El miedo a la soledad es, sin duda alguna, uno de los miedos propios de la condición humana. La soledad acompaña a la persona desde la cuna hasta la sepultura. La soledad puede experimentarse en forma de miedo o temor, con perfiles muy diversos, a lo largo de la travesía de la vida. El niño siente miedo a encontrarse solo en la oscuridad, a perderse en la gran ciudad desconocida, a no encontrar a su madre. Los adolescentes experimentan la soledad como miedo a ser rechazados por sus amigos y como temor «al qué dirán», a lo que puedan decir de ellos. Los jóvenes adultos sienten hoy miedo a la soledad de no encontrar pareja ni trabajo. A los casados les da miedo la soledad que acompaña la posible pérdida de su trabajo, que su pareja les abandone, o que tal vez suceda algo grave a alguno de sus hijos. Los ancianos experimentan el miedo a la soledad de ser un estorbo para los demás, de no valerse por sí mismos o de que nadie se acuerde de ellos y que no tengan con quien hablar.
Es un hecho que la persona nace y muere sola. En el inicio y en el término de su vida, no obstante, alguien puede hacerle compañía, lo que siempre se agradece. Pero esa compañía no significa que le puedan sustituir como persona en cualquier trance de su existencia. Ante cualquier crisis vital, por eso, cada uno ha de hacer frente a su propia responsabilidad. Ante la propia responsabilidad todas las personas nos encontramos solas.
Ahora se habla mucho de la «soledad del juez», pero lo mismo podría afirmarse del cirujano, del profesor, del psiquiatra, de la madre de familia o de las personas solteras. Sea como fuere, el hecho es que en esas situaciones la soledad suele golpear mucho más fuerte, por lo que puede llegar a tornarse en algo hiriente e insoslayable, que produce temor.
Pero la soledad no siempre produce temor o miedo. Es más, las personas también necesitan de ella. De aquí la ambigüedad del hombre ante la soledad: algo que hay que evitar a toda costa a la vez que algo que se anhela y sin la que no se puede vivir. Esto que parece una contradicción, pero en modo alguno lo es cuando se parte de un conocimiento realista de la condición humana.
SE EVITA A TODA COSTA Y SE ANHELA
La persona es única, irrepetible y en su singularidad insustituible, no puede comunicarse por completo (y por eso, precisamente puede experimentar el miedo a la soledad). Pero la condición humana está diseñada como un «ser dialógico», un ser social que para llegar a ser quien es necesita también de los demás. El ser de la persona está avocado a la compañía, a «ser-con» y a «ser-para» (y también por eso, precisa regresar a su interioridad, para encontrarse consigo mismo en la soledad).
De manera que todas y cada una de las personas necesitan de la soledad (para saber quiénes son) al mismo tiempo que necesitan de la compañía (para de verdad serlo). En efecto, para ser quienes somos, qué duda cabe, necesitamos de los demás; como también los demás necesitan de nosotros. Es el juego de esa doble necesidad la que puede volverse contra la persona, cuando es mal administrada, y dar origen al miedo y al temor de que se está tratando.
Sería conveniente, sin embargo, distinguir entre el miedo y el temor a la soledad. El miedo a la soledad es algo natural; el temor, en cambio, suele estar más vinculado a numerosos trastornos psicopatológicos. En casi todas las alteraciones psiquiátricas, de una u otra forma está presente la experiencia de la soledad, aunque casi siempre tematizada como la imposibilidad de ser comprendido por otro o la imposibilidad de comunicarse con los demás y compartir con ellos todo ese vasto, proteico y complejo mundo de experiencias íntimas que, por su objetiva patología, muy bien podrían calificarse de patéticas y trágicas.
Esto es lo que suele suceder en enfermedades como la depresión, la esquizofrenia, las drogodependencias, el alcoholismo, etcétera. El común denominador del temor a la soledad es la ansiedad, que siempre precisa tratamiento y para la que disponemos en la actualidad de un eficiente arsenal.
SILENCIO PURO: AUSENCIA DE EGO
En los oídos de muchos persisten, con una actualidad siempre renovada, aquellas palabras de ánimo con que Juan Pablo II inició su pontificado: ¡No tengáis miedo! Una expresión que tenía un sólido fundamento. Es como si nos dijera al oído de cada uno: ¡No tengáis miedo!, ¡No estáis solos!
En cierto modo, la persona nunca está sola, nunca está completamente sola. Ni siquiera cuando se sumerge en el silencio más absoluto. Porque el mismo silencio es tanto más elocuente cuanto mayor sea la escucha humana, es decir, la negación de sí, el no andar ocupado con las naturales emociones, deseos, intereses, conflictos y pensamientos, o con algunos prejuicios, sesgos y estereotipias artificiales. Pero ese silencio que nos devuelve a la compañía de la esperanza exige el total abandono de sí, el olvido del yo y el sometimiento al Misterio.
En estas circunstancias es donde el silencio se torna más elocuente y mejor se le puede escuchar, porque también en ellas es donde la apertura de sí mismo es más radical. Lo que garantiza la elocuencia del silencio es, además de la ausencia de ruidos (exteriores), la extinción de los «ruidos interiores», esos que socavan la capacidad de escuchar, como consecuencia de enmarañar la atención y apresarla en no se sabe qué enredos de la intimidad personal.
El silencio puede unir mucho a las personas. Esa co-presencialidad silenciosa, en que se transforma el mismo silencio escuchado, es el poderoso vínculo que une –y no separa– a la otra persona. Rilke (1968) describe magistralmente esta experiencia en El testamento, cuando afirma: «¡Ah!, Estábamos unidos para que el silencio pudiera permanecer entre nosotros.» Ciertamente, el silencio –lo que de forma permanente les une– puede hablarles, sin ruido de palabras y, no obstante, de forma elocuente. «El silencio –escribe Fernández Moratiel (2006)– no es ausencia de palabras sino sobre todo ausencia de ego. El silencio verdadero, puro, de calidad, es una vida sin ego, es pura libertad. (…) Al hablar del silencio se cae en un sinsentido. Del silencio no se puede hablar; no caben palabras. Dios mismo es el que menos habla. En una única Palabra lo dice todo».
INTIMIDAD: MUDA PERO NO SORDA
La persona no puede estar sola, aunque experimente la soledad, porque sencillamente no está nunca sola. En esto coinciden Dios y la persona humana. En Dios no hay soledad, porque es imposible. Dios es familia, trinidad de Personas, comunicabilidad eterna e infinita entre ellas. La persona es imagen y semejanza de Dios y también, a su modo, es compañía, porque Dios está con ella.
Se confirman así las palabras de Agustín de Hipona cuando nos aconsejaba: «no salgas fuera, dentro de ti habita Dios».
Esta es la causa de que no estemos nunca solos, aunque en ocasiones podamos experimentar ese temor, torpe y confuso, a la soledad y el Misterio. Ante el Misterio es comprensible que las personas enmudezcan, pero no que dejen de oír el silencio que les interpela y, todavía menos, que «hagan oídos sordos» a su apelante llamada.
Juan Pablo II (2004) se refirió a estas experiencias cuando contemplaba el espectacular y majestuoso paisaje de los bosques y cumbres alpinas. «Las numerosas oportunidades de relación y de información que ofrece la sociedad moderna –afirmó– corren el riesgo en ocasiones de quitar espacio al recogimiento, hasta hacer que las personas sean incapaces de reflexionar y rezar. En realidad –reconoció–, sólo en el silencio el hombre logra escuchar en lo íntimo de la conciencia la voz de Dios, que verdaderamente le hace libre».
Ciertamente, ante el Misterio la persona puede y hasta debe, a veces, enmudecer. Lo que no es posible es que deje de escuchar la voz que le interpela desde su intimidad. Pero si oímos la voz que nos interpela desde nosotros mismos, la soledad es imposible y el temor o el miedo se desvanecen. La aceptación silenciosa de la palabra escuchada puede ser muda, pero no sorda.