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Ciudad y técnica

Después de metrópolis y megalópolis vienen las ciudades virtuales, y cuando estas concentraciones  parecen inhabitables nos damos cuenta que hemos de resistir a su crecimiento ilimitado y a las actividades puramente instrumentales y repensar la ciudad, porque sigue siendo el mejor ambiente posible  para la educación y la cultura.
El pensamiento de la ciudad occidental es esencialmente el pensamiento de la técnica. Lo mismo la arquitectura como técnica suprema, que el urbanismo como conocimiento técnico del lugar, ambos hunden sus raíces en los orígenes de la ciudad.
Pero los saberes técnicos que dirigen la fundación y el crecimiento técnico de la ciudad remiten desde siempre a una «idea de ciudad» (Rykwert): encierran valores simbólicos fundacionales. El eclipse de tales valores, consecuencia de la ciudad de la técnica en la época moderna, representaría su paradójica extinción. En el mundo clásico existía un nexo indisociable entre técnica y conocimiento, techne y episteme. Esta relación garantiza que la técnica no sea un fin en sí misma, sino una fuerza que crea significados.
La forma de la ciudad no es el fruto de experimentos que acaban por alcanzar algún tipo de éxito, sino del desarrollo consciente de un modelo que reúne en sí significados complejos. Este nexo fundacional fue reivindicado, en pleno siglo XX, por Le Corbusier. «La técnica -defiende- es ante todo el conjunto de las invenciones puras, espontáneas, libres y desinteresadas, nacidas de la casualidad o en los laboratorios; y luego el avance incesante hacia un objetivo, también ilimitado, que empuja las cosas hacia metas no previstas y a veces desconcertantes».
En este avance imparable la técnica debe sin embargo conjugarse, sostiene Le Corbusier, con el punto de vista espiritual. El punto de vista técnico y el espiritual son interdependientes, por cuanto la técnica no es antagonista del espíritu sino que representa «una de sus formas más vivas».
Sin embargo, esta afirmación parece un homenaje tardío, por parte del arquitecto entusiasta de la nueva sociedad, a las máquinas (incluida la «máquina de habitar» que para él es la casa). La técnica entre tanto se ha desvinculado de aquel nexo originario que le garantizaba una finalidad. Mientras que en el mundo clásico la ciudad, la casa, el templo, el teatro, la iglesia, el castillo quieren representar un orden (kosmos) eterno del mundo y ser su símbolo (Severino), la ciudad contemporánea expresa su total sojuzgamiento por parte de una técnica sin objetivo.
E incluso cuando la modernidad o la posmodernidad se manifiestan como tolerancia y escepticismo frente a todas las formas (incluida la de la tradición), lo que en realidad hacen es esconder esa pérdida de significado.
El análisis de esta paradoja coincide, por otra parte, con una lectura crítica de la globalización, entendida no sólo como homologación de todos los espacios, sino también como desintegración del vínculo entre urba y orbis que durante dos milenios había caracterizado la cultura occidental. Como escribe el filósofo J. L. Nancy en La création du monde, «la ciudad se multiplica y se extiende hasta el punto en que, tendiendo a cubrir todo el planeta, pierde su naturaleza de ciudad».

EL SIGLO DEL HIERRO

El origen de este proceso se puede retrotraer a los inicios de la modernidad cuando la ciudad, espacio del consumo por excelencia (como lo fuera en el pensamiento urbanístico de todo el siglo XVIII), se convierte en centro de la experimentación y la transformación técnica.
A pesar de que históricamente el proceso fue preparado durante mucho tiempo (de la revolución de la prensa a las academias y grandes escuelas), sólo con los grandes proyectos de Saint Simon y sus alumnos de la Ecole Politecnique se inicia realmente la parábola de la moderna ciudad de la técnica.
Grandes proyectos de transformación, de globalización de la ciudad: ferrocarriles y grandes canales, nuevos ejes y exposiciones universales. Surge por vez primera una visión de la ciudad como red técnica, industrial que reemplaza a la anterior visión orgánica. Una ciudad dictada por la organización de los industriales y los sabios. Una red destinada a cubrir todo el planeta.
De los grandes proyectos de comienzos del siglo XIX a los passages, la parábola de la modernidad se completa en pocas décadas. Para Benjamin los passages son la arquitectura más importante del siglo XIX; son al mismo tiempo función y residuo de lo sagrado (su arquitectura recuerda la nave de la iglesia). En este sentido recogen todavía significados simbólicos que se proyectan para iluminar nuestro tiempo: las «casas de los sueños de la colectividad», con sus grandes almacenes como sus templos, lugares carentes de personalidad, donde el fenómeno del consumo de masas hace que el yo se sienta igual a todos.
Passages, ferrocarriles, exposiciones universales: las «construcciones destinadas al tránsito» son de hierro, y preparan el siglo del vidrio. Todas son arquitecturas transitorias, de paso. Expresan un impulso al movimiento que disuelve la idea de ciudad doméstica, de ciudad de lugares, son lugares de peregrinación al fetiche mercancía, con que los saint-simonianos (los primeros globalizadores sin duda) «proyectan la industrialización del mundo».
Le Corbusier, en su trabajo sobre urbanismo de 1925, exigirá la ruptura de la ciudad fortificada para dejar sitio a la nueva ciudad, abierta y permeable. Sin embargo, la ciudad del siglo XlX es todavía una ciudad del interieur, de espacios domésticos que son el reino del burgués que habita las telas de Vuillard y los interiores de Proust.
Pero esos espacios entran ahora en contradicción con el lugar de trabajo. «El centro real del espacio vital se transfiere a la oficina» y a los centros de negocios (anticipación de los business centres de las metrópolis), y «el intento por parte del individuo de plantar cara a la técnica en nombre de la propia interioridad le conduce a la ruina».
El siglo XIX estuvo -señala Benjamin- enfermizamente ligado a la casa: en cambio el XX, con su porosidad, su transparencia, acaba con el habitar en el viejo sentido de la palabra. Hay ahora una apertura hacia toda la arquitectura de vidrio como una alusión al «fin del habitar»: para los vivos con los cuartos de hotel, para los muertos con los crematorios. Con esta mirada Benjamin ve en la ciudad contemporánea del siglo XX, diseñada por Le Corbusier, el espacio único interior-exterior, un complejo residencial (a lo largo de la vía principal), pero donde todo ha cambiado: «ahora la calle está llena de automóviles y en el centro aterrizan los aviones».

METRÓPOLIS Y POST-METRÓPOLIS

En el siglo XX la ciudad se convierte en metáfora de toda la sociedad occidental, ahora completamente «urbana» y «americana». Tres figuras establecen este dominio urbano. A comienzos del siglo XX la metrópolis de Simmel es el espacio habitado por un nuevo tipo de individuo en el que confluyen dos tipos de individualismo: el de la igualdad (autonomía y libertad no se ven ahora limitadas por ningún estrecho vínculo social) y el de la desigualdad (las consecuencias de esa libertad multiplican las aptitudes humanas hasta el punto de hacerlas incompatibles con la igualdad).
La metrópolis, mero contacto espacial de los individuos cuya libertad ya no limita ningún vínculo «comunitario», se entiende también como metáfora de los mercados anónimos (filosofía del dinero), basados en la competencia y la cooperación involuntaria. Las conexiones técnicas son los únicos límites que se oponen a la absoluta movilidad espacial o existencial del individuo.
La megalópolis es el segundo modelo que crea la primacía urbana a mediados de la centuria, una formación espacial post-metropolitana, super-aglomerado urbano, pluriciudad nebular, donde el empuje que imprime la esfera tecno-económica supera cualquier límite político-administrativo.
Gottmann invita a los conciudadanos de la megalópolis a «compartir una tierra dividida». Los residentes de una mega-región de 38 millones de personas, son todos conciudadanos porque tienen muchos problemas comunes, el mayor dado por la intensidad de los flujos que exigen una coordinación intergubernamental.
Pero el habitante de la megalópolis es en realidad la multitud silenciosa, la «lonely crowd» de Riesman: individuos heterodirigidos, en los que el pensamiento tecno-económico dominante no deja percibir una idea política. Parecidos por tanto al hombre-masa que habita la ciudad de Ortega y Gasset.
En la escueta formulación de Mumford: «Triunfo de la técnica en todos los campos: pasividad, torpeza manual, burocracia, fracaso de la acción directa». A Mumford debemos también la idea de que la megalópolis coincide en las distintas épocas con el inicio de la decadencia de la ciudad. Supone la total aceptación de la finalidad sin objeto de la vida, y al mismo tiempo la absoluta traición al origen de la palabra inventada por Filón de Alejandría: una gran ciudad de ideas que predetermina y dirige el mundo material en que vivimos, exactamente igual que la mente «ve» para proyectar la ciudad real.
30 años después de su libro, Gottmann retoma el tema de la megalópolis pero ahora el paradigma interpretativo es el de la red. No más centros en forma de nebulosa, sino nodos difusos de una red tendencialmente no-place y planetaria. Ha concluido el tránsito de la «ciudad-masa» a la «ciudad-red».
A finales del siglo XX, la aceleración extrema del pensamiento tecno-económico se expresa en una visión de ciudad desmaterializada, la ciudad de los bits: aquí la red técnica lleva por primera vez a la posibilidad de hacer desaparecer la ciudad, volviéndola innecesaria y virtualizando todas las relaciones sociales.
La red técnica transforma ahora en pensable lo impensable: llevar cualquier tipo de transacción (de mercado, de relaciones, expresiva) al anti-espacio del sustituto electrónico. El espacio se convertiría en un mero «incidente del recorrido» (Mello). Una visión que, como hemos visto, venía preparándose desde tiempo atrás: de las primeras utopías saint-simonianas de la globalización a la utopía de la aldea global de Mc Luhan. Pero es finalmente la red internet -esta tecnología del espíritu contemporáneo- la que hace realidad la paradoja: una sociedad Frankenstein en la que el producto crea al productor que lo ha creado (Sfez).
Al precio de perder la raíz misma de la ciudad, que está en su «ser-con», en la democracia deliberativa, incluso en la época de la desaparición de los límites. Cuando Mitchell propone una ciudad sin arraigo en ningún punto concreto de la superficie terrestre, constreñida no ya por límites físicos sino por limitaciones de la conectividad electrónica, construida no ya de piedra y madera sino de software, habitada por sujetos incorpóreos y fragmentados, se pregunta no sólo: ¿qué forma daremos a esta ciudad, quién será nuestro Hipodamo?,1 sino también: ¿quién actúa, quién paga, cómo debería la comunidad definir sus límites, cómo mantendremos sus normas dentro de estos límites, cuáles serán las formas legítimas del poder y cómo podrá construirse el discurso político, quién será el Aristóteles de la red?

GOBERNANCE EN LA CIUDAD DE LAS REDES

¿Es acaso la ciudad virtual, aquella que ha hecho que ni los lugares ni los mismos espacios sean ya necesarios?
Los no-lugares se definen como «las instalaciones necesarias a la circulación acelerada de las personas y de los bienes» o como «los medios de transporte en sí mismos, o los grandes centros comerciales». Este punto de vista tiene el mérito de mostrarnos, frente a la ciudad desmaterializada, una total materialidad de los espacios y los sujetos, pero que han perdido el significado y la seducción de los lugares.
Volvamos entonces a las cuestiones planteadas por Mitchell, que se pueden reformular del modo siguiente:
¿Es posible una forma de gobierno de la ciudad basada en la interacción y la conexión? Dicha forma, que hoy denominamos governance para diferenciarla del viejo tipo de gobierno, es algo que nos esforzamos en conseguir aunque aún no conozcamos su perfil exacto.
Esta cuestión la han tratado los estudiosos de la geografía y la sociología urbanas, como Castells, Sassen, Scott. Ya sean ciudades globales o ciudades-regiones, se trata de áreas megametropolitanas sin nombre, sin cultura, sin instituciones que planteen un reto a la tradicional manera de entender la responsabilidad política, la participación y la misma administración.
Hoy, en efecto, la victoria de las formas en red en la economía, la empresa-red global y sin fronteras, la consolidación de un espacio de flujos, plantean un desafío al ámbito de lo político. Y tras el desafío de lo económico está la técnica racional, una fuerza potencialmente ilimitada y ahora totalmente autorreferencial. Hoy habría que replantearse esta tríada: Economía-Técnica-Política.
Cuanto más favorece la técnica el elemento colectivo, más reivindica sus derechos el individuo: Benjamin ha escrito que la técnica compromete al hombre lo menos posible.
En la época de su supuesta extinción, la ciudad vuelve a entrar en el juego porque es el lugar en el que se encontraron, y continúan encontrándose, la civilización técnica y el individuo moderno.
El núcleo de este encuentro se da entre lo global y lo local, entre los fenómenos sociales macroscópicos y la no anulable dimensión individual de la sociedad. La ciudad es exactamente ese conmutador que integra conocimiento y técnica globales y contextos de acción locales, que conecta la interacción directa y a distancia haciendo que ambas sean posibles.
Este núcleo representado por la ciudad regresa al centro del escenario de la governance en el momento histórico en que el Estado se ve obligado a repensarse. El gobierno, entendido como jerarquía y como autoridad, está obligado a ampliar el campo de acción de la governance, que es autoorganización y capacidad de gestionar -y de representar, por tanto- a través del diálogo complejas redes de lenguajes, intereses y actores.
La técnica, por su parte, no sólo no obstaculiza sino que incluso favorece la ciudad de las redes, ya que está abierta no sólo para un «ilimitado» desarrollo económico del capitalismo sino también para una sabia utilización de sus potencialidades por parte de sistemas de governance basados en la auto-organización.
Así tenemos que en la ciudad de las redes: de un lado, la ciudad se recentra, recuerda su centro y lo hace revivir volviendo a trasladar a él funciones estratégicas y población. Y de otro lado, la ciudad traspasa sus límites: cualquier proyecto de ciudad comporta unos nuevos límites cuyo trazado es cada vez menos físico o administrativo, y más el resultado de la intersección de flujos materiales e inmateriales. Este doble movimiento de la ciudad de las redes es perfectamente compatible con la técnica que descentraliza y al mismo tiempo recentra.

CIUDAD COMO TÉCNICA

¿Y si la ciudad misma no tuviese fin, exactamente igual que no lo tiene la técnica? En el doble sentido de «no tener finalidad» y «no tener final»: de este modo su tendencia sería la opuesta a la del destino de Occidente, que se dirige a su crepúsculo, de creer al menos a pensadores como Nietzsche, Spengler, Geddes, Mumford y por último Steiner.
Esta idea nace de la comprobación de que la ciudad occidental sigue viva, bajo formas nuevas y a menudo irreconocibles, en las ciudades (o meta-ciudades) del tercer mundo, en las megalópolis asiáticas, en las mismas ciudades occidentales que se replantean y se rediseñan.
J. L. Nancy desarrolla esta idea en la ciudad lejana. Lejana respecto a sí misma, respecto a la ciudad de ayer entendida como lejano e imposible modelo. La urbanización difusa y la plena integración entre lo urbano y lo rural son expresiones de ese alejamiento. La urbanidad se hace nebulosa y se difunde -observa Nancy-, transfiere la ciudad y la ciudadanía diseñando otras constelaciones aún sin nombre, que se hacen y deshacen continuamente y en las que cosas y personas no están dispuestos a acabar sino a recomenzar.
«En este sentido la ciudad es técnica: más aún es como si recogiese y expresase la esencia de la técnica». Ya que la verdad de la técnica consiste en «abrir pasos en todas las direcciones y sin ninguna vocación final». La ciudad «es una concatenación de medios sin fin, en la que cualquier cosa sirve de fin y de medio, en la que todo se mediatiza y se entromete, todo viene entre y a través, todo se convierte en transacción y negociación». El arte del urbanismo, concluye Nancy, es el arte de acoger esta ausencia de fin y esta infinitud.
La ciudad se aleja así de cualquier modelo que no sea el de su plena afirmación de la propia naturaleza negociadora y expansiva. La ciudad es la técnica de la ausencia de fin y el hombre es un habitante de paso.
Es útil confrontar por último esta visión de la ciudad como técnica con la de una civilización neotécnica, elaborada por Mumford en La cultura de la ciudad. Sostiene que en realidad la gran ciudad -metrópolis- tiene un fin, que consiste en su propia expansión, y por tanto en su congestión sin objeto.
Precisamente en razón de la existencia de este fin se debe reaccionar en defensa de la ciudad. Lo que denomina economía biotécnica, anticipando en decenios las preocupaciones de los movimientos ecologistas, consiste en crear metas racionales: el mejor ambiente posible para la educación y la cultura, desarrollar formas de consumo y de creación frente a las actividades puramente instrumentales, resistir al crecimiento ilimitado de la economía financiera.
La necesidad de fijar estándares referidos a las formas de vida (salud, descanso, actividad biológica, goce estético, posibilidades sociales) afecta a toda la civilización humana y en este campo la ciudad, punto máximo de concentración de la energía y de la cultura de una comunidad, ha de tener un papel fundamental.

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1 Hipodamo fue el mayor urbanista griego del siglo V a.C. que, basado en la observación, creó los principios de diseño urbano

BIBLIOGRAFÍA
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* Síntesis del texto publicado en Revista de Occidente, núm. 275, abril de 2004.

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No. 386 
Junio – Julio 2023

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