Parece que Hitler fue incapaz de entender la distinción entre el Estado nacional y el Imperium, y también, en el interior, la distinción entre el Estado y el Partido.
Ernst Jünger, Radiaciones II
La pobreza, las grandes desigualdades, en suma, las injusticias son el bacilo de las revoluciones y las guerras civiles. En los países donde la brecha entre ricos y pobres se acorta, donde se imparte justicia de manera recta y expedita, las tensiones sociales se achican.
Lamentablemente la miseria pervive en México, una miseria tanto más escandalosa cuanto convive, a veces a pocos metros, con el despilfarro suntuoso y arrogante. Mirando nuestra historia se me antoja pensar que el mensaje social del cristianismo ha fracasado, que los cristianos no nos hemos tomado en serio, hasta sus últimas consecuencias, la solidaridad con los más desfavorecidos. No se me escapa el esfuerzo encomiable de muchos –conozco a más de uno– pero son gotas de agua que se pierden en el mar de la injusticia, el escepticismo y la apatía.
Hace un par de meses, un compañero inteligente, generoso, de gran corazón, me reprochaba: «El problema de ustedes los católicos –él es ateo– es que piensan que los pecados sexuales son los más graves, y se les olvida que incumplir con los impuestos, no pagar el sueldo justo o descuidar la creación de empleo atenta gravemente contra la dignidad humana, esa de la que a ustedes les gusta hablar tanto». Me quedé callado. ¿Qué podía contestarle?
¿Y LAS CONVICCIONES?
En 2000 un amigo y yo escribimos el artículo «El Ku-Klux-Klan mexicano. Is Mexico Blond?» A pesar de que las críticas se veían venir, istmo lo publicó sin ningún reparo. Cito algunos párrafos que, tristemente, vienen a cuento en estos tiempos de crispación:
Estamos en la oficina; uno de nosotros abre un sobre. Oferta de trabajo: «Se requiere buena presentación». Sincronizados por la malicia exclamamos: «o sea, ser guërito y guapo». Los mexicanos somos hipócritas: En nuestro país, racismo y clasismo se funden.
En 1992 se publicó el artículo «Is Mexico Blond?» A juzgar por la TV y las revistas, México es escandinavo. Nuestro ideal de belleza es europeo. Lástima: el 80% de los mexicanos somos mestizos y un 10% indígena… Los «petacones», morenos, chatos y chaparros sólo tienen oportunidades televisivas como sirvientas, mozos, ladrones, si acaso, damas de compañía de la niña rica. […] El racismo mexicano es clasista. Ser moreno equivale a ser clasemediero. Durante mucho tiempo el único camino para subir en la escala social era el ejercicio político. Valgan los ejemplos de don Benito, don Porfirio, y Díaz Ordaz.
El asunto, por supuesto, admite muchos matices. Traigo a cuento ese texto, porque los recientes acontecimientos políticos han hecho las veces de catalizador del resentimiento social que priva en buena parte del país. No pretendo hablar de política coyuntural; no es este el lugar, sino hacer un llamado al examen de conciencia de quienes gozamos de una posición socioeconómica más desahogada.
No quiero ser profeta de calamidades, pero me temo que detrás de las expresiones de masas que hemos visto hay algo más profundo que la mera lucha de partidos. Existe un malestar social, real, palpable, tangible. Un malestar en el que las injusticias económicas se dan la mano con el clasismo más agrio y con un racismo, siempre subrepticio. La izquierda parece haberse apropiado de la bandera de la lucha contra estas necedades. No juzgo la rectitud de las personas de izquierda –insisto, no es mi papel en este espacio– lo que digo es que por lo visto, el cristianismo ha cedido a otros su papel protagónico en la lucha contra las diversas formas de injusticia. Ni de lejos me agradaría un partido demócrata cristiano, desconfío de la política confesional (aunque a Alemania no le fue nada mal con Adenauer), lo que echo en falta es la ausencia de sensibilidad en ciertos sectores de la población a los que, por calificarlos de algún modo, podríamos catalogar como «derecha». Los cristianos no se han distinguido por la firmeza de sus convicciones en cuestiones sociales.
En otras palabras, parecería que las propuestas sociales del cristianismo –caduca ya la teología de la liberación- se fusionan con el neoliberalismo. Podemos acusar a la izquierda de manipular las ideas, de meter en el cajón a doctrinas tan distintas como las del cristianismo y las del liberalismo económico. Pero si en el imaginario popular «derecha», «neoliberalismo» y «cristianismo» se entremezclan es, en buena medida, porque quienes teníamos que dar la batalla no lo hemos hecho cabalmente.
PERROS NEGROS, PALOMA BLANCA
La muerte de Juan Pablo II, mucho me temo, sirvió para una multitud de manifestaciones sentimentales, no para retomar sus tesis centrales en economía y política. Recordemos, por ejemplo, la fuerza con la que condenó el capitalismo especulativo, el que desprecia de facto el valor del trabajo, o la entereza con la que denunció los mecanismos de explotación de los países pobres a manos de los más ricos.
Hablamos de paz. Sin duda es un bien preciado, invaluable, que sólo se extraña cuando se pierde. Vale la pena fijarnos en los conceptos. Paz no equivale a la mera tranquilidad, esa sería la «paz» de los muertos, la «paz» de los sometidos. San Agustín acuñó la afortunada definición: la paz es la tranquilidad en el orden. El orden, no lo olvidemos, se emparienta esencialmente con la justicia, con el dar a cada quien lo que le corresponde. México necesita una paz profunda, donde prevalezcan la solidaridad, la subsidiariedad, el bien común, una sociedad donde el trabajo –un derecho fundamental del ser humano– permita ganarse la vida decorosamente. ¿Ya olvidamos el antiguo concepto de salario familiar?
Repruebo taxativamente la violencia, cualquiera sea el rostro del que se disfrace. Sin embargo, grave error cometeríamos si olvidásemos que la pobreza y el clasismo entrañan formas particularmente perversas de violencia. Ambos aplastan la libertad del ser humano. La paz es un valor precisamente porque sin ella nuestra libertad se queda coja, sin posibilidades de despliegue. Y las injusticias sociales tronchan una de las raíces de la libertad.
Hay que leer los acontecimientos recientes más allá de la clave de los partidos. Se trata, pienso, de encontrar en ellos un llamado urgente a la superación de las injusticias ancestrales de nuestro país.
Descreo de las revoluciones. Todas terminan como El siglo de las luces, la novela de Carpentier, devorando a sus víctimas, a sus artífices, a los supuestos beneficiarios. Las revoluciones son violentas y tarde o temprano usurpan la libertad importante, la de las personas concretas, con nombres y apellidos. Esto del individuo no es una referencia tangencial. Un personaje de Los perros negros de Ian McEwan, lo expresa con claridad meridiana: «Veo que piensas que estoy chiflada. No importa. Esto es lo que sé. La naturaleza humana, el corazón humano, el espíritu, el alma, la conciencia misma –llámalo como quieras– es, es en última instancia, lo único con lo que podemos trabajar. Tiene que desarrollarse y expandirse, o la medida de nuestra desdicha nunca disminuirá. Mi propio pequeño descubrimiento… ha sido que este cambio es posible, que está dentro de nuestra capacidad. Sin una revolución de la vida interior, por muy lenta que sea, todos nuestros designios no valen nada». Esto no significa que tales revoluciones interiores no cristalicen en las estructuras. Obvio. Quien se quedase en exhortos, cometería el pecado de angelismo que frecuentemente se le reprocha a la doctrina social cristiana: bonita, pero impracticable.
El antiguo marxismo, el clásico, siempre consideró entre sus peores enemigos al «reformismo», esos movimientos que atenuaban la lucha de clases introduciendo reformas en el sistema: seguridad social, sufragio universal, sindicalismo. Tenía razón, la manera más eficaz de abortar una revolución consiste en acabar con los antagonismos de clases. Esto se puede alcanzar por dos caminos. Acabando con la clase enemiga o reduciendo la brecha a través de la solidaridad. Prefiero el segundo.
CURRICULUM
Coautor, junto con Alejandro Trelles de los libros AMLO. Historia política y personal y Anatomía del PRI. Plaza Janés. México, 2005. hzagal@gmail.com