Hace unos meses fui a Huatulco a dictar un par de conferencias a una convención. Mis sesiones se llamaron: «Administración del éxito», «Administración del fracaso». Me alojó en el Gala, un hotel all inclusive. Como me pagan mis gastos, invité a uno de mis sobrinos de vacaciones; solamente hube de comprarle el boleto de avión.
Este tipo de hoteles ofrecen comida abundante, llenadora e insípida, comida barata y deslumbrante, comida que alegra los ojos de los comensales y los bolsillos de los dueños. El propósito es generar la impresión de abundancia: mucha comida, muchas toallas, mucho alcohol, mucha diversión. El descanso se asocia con la abundancia. Difícilmente se puede descansar si no abundan los alimentos, si el clima es hostil o si la gente de al lado sufre. En este sentido, la película La playa –en la que Leonardo Di Caprio actúa en su tradicional papel de estrella de softcore– es elocuente al respecto. Un tiburón muerde a uno de los miembros de una comuna de Forever young.
El afán de placer es lo único que reúne a los miembros de la comuna. Están ahí para asolearse, nadar y drogarse, para aparearse, para disfrutar con intensidad su juventud. El enfermo les recuerda la muerte, les pone ante los ojos el hecho de que sus cuerpos, aunque jóvenes y fuertes, también pueden podrirse. El sufrimiento físico del prójimo les impele a cuidar de él pero no están dispuestos a hacerlo: no viajaron hasta el último rincón del mundo para cuidar desahuciados. Con inusitada frialdad expulsan al infeliz de la aldea y lo abandonan a su suerte en medio de la selva. Acallan sus conciencias. Lejos del paraíso, la infección continuará su camino. Los quejidos del moribundo, empero, ya no interrumpirán el frenesí de la comunidad.
ADIÓS SEÑOR TEDIO
El hotel Gala es una Arcadia en miniatura. Un médico de guardia las veinticuatro horas se encarga de expulsar los demonios del dolor físico: una insolación, una jaqueca, malestar estomacal, la ponzoña de un animal. Pero los demonios más temibles son los que atenazan el espíritu. Entre todos los diablos del infierno, los hoteleros temen especialmente a una pareja: el señor Aburrimiento y la señora Depresión. Persiguen a sus víctimas a cualquier lado del mundo. La mayoría de los turistas huyen del tedio y de la monotonía del trabajo, de la mediocre existencia que se gasta en la rutina: levantarse temprano, casi de madrugada; manejar en calles atestadas, salpicadas también de mediocridad; en la oficina, un escritorio y una computadora, las sonrisas hacia el jefe (un extranjero, si la firma es grande), de cuya voluntad depende que se pueda pagar la hipoteca; la comida rápida con los compañeros, a quienes también se les teme, pues pueden quedarse con nuestro puesto; más trabajo, reportes, presupuestos, oficios y m
emoranda; el regreso a casa, más coches, más tráfico; el encuentro con la familia y los problemas ordinarios (malas calificaciones del pequeño, los desplantes del hijo adolescente, los naturales desencuentros con nuestro cónyuge). Luego la noche, como siempre corta, aquellas horas indispensables para reponer las fuerzas que se gastarán al otro día… y una vuelta más en el eterno ciclo del empleado. Cada siete días, el viernes: una noche acortada por cierta alegría: el contento de quien no tendrá que sentarse en el escritorio las próximas cuarenta y ocho horas.
Las vacaciones son un oasis en ese inmenso tedio cotidiano. Cuando compramos un viaje todo pagado, lo que compramos en realidad es la ilusión de que somos felices. Uno de los animadores del hotel lo grita a los cuatro vientos: «Están de vacaciones. Todo se vale. No piensen en el trabajo. No piensen en lavar el carro. No piensen en su suegra». En realidad debería decirnos «No piensen», pero como él no lo hace, no puede ocurrírsele la frase.
EXORCISTAS DEL ABURRIMIENTO
Estos animadores, chicos y chicas ansiosos de una vida diferente, son los sacerdotes más poderosos del hotel. Enfrentan los demonios del alma. Su deber es exorcizar la tristeza y el aburrimiento. Son los ministros de la diversión. Los hoteleros los reclutan entre las filas de la juventud hedonista, enamorada de sus cuerpos, del sol, del baile, de la música. Jóvenes que gustan sentir el bombear de su corazón, que disfrutan la sangre caliente acumulada en sus sienes; lo suficientemente valientes para dejar la comodidad de sus casas, pero lo suficientemente burgueses para no irse a recorrer el mundo de mochileros
Jóvenes a quienes no atraen novelas ni ensayos, aunque con disciplina sobrada, pues se levantan día tras día a practicar aerobics acuáticos, organizar concursos tontos para turistas, montar coreografías a imitación de Broadway, crear «ambiente» en la disco, sonreír siempre, a cualquier hora, en cualquier lugar, al huésped que sea.
Mi sobrino y yo comíamos en una de las terrazas que dan a la playa. Frente a nosotros se sentó un nutrido grupo de niños al cuidado de tres chicas, tres animadoras. Les corresponden dos tareas en los hoteles: fungir como nanas de los hijos de los huéspedes y conversar con varones gordos, calvos y feos, que visitan el hotel para olvidarse de su miserable existencia. En el resort reina un ambiente familiar. No es un destino de turismo sexual, así que estas mujeres no tienen la obligación de satisfacer los apetitos sexuales de los feos. A ellas, como a sus homólogos varones, sólo les toca crear un entorno de cordialidad y fiesta.
Sabrina y Karen no hallan lugar en la mesa de los niños –quizá están un poco hartas de ellos. Dejan a su compañera a cargo de la mesa, cuidando a seis o siete criaturas y nos piden permiso para sentarse con nosotros. Sabrina es de Montreal; Karen, de Oaxaca. Las dos se sirven abundantes platos de verduras; carbohidratos, pocos, los necesarios para mantenerse activos el resto de la jornada.
Sabrina estudia Administración en Canadá; este es su trabajo de verano. El año pasado vivió en México varios meses: regresó a su país para estudiar y ahora está de vuelta. Karen, en cambio, necesita trabajar para pagar las colegiaturas restantes. Estudia Psicología. Las dos se portan con amabilidad profesional. Ambas intentan sacarme plática. Mi sobrino ?con doce años a cuestas? se sume en su silla. Yo pongo cara de que me interesa lo que ellas cuentan y ellas ponen cara de que les caigo bien.
Por la noche me topo de nuevo con Karen, le urge que los huéspedes llenen unas encuestas. Se deshace en atenciones con mi sobrino. El niño no puede servirse un elote del buffet mexicano, los cocieron con todo y hojas, y están demasiado calientes para pelarlos. Ella se acomide. Como contraprestación, lleno de inmediato el formulario que me pide.
Cenamos en una escenografía Tex-Mex. Al terminar, asistimos al teatro del hotel donde presentan bailes mexicanos típicos. Se trata de una compañía de jóvenes oaxaqueños con cierto encanto y, por supuesto, mucho mejor que los animadores de ayer bailando can-can y flamenco. El maestro de ceremonias –uno de los muchachos de la hospitalidad– confunde Yucatán con Sinaloa y cuenta chistes de doble sentido. La mayoría de los espectadores son gringos, no entienden nada. Pero no importa, vienen dispuestos a reírse y aplaudir, porque pagaron por ello.