Hasta hace muy poco tiempo, el punto de vista dominante en el mundo occidental aceptaba algunas formas de corrupción como necesarias e incluso benéficas, especialmente en los países en vías de desarrollo. Esta postura sostenía que la corrupción es inherente a la modernización, tanto en el presente como en tiempos pasados y surge cuando las normas son poco efectivas para tratar con el creciente número de nuevas conductas y grupos.
La corrupción -por tanto- vital hasta que las nuevas normas aparecen y se consolidan definitivamente en la sociedad de que se trate. Se especulaba que el centralismo de Estados con instituciones débiles abría muchas oportunidades a la corrupción y se agravaba porque las compañías privadas internacionales fomentaban los mecanismos informales en los países tercermundistas, de los que obtenían materias primas y mano de obra barata.
Se sostenía que la corrupción era, en todo caso, una fuerza política estabilizadora, que contribuía al crecimiento económico paulatino y desarrollaba la quietud social. Esta postura occidental ampliamente aceptada argüía que «la única cosa peor en una sociedad que una burocracia rígida, sobre-centralizada y deshonesta, [era] una burocracia rígida, sobre centralizada y honesta», en palabras de Huntington. Había que mantener la corrupción, porque se trataba en todo caso de un mal menor.
El Banco Mundial sostuvo hasta fecha reciente una política similar; veía el pago a oficiales corruptos como necesario para implantar proyectos de desarrollo y consideraba las adaptaciones a la cultura y a los métodos tradicionales de hacer negocios, algo positivo para todos. Los directivos del Banco decían que la corrupción era asunto político, pero no económico.
Ciertamente esta posición salvó al Banco de numerosos problemas de consenso, tanto de los políticos corruptos en países en desarrollo como -y principalmente- de los países que daban sobornos para conseguir sus metas económicas.
DOS SISTEMAS ÉTICOS: ALLÁ SÍ, AQUÍ NO
El famoso Foreign Corrupt Practices Act, promulgado en Estados Unidos en los años setenta, exigía medidas a las empresas privadas norteamericanas para evitar la corrupción internacional, pero quedó en gran parte como letra muerta porque sus empresas quedaban en condiciones poco competitivas frente a las europeas, promotoras de la corrupción legal a nivel internacional que se acogían a la política de abierta corrupción avalada por el Banco Mundial.
La principal preocupación en Estados Unidos era que los competidores extranjeros, en su mayoría europeos, estaban autorizados no sólo para cometer sobornos, sino para considerarlos transacciones de negocios normales y, por tanto, fiscalmente deducibles.
Las secuelas de estas políticas fueron devastadoras en todos los aspectos para los habitantes del tercer mundo, mas no para los del primero, que por regla general obtuvieron ingentes recursos de esa relación desigual. El primer mundo siguió al pie de la letra la política de establecer todos los componentes del capitalismo racional, el mercado de bienes, el trabajo y el capital del tercer mundo se organizaron únicamente con base en la propiedad empresarial. El saber y la tecnología se orientaron a producir a gran escala, sin ninguna consideración ética o social.
El quicio de estos factores articulados a nivel mundial fue crear en el mundo desarrollado un sistema legal que establecía dos sistemas jurídicos y éticos paralelos con normas y creencias muy diferentes: uno para los de dentro, con prácticas basadas en el juego limpio, y otro para los de fuera, donde se toleró, incentivó y fomentó las trampas, abusos, engaños y la creación artificial de una deuda externa desorbitada, financiera y matemáticamente impagable.
Evidentemente, esta ética tercermundista impidió a los países deudores organizar la vida económica de forma racional; las relaciones comerciales fomentaron la ley del más fuerte, obstaculizando hasta hoy la vida económica doméstica basada en el crédito y en la confianza mercantil.
Por esto, la reacción jurídica de quienes viven en sociedades inestables, donde se fomentó durante siglos la abierta corrupción por la denominada moral occidental, es aún muy sensible: ¿por qué confiar en normas abstractas y universales del estado de derecho que nada garantizan, especialmente cuando políticas abstractas y universales en el pasado no han probado nada más que el desastre social?
NUEVAS REGLAS DEL JUEGO
Afortunadamente esto ha cambiado recientemente. Ahora, en el primer mundo esta ruinosa corrupción se considera económica y jurídicamente el mayor y más severo impedimento para fortalecer el crecimiento de los países en desarrollo. Tanto la corrupción de sus miembros como la incentivada por las grandes empresas transnacionales.
Paradójicamente, hoy se habla de la firme conveniencia de establecer mecanismos anticorrupción, más que por razones morales o éticas, sobre todo por consideraciones económicas y comerciales motivadas por la globalización. Gran parte del impulso anticorrupción contemporáneo de corte economicista se fundamenta en la opinión de que las personas son, ante todo, entes extraños entre sí en los mercados, pero que, al mismo tiempo, sus interacciones se deben basar en la necesaria confianza y crédito mercantiles.
Así, ahora se intenta establecer en el tercer mundo un modelo económico sin corrupción basado en agentes económicos extraños, en perjuicio de un modelo jurídico y moral de relaciones tradicionales que se fundamenta en amigos, léase conocidos, familiares y parientes, como ha sido habitual.
Estas teorías económicas y comerciales olvidan que la corrupción, en una sociedad donde todos se conocen por el acercamiento de la carestía (excepto los extranjeros, evidentemente), implica más bien el manejo de redes informales. Redes ajurídicas, palpables y cercanas más importantes para las personas pobres -miles de millones- que la denominada economía formal y el derecho que la sustenta. Muchas veces el derecho queda sólo en lo abstracto, pues en gran medida carece, en y para el mundo de la indigencia, de una efectiva y correcta ejecución social.
Las grandes escuelas económicas neoliberales olvidan que la corrupción puede representar, en sí misma y en muchos países con recursos humanos y materiales insuficientes, una respuesta enteramente racional al difícil entorno social donde se habita.
En cualquier escenario, la corrupción ha dejado de tener tintes locales y es un problema verdaderamente global, pues la magnitud alcanzada en las últimas décadas no es ya sólo problema moral de países pobres, sino también, y sobre todo, de los ricos. Es, más que nunca, un problema cambiante e intersectorial, con efectos domésticos no sólo en países pobres, pues a menudo involucra a gran variedad de actores de fuera. Un ejemplo clásico es el consumo de droga en sociedades desarrolladas, principales demandantes (aunque, lamentablemente, hoy se está generalizando también en los países exportadores).
Contener esta corrupción transnacional a través de canales legales origina grandes problemas jurídicos y administrativos, como la jurisdicción, la cooperación policial y los conflictos de leyes, temas por lo general, ausentes, en el plano doméstico.
Estos asuntos han conducido a numerosos esfuerzos multilaterales para controlar la corrupción transnacional, incluyendo la Convención para combatir la corrupción de oficiales públicos en las transacciones de negocios internacionales, por parte de la OCDE, la Convención interamericana en contra de la corrupción, de la OEA, y la Convención en contra de la corrupción, a instancias de la ONU. Todos, instrumentos que exigen que los países criminalicen la corrupción como actividad pública y privada y que establezcan mecanismos de cooperación en todos los niveles.
Además de Estados Unidos, pionero con la Foreign Corrupt Practices Act y otras resoluciones posteriores, (Patriot Act y la Sarbanes-Oxley Act), la Unión Europea también ha adoptado -finalmente- una política común, pero sólo contra ciertos tipos de corrupción, principalmente los que alteran los estados contables. Ahora se consideran actividades delictivas en la mayoría de los países miembros.
En todas las convenciones internacionales referidas se han instaurado acuerdos para establecer responsabilidades criminales para el tráfico de influencias y el enriquecimiento ilícito. Se intenta penar también la responsabilidad criminal corporativa y la falta de supervisión y control en los distintos mandos o jerarquías empresariales, y no ya sólo a las sociedades mercantiles como agentes económicos responsables limitadamente por sus actuaciones ante terceros.
Esas convenciones establecen penas para la parte demandada que se corrompa y para la parte demandante y sus agentes, es decir, la empresa y sus directivos y funcionarios. Para este fin son imprescindibles mecanismos preventivos, como el gobierno corporativo y la transparencia financiera.
Además de atender las transacciones genéricas, en el escenario internacional también hay creciente interés por regular los sistemas financieros interconectados cross-border y cross-sector. Sector con riesgo de amenazas de corrupción muy difíciles de detectar en las relaciones entre empresas y grupos financieros o bancarios internacionales.
Estos últimos devienen en la parte inversora de aquellas sociedades empresariales acreditadas, cuando la entidad financiera forma parte del círculo interno de la administración de la empresa y puede crear circunstancias que faciliten transacciones impropias o ilegales, a expensas de los inversores y las otras partes corporativas de la empresa y aún de la sociedad.
Esto supone crear un posible círculo destructivo entre el sector financiero y el empresarial. En resumen, todas las últimas iniciativas internacionales demuestran que la comunidad internacional está dispuesta más que nunca, por motivos primordialmente económicos, a establecer estándares legales anticorrupción, que se basen de modo esencial en el gobierno corporativo, en los procesos de contabilidad y en la transparencia del mercado.
LAS CARAS DE LA CORRUPCIÓN
A pesar de todos estos esfuerzos de regulación a nivel internacional, en los que subyacen básicamente intereses económicos, no se debe olvidar que la corrupción no puede verse como un fenómeno homogéneo, pues sus causas, formas y consecuencias son específicas en cada país. Diferentes variables políticas, legales, económicas y sociales tienen distintos efectos sobre la corrupción en cada comunidad. La corrupción es siempre un fenómeno multi-facial, multidimensional, interdisciplinar, dinámico, jerárquico e, incluso para algunos, sustentado en supuestos componentes étnicos. Por ejemplo, se ha apuntado que un país con un sistema judicial independiente puede tener más éxito al combatir la corrupción que uno con un estado de derecho débil. Es decir, existe una relación negativa entre el imperio de la ley y la corrupción.
De igual modo, aunque sin base científica plenamente probada en lo material, válida en lo formal o siquiera racionalmente creíble desde el punto de vista humano, moral o ético, muchos sectores académicos y políticos del primer mundo han apuntado habitualmente que factores religiosos, raciales y étnicos tienen que ver insidiosamente con dicho fenómeno.
Las características culturales que comúnmente fomentan la corrupción son:
- Sociedades basadas en las relaciones personales.
- Sociedades fuertemente jerarquizadas.
- Sociedades policrónicas, aquéllas con una actitud relajada ante el tiempo y la planificación.
Pero estos intentos unidireccionales y descontextualizados de atribuir la corrupción a los países en vías de desarrollo, en especial a sus culturas, se han señalado como un comportamiento arrogante y racista.
En todo caso, el propio devenir histórico ha puesto de manifiesto que las personas de los países desarrollados han sido, por regla general, los principales artífices en la promoción y el mantenimiento de la corrupción, ciertamente no en sus países, pero sí en los del tercer mundo y, casi siempre, por motivos de negocios, actitud que ha persistido y ha llegado hasta los últimos y más recientes escándalos empresariales de escala mundial.
También un reciente revisionismo occidental intenta desvincular la unión histórica entre el discurso de la corrupción y la regla colonial, nueva «visión mundial divisoria y racista», como afirma Ala´i. En definitiva, mediante un discurso con matices del viejo y anacrónico punto de vista colonial, se define la corrupción como un atributo esencialmente cultural, siempre desde prejuicios etnocentristas.
La corrupción es, en realidad, universalmente vergonzosa. Ninguna cultura, religión o sistema político la incita o fomenta abiertamente. La fórmula es simple: quien tiene medios y corrompe buscando un beneficio se llama corruptor, y quien no tiene medios y acepta el bien ilícito se denomina corrompido. Ambos, corruptor y corrompido, son corruptos a todos los efectos, económicos, jurídicos, morales y culturales.
Sin una perspectiva honesta y verdadera de las causas de la corrupción no se puede entender jurídicamente que en muchos países en vías de desarrollo la gente común pague para recibir un trato más favorable pero no para recibir un trato ilegal, para que se cometa una injusticia.
Esa perspectiva egoísta y arrogante de muchos sectores impide entender el punto de vista que acepta la formalización legal de la corrupción en las economías avanzadas: cuando la gente hace un pago extra -incentivo o premio-, para lograr el mismo fin al que debería llegar sin él, pero sin que se le pueda llamar abiertamente corrupción, ¿de qué se habla entonces?
En otros términos: como cualquier contexto se basa en la premisa capitalista de que todos somos extraños -incluso enemigos-, entonces lo que se hace es publicar las tarifas, para que pague no quien lo necesite, sino más bien quien pueda, es decir, quien tenga dinero. ¿Acaso esto no es una corrupción formal, además de espiritual?
Por esta razón para algunos es muy difícil entender que «existen diferentes sistemas en los que el dinero no habla por sí mismo», como afirma Scheppele, pues evidentemente no conocen otra realidad que la propia. Es evidente que esto no es lo mejor para la economía; pero no olvidemos que no toda la vida del hombre es económica, ni siquiera jurídica o formal.
Bibliografía
ALA´I PADIDEH. «The Legacy of Geographical Morality and Colonialism: a Historical Assessment of the Current Crusade Against Corruption» en Vanderbilt Journal of Transnational Law, n° 33, 2000. p. 877.
HUNTINGTON, SAMUEL. Political Order in Changing Societies. Yale University Press. New Haven, 1968. p. 69.
SCHEPPELE, KIM LANE. «The Inevitable Corruption of Transition» en Connecticut Journal of International Law, Fall, nº 14, 1999. p. 509.
*Resumen del artículo «La corrupción: sus causas y sus últimas tendencias legislativas vistas desde el tercer mundo» publicado en Nuevas Tendencias, No. 60, octubre 2005. Instituto Empresa y Humanismo. Universidad de Navarra.
CURRICULUM
Doctor en Derecho Mercantil por la Universidad de Navarra y máster en Gobierno y Cultura de las Organizaciones por la misma universidad. Director de la licenciatura de Derecho en el ITESM campus Guadalajara. Representante de la Cátedra Garrigues de Derecho Global en Guadalajara.