«Una golondrina no hace verano», «Hoy por ti, mañana por mí», «De noche todos los gatos son pardos», «Dime con quién andas y te diré quién eres» nos suenan de siempre a quienes hablamos español, los llevamos grabados en los genes. Y están ahí, en el Quijote.
Estos refranes viven en nuestros genes gracias a Cervantes quien, por encima de la hidalguía, apostó en su obra al ingenio encapsulado en esas píldoras de inteligencia. Indiscriminadamente, sembró el libro de dicharachos hasta que quedaran afianzados en el ADN de quienes hablamos español.
La locura del Quijote es camuflaje, no protagonista. Un cincuentón pierde los cabales por el poco dormir y mucho leer y, ¡zaz!, de buenas a primeras se convierte en defensor de los débiles, incomprendido amante de doncellas y lazo de cochino de cuanto abusador aparece. Don Quijote no es Clark Kent y reducirlo a eso, ofende.
A través de sus personajes, Cervantes elevó los dichos vulgares a sabiduría popular. Más que la reverencial alabanza a los valores de la caballería y la concreción de lo imposible, sobre el bastidor del Quijote tejió, con el hilo de la burla, la crítica a la corrección política, a las modas, a posturas caducas.
Así, en vez de que la verdad salga de boca de un prócer luego de complicadas cavilaciones, surge de un labrador o una afanadora. La verborrea de Sancho Panza, por ejemplo, es altavoz de un hondo conocimiento del espíritu humano. Suelta dichos populares sin recato ni prudencia alguna. A tal grado que, antes de asumir la alcaldía de la ínsula de Barataria, don Quijote le aconseja: «no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias».
Sancho se excusa: «Viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas promete yo tendré en cuenta de aquí en delante de decir los que convenga a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester».
Pero, aunque de todos es quien más sabe, no es el único en mitigar la ignorancia con dichos y sentencias, los dicen la sobrina de don Quijote y su ama, el cura, Sansón Carrasco, Basilio el pobre, Dorotea, el Caballero del Bosque y su escudero, los duques de Aguilar
Sancho recurre al refrán para iluminar y divertir al lector: «En verdad, señora dice, que en mi vida he bebido de malicia; con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita: bebo cuanto tengo gana, y cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer o melindroso o malcriado; que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de haber tan de mármol que no haga la razón? Pero, aunque las calzo, no las ensucio».
Va la perogrullada: sería imposible reunir aquí el repicar completo de refranes congregados en el Quijote. Ya los buscará el lector hambriento, pues, como dice Teresa Panza, «la mejor salsa es el hambre».
Cervantes supo arreglárselas con las sentencias del pueblo para ironizar su época y su mundo y salió bien librado de ese compromiso con la cosquilla de la inteligencia. Se burló también, por supuesto, de sí mismo y de su obra.
El humor sostiene al Quijote, y el humor es la llave que abre las puertas a la verdadera reflexión y está ahí, en el llavero de refranes que Cervantes nos dejó en su obra.
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* Suele darse por bueno y legítimo el breve diálogo entre Sancho y don Quijote: «Ladran los perros, señor». «Es que cabalgamos, Sancho». Sin embargo, es apócrifo: la frase no aparece en la obra de Cervantes.