ello no implica que mientan o inventen datos, nombres, fechas, etcétera.
No se trata de negar la objetividad en la labor historiográfica, sino de reconocer una de sus limitantes; sería absurdo afirmar que quien no es completamente objetivo, en consecuencia, miente. Se puede ser justo, honesto y, principalmente, crítico sin mentir ni distorsionar el pasado sobre el que se escribe.
Los historiadores tampoco pueden dejarse llevar por la corriente del relativismo, más aún cuando son los protectores de la memoria colectiva. El compromiso ético con la sociedad radica en impedir que este legado sea distorsionado, manipulado y falsificado en aras de intereses particulares o grupales, como el ejemplo que dimos del doctor Pierce.
Los historiadores deben combatir a estos «asesinos de la historia» al lado de la sociedad, ayudarla a adquirir una mayor conciencia de su pasado e involucrarla más en su conservación.Dicha labor no consiste en decir a la gente «esto es bueno y aquello malo», sino en colaborar con ella para desmentir las falsedades circulantes y acabar con los abusos cometidos contra la historia en este marasmo del relativismo y la manipulación.

DIFUNDIR PARA SERVIR

Algunos historiadores aún creen que sólo deben escribir para un selecto grupo de pares; es decir, para la Academia. Hay quienes sienten orgullo al hacerlo pues consideran carente de sentido compartir sus investigaciones con el resto de la sociedad, por tratarse de un público no especializado e incapaz de comprenderlas y aprovecharlas. Surgen dos preguntas: ¿es válido que unos cuantos posean el conocimiento histórico? Y en caso de ser así, ¿cómo favorecer el proceso de divulgación?
Toda sociedad está conformada por individuos, seres humanos con historias personales y colectivas (éstas últimas llamadas historias nacionales o locales, según sea el caso). En consecuencia, todo lo estudiado y comentado sobre el pasado no les es ajeno, les incumbe de manera indirecta pues también hace referencia a ellos.
Cuando un historiador escribe para acabar con cualquier problema generado por un engaño o mentira, y comparte el producto de su investigación sólo con la Academia, en realidad no ayuda a aclarar la cuestión; porque la mayoría de sus semejantes queda en la ignorancia y les priva de la oportunidad de tener un mayor y mejor conocimiento del pasado, es decir, de ellos mismos.
Negarse a compartir la historia fuera de ese petit comité es un acto supremo de egoísmo; quien escribe historia ha de ser generoso con su trabajo y buscar los medios necesarios para compartirlo con sus semejantes.
Para llevar a cabo esta labor se necesita, en principio, que los «profesionales de la historia» estén dispuestos a escribir para diferentes públicos. La labor no es tan complicada pues quien redacta un texto siempre tiene en mente a su destinatario, al lector final.
Los historiadores deberán buscar sus públicos y tomar en consideración diversos factores -edad, formación, escolaridad, situación económica…-, para elaborar obras de acuerdo a ellos. Esta labor de «traducir» escritos académicos a textos de difusión, enriquece el trabajo académico, le brinda mayor difusión y un alcance social extraordinario.
Cada día es mayor el acceso de los historiadores a medios de comunicación para favorecer este proceso de difusión masiva. Incluso a pesar de que en ocasiones puedan ser tendenciosos la televisión, el cine y la radio han demostrado sus bondades como difusores de la historia, gracias a su enorme capacidad de penetración entre los habitantes del país una prueba de ello es el caso de Enrique Krauze y su serie Mexico nuevo siglo.
Ahora también podemos contar con otro medio de potencial inimaginable: internet. A través de la red, quienes «hurgan» en el pasado pueden utilizar tecnología de punta para difundir sus investigaciones entre un público en constante crecimiento y deseoso de obtener más conocimientos.
Paradójicamente, estas ventajas suscitan preocupación. Internet -un medio tan nuevo y poco regulado- posibilita que los «asesinos de la historia» propaguen todo tipo de información. La proliferación de sitios como el de la National Alliance [5] destinados a exaltar el nacional socialismo, el antisemitismo, el totalitarismo, etcétera, bajo la falsa promesa de encontrar ahí la «verdadera historia» de tales fenómenos, supone un serio reto para los historiadores comprometidos con la sociedad.

PARA ATENDER A LA SOCIEDAD

El camino por recorrer aún es largo y hay muchos escollos que sortear. Para que en el corto plazo la historia pueda guiar a la sociedad por la senda de la autorreflexión su función social, se requiere una comunidad dispuesta a colaborar en el proceso, sin delegar la responsabilidad en los historiadores, pues éste es un trabajo compartido.
También es necesario que quienes escriben historia sean más empáticos, atiendan las necesidades, inquietudes y preocupaciones de la sociedad y busquen los mecanismos adecuados para hacerle llegar sus estudios.
Por último, sociedad e historiadores deben luchar contra los «asesinos de la historia», estudiando sus argumentos para desmontar y poner en evidencia los mecanismos de sus falsedades pues, como escribió el historiador francés Pierre Vidal-Naquet: «Frente a un Eichmann de papel, hay que responder por el papel (…)» [6] .
______________________

[1] En ese entonces los abogados, principalmente, eran los únicos dedicados a la historia. Los historiadores profesionales o de carrera hicieron su aparición en el siglo XX.

[2] Hay excepciones como las escuelas historicista, de los Annales y la cultural.
[3] Por verdadera se entiende sin distorsiones ni falsedades.
[4] William PIERCE. «Toughts on the “Holocaust”». www.natvan.com.free-specch/fs973c.html. pp.1-2, 3
[5] Ibid.
[6] Pierre VIDAL-NAQUET. Los asesinos de la memoria. Siglo XXI. México, 1998. p.86.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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