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La felicidad es cosa de tres

Humildad, agradecimiento y… olvidarse de ella, pueden ser tres requisitos para ser feliz. Escribir sobre felicidad se ha puesto de moda, no sólo entre autores de manuales de autoayuda, también entre profesores con rigurosas credenciales académicas.
 
Un ejemplo, la amplia difusión del libro Happiness, del profesor Richard Layard, de la London School of Economics. Este famoso economista trata de responder a la pregunta de por qué el aumento de la riqueza en las naciones más desarrolladas no va acompañado de un incremento en la percepción subjetiva de la felicidad. Layard concluye que, más que la riqueza en términos absolutos, otra variable lleva a sentirse feliz: la comparación social, tener más que el vecino o colega. Pero, puesto que ganar no es siempre posible, resulta que la comparación social –el énfasis en competir y vencer– no aumenta la felicidad, sino que puede disminuirla.
 
Martin Seligman, profesor de psicología de la Universidad de Pensilvania explica en su libro Authentic Happiness cómo la tendencia a maximizar y optimizar los resultados que obtenemos se convierte en obstáculo para la felicidad. Recomienda moderación al planificar expectativas, procurando que sean retadoras y realistas a la vez, que se apoyen en el conocimiento propio.
 
Se puede ser mejor pero no se puede ser máximo ni óptimo, y mucho menos en todo. No es de extrañar que profesores de management como Carlos Llano o Jim Collins proclamen el valor de la humildad para los ejecutivos, virtud que comienza en el nivel de los deseos y aspiraciones. Cuando uno cree que puede más o merece más, pero sin fundamento, sino llevado por una imaginación narcisista o egocéntrica, acaba pronto sintiéndose frustrado.
 
Algo falla, en un sistema que estimula la competitividad pero genera insatisfacción. Luis Rojas Marcos, director de los servicios de salud mental de Nueva York, lo describió en frase sintética: «Vivimos mejor, pero nos sentimos peor». ¿Tiene algo que ver con la invitación a maximizar la competitividad?
 
 

COMPETENTE O COMPETITIVO

 
Si entendemos competitividad como la cualidad de ser competente, significa idoneidad y preparación. Sin embargo, al hablar de competitividad, nos referimos habitualmente al deseo de ser el que más y mejor compite, el que posee las habilidades para ganar la competición, o triunfar sobre los competidores. En esta confusión de significados –y, por tanto, de aspiraciones y objetivos– puede encontrarse alguna causa de la extendida epidemia de frustración.
 
La acepción de competencia como idoneidad –ser competente– supone preparación para determinada tarea. Además, incluye el requisito de incumbencia, es decir, estar llamado o autorizado a practicar esa actividad que a uno le incumbe. Por desgracia, muchos males derivan de la incompetencia, entendida en este sentido de acción realizada por alguien a quien no compete esa actividad. Parece más que legítimo preguntarse quién es competente para hablar o escribir sobre la felicidad. Me atrevo a ofrecer un consejo: desconfiar de quienes venden recetas de felicidad, aunque se presenten vestidas con complejos cálculos estadísticos y sofisticadas fórmulas matemáticas.
 
La felicidad no se puede explicar, ni mucho menos calcular. Se puede imaginar, desear y cantar. Como han hecho y hacen los artistas, y especialmente los poetas, tanto los cultos profesionales del verso como los trovadores populares. Sirva esta copla andaluza que escuché no hace mucho: «cada quejío es una pérdida de vida; cada agradessimiento, una ganancia de vida»… y de felicidad, podríamos añadir por experiencia propia y ajena.
 
La felicidad tiene mucho de regalo. No es sólo resultado del propio esfuerzo, tiene algo que supera a las propias facultades. El que vive pendiente del retorno que merecen sus inversiones –en dinero, tiempo, esfuerzo, incluso cariño: ¿es cariño el que se da pensando en la contraprestación?–, ese nunca podrá ser feliz. Por eso, si se busca directamente, la felicidad no se encuentra.
 
Ya lo escribió John Stuart Mill, desde su visión utilitarista: «Nunca he dudado que la finalidad de la vida es ser feliz. Pero ahora pienso que ese objetivo sólo puede lograrse si no se busca directamente. Sólo son felices las personas que ocupan su mente en algo distinto de su felicidad, las que piensan en la felicidad de otros o en mejorar la humanidad o en ciertas artes o empleos que no se conciben como medios para la felicidad. Apuntando a objetivos distintos, encuentran la felicidad en el camino».
 
Profesor del IESE, Universidad de Navarra. Doctor en Economía por la Universidad Internacional de Catalunya y Médico por la Universidad Autónoma de Barcelona con especialidad en Medicina Social y Preventiva.
 

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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