Joseph Roth, el autor de La leyenda del santo bebedor, no tomaba antes de escribir. Empero, era un borrachín empedernido. Bebía fuerte todos los días, pero ateniéndose a un estricto horario. Isak Dinesen seguía una dieta de espárragos, ostras, champaña y poco más. Bukowski no escribía si no estaba suficientemente bebido… Pero dejemos el alcohol para otro momento, extravagancias las hay de todo tipo.
Se cuenta que Hemingway escribía a lápiz sobre papel cebolla y cada día anotaba cuidadosamente el número exacto de palabras que había escrito. Kafka trabajaba casi a oscuras, en penumbra, siempre con tinta azul o morada. Miller necesitaba el ruido de una máquina de escribir para inspirarse. El filósofo Walter Benjamin se ufanaba de tener una letra casi microscópica. Su ambición nunca realizada fue escribir cien líneas en una cuartilla. Y qué decir de Marcel Proust. Entiendo que el escritor estuvo encerrado durante años en su casa, prácticamente no salía de una habitación tapizada de corcho, con las ventanas tapadas con densas cortinas de terciopelo que impedían el paso de la luz y el aire… ¿Será cierto?
Al menos sí sabemos que Stanley Kubrick, el famoso director de Naranja Mecánica, poseía el título de piloto aficionado aunque tenía un miedo patológico tanto a volar como a la velocidad. Total que los artistas e intelectuales parecen cultivar con afán eso de las manías.
Leonardo y Miguel Ángel fueron célebres por sus desplantes ante sus patronos y mecenas. Al parecer, la excentricidad tiene un fértil campo en estas personas.
ENTRE INADAPTADOS Y POETAS MALDITOS
Las facultades de filosofía están llenas de jóvenes desgreñados cuando afuera se usa el pelo corto; o viceversa, de muchachos de corbata, cuando la coleta está de moda. Los cafés de Saint Michel en París, de la Village de Nueva York y de nuestro nacional Coyoacán están regados de parroquianos que juegan al poeta maldito, sea lo que esto fuere.
La normalidad no es un valor entre los intelectuales y los artistas. En el capitalismo, la estandarización es un requisito. Se nos educa para ser funcionales, para servir y encajar en el mercado laboral ¯recordemos a Pink Floyd y su portesta: Another Brick in the Wall.
En una sociedad de producción en serie, incluso lo medios que usamos para distinguirnos están sistematizados. La gente resalta por su marca de ropa (Milano, The One, Polo, Armani, Grypho, Moschino…), por la loción que usa (Agua de Colonia Sanborns, Old Spice, Carolina Herrera), por el bar que frecuenta (El Barón Rojo, El hijo del Cuervo, El Acanto). Lo vio Marcuse: la libertad se reduce a fumar una marca de cigarro con preferencia a otra.
Hoy, el intelectual se sabe excluido de la carrera del mercado. Cuando uno profesa la cultura y las artes, hace un voto de pobreza. Nada de veleros en Valle, vacaciones en Saint Tropez, o Châteaux Pétrus en las comidas. Los hombres y mujeres de letras pagan un precio muy caro al elegir su destino. En compensación, se saben distintos del resto; y escapando a la confusión con los demás mortales, se afanan en distinguirse del individuo funcional. El protocolo de la humildad no rige para ellos.
A pesar de todo, la sociedad mira con indulgencia esos alardes de distinción. A los intelectuales y artistas les está permitida la excentricidad porque entienden que el afán de originalidad es concomitante a la creatividad.
La inspiración y la creatividad del genio desbordan la vida profesional e inundan todos los compartimentos de la vida. Somos condescendientes con sus peculiaridades porque sabemos que unos creadores perfectamente acoplados al mundo carecen de capacidad de innovación.
Sólo quien sale del mundo, quien no se siente parte de él, puede modificarlo. Sólo quien no se encuentra conforme con los hechos fabrica nuevas realidades.
LA MANÍA DE SER NORMAL
El intelectual es un inadaptado. La ironía de Sócrates azota a los conformistas y a los funcionarios de su tiempo. Platón descalificó a los comerciantes, forjadores de su amada Atenas, y a Aristóteles se le atribuye un tratado sobre la melancolía donde se hace la primera descripción clínica de una depresión. Lo audaz es que, según este texto, los grandes genios son proclives a dicha enfermedad. Tal parecería que el talento está condenado a la patología.
Durante la Edad Media el panorama cambia. El artista se convierte en artesano y deja de firmar sus obras. La personalidad del artista no deja impronta en el cuadro o la escultura. También el académico se incorpora a una sociedad de gremios. Teólogos y filósofos se amalgaman con una clase social y renuncian a sus extravagancias, reservadas para unos pocos ermitaños.
En el Renacimiento aflora nuevamente el derecho a la excentricidad. La obra de arte se considera una extensión de la persona que se revela en un afán de individualidad. El camino hacia el romanticismo está abierto. El tiro de gracia a la normalidad será el psicoanálisis. Difuminando los límites que separan lo normal de lo anormal, termina por reservar la anormalidad para aquél que no se siente normal.
A pesar de los avatares de nuestra civilización, artistas e intelectuales conservan sus prerrogativas que no pocas veces se convierten en manías. Todos las tenemos ¯quien más, quien menos¯, pero los intelectuales las cultivan y coleccionan con esmero. Son su denominación de origen, su marca registrada. Por muchos años, los científicos han documentado algún tipo de conexión entre manía, depresión y salidas creativas.
En la década de los setentas, Nancy C. Anderson de la Universidad de Iowa, terminó el primer estudio riguroso de este tipo. Ella examinó a 30 escritores y entre ellos encontró una extraordinaria incidencia de alcoholismo y desórdenes del comportamiento: 80% había experimentado al menos un episodio de depresión grave y 43% relató una historia de hipomanía o manía.
En 1992, Arnold M. Ludwig, de la Universidad de Kentucky publicó una extensa revisión biográfica de mil cinco artistas famosos del siglo XX. Descubrió que en este grupo la tasa de psicosis, intentos de suicidio y abuso de estimulantes era dos veces mayor que en las personas comunes y corrientes.
Quizá la manía más excéntrica ¯y paradójica¯ del intelecutal es cultivar la normalidad. Cuando comencé a estudiar filosofía un maestro se dedicó a instruirme en la conveniencia de jugar fútbol «para ser normal».
La gente común y corriente vive sencillamente, sin esmerarse por comportarse como «un tipo común y corriente». Por fortuna, más tarde me topé con otro profesor que, no preocupándose de sus manías, sí se afanaba por ayudar a los demás. Un tipo generoso y amable, siempre excéntrico. En los últimos años de su vida había decidido que sólo el café helado de vainilla de cierto restaurante le podía dar las fuerzas para escribir. Para fortuna mía, el cafecito aquél era muy bueno.