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Explorar el mundo a la vuelta de la casa

ENTRE EL ESTEREOTIPO Y LA REALIDAD

A mediados de 1994 conocí a Zelda en la plaza Garibaldi. Yo estaba ahí por casualidad, ella porque, junto con una amiga, había ahorrado un buen tiempo de su sueldo de enfermera en Marsella y quería conocer, en el lapso de un par de meses, el México profundo. Después de los tequilas consumidos apenas recuerdo los detalles, la forma en que se rompieron distancias y surgió lo que parecía una asombrosa coincidencia de caracteres, un mutuo y perdurable deslumbramiento.
A diferencia de muchas de sus compatriotas, Zelda, de padre argelino, madre francesa y muy esforzada historia de vida, apenas había viajado. Decidió que su primer destino extra-continental sería México por cuestiones tan aleatorias como conmovedoras: su padre, desaparecido hacía años por razones que ya no alcancé a indagar, la llevó a ver, cuando era niña, una película mexicana o ambientada en México. Después, ella leyó mucho sobre el territorio idealizado de la infancia y tenía un conocimiento solvente de la historia del país y una imagen exaltadamente positiva del carácter de los mexicanos.
De verdad me gustaba Zelda, sin embargo, empecé a decepcionarla cuando, al paso de los días, descubrió que en realidad yo detestaba a los mariachis, que no sabía bailar, que prefería el vino al tequila y, lo peor, que no comulgaba con los movimientos insurgentes de la época, a los que ella había venido a observar de cerca. A su regreso de una estancia de turismo revolucionario en el sureste, a la que no la acompañé, Zelda, en otra borrachera con tequila, me dijo con sentida rudeza que yo no era «lo que esperaba de un mexicano» y yo, triste y azorado, sin encontrar en mi limitado francés palabras para contradecirla o herirla, acepté con civilizada apariencia el fin de nuestra provisoria relación.
No es fácil viajar, el desplazamiento a otros países y continentes como actividad popular data de pocos siglos y, en general, es conflictivo enfrentarse al otro: lo distinto tiende a enmarcarse en un orden conocido, las costumbres extravagantes suelen ser descifradas con los prejuicios familiares, se busca a toda costa que los hechos compaginen con las ideas preconcebidas. Sin llegar al extremo de quienes piensan que todo lenguaje de exploración lo es de colonización, lo cierto es que casi cualquier viajero, en mayor o menor medida, arranca su periplo con un equipaje de manías y fantasías y acaso los territorios, los paisajes, las formas de vida y los individuos reales se vuelven más decepcionantes, cuando más vehementemente se les ha fabulado.

MONSTRUOS, MARAVILLAS Y PELIGROS

La actividad del viaje ha sufrido numerosas metamorfosis: desde la errancia nómada, la expedición punitiva y el desplazamiento comercial de la Antigüedad pasando por las cruzadas y las peregrinaciones devotas, las exploraciones de estudio de los sabios, el viaje de formación de los aristócratas hasta el turismo masivo de la época actual. Por muchos siglos, lo natural era el sedentarismo, las generaciones vivían y morían atadas a su tierra y solamente la guerra, el comercio o las dramáticas emigraciones propiciaban el traslado frecuentemente forzado.
El viaje solitario era una actividad rara, excitante pero atemorizante, pues se prefería permanecer en esa sede de identidad y seguridad que era la patria y, como dice Eugenio Trías en su Drama e identidad, no en balde dos grandes miedos de la Antigüedad eran el extravío del viajero o el exilio. Por lo demás, la escasez y excepcionalidad del viaje individual propiciaba que los testimonios disponibles, más allá del grado de objetividad que intentara impregnarle el viajero, se aderezaran de invención: los territorios desconocidos podían estar llenos lo mismo de monstruos y peligros que de maravillas y prodigios.

REGRESA EL BUEN SALVAJE

En Los libros de viaje: realidad vivida y género literario, una magnífica compilación de artículos sobre diversos géneros del viaje, realizada por Leornardo Romero y Patricia Almarcegui, pueden observarse las diversas raíces del viaje contemporáneo. El viaje como parte de la formación individual no comienza a popularizarse hasta el Siglo de las Luces, cuando ciertos monarcas ilustrados, a menudo acompañados de sus preceptores intelectuales, se desplazan dentro de la misma Europa para instruirse, relajarse y adquirir libros para las bibliotecas reales.
Más adelante, el romanticismo, y sus secuelas, hacen del viaje un signo de prestigio inconformista: el viaje de los sabios de la Ilustración, con cuidadosos registros y memorias en torno a la naturaleza, las instituciones y las costumbres es sucedido por el viaje orientado a la aventura, la revelación y la fuga sentimental. El romanticismo expande la curiosidad geográfica y antropológica. Por un lado, redescubre la naturaleza y su carácter extático y telúrico y contribuye a prestigiar el paisaje. Por ejemplo, las montañas y los mares que, con pocas excepciones, eran vistos por los antiguos viajeros como una inevitable incomodidad y obstáculo a vencer se convierten en espacio de prueba y comunión.
Se multiplican los alpinistas, navegantes aficionados y otros antecesores del turismo extremo, que buscan combinar el encuentro con uno mismo, con la aventura y con la conquista de la naturaleza. Por otro lado, el romanticismo y sus diversos seguidores, propugnan la vuelta al buen salvaje, el redescubrimiento de la espiritualidad, el elogio de la calidez humana, la búsqueda de lo simple y natural o de lo mágico y violento en nuevas tierras de promisión.
Pero el viaje de formación de los sabios y aristócratas o el viaje excitante de los románticos, va transfiriendo sus valores hacia el viaje de placer de los burgueses. Cierto, ya no se buscan los objetivos pragmáticos de conquista, comercio o aprendizaje, tampoco se busca el cambio de vida, pero algo de eso queda en la aspiración de goce, en, que reavive los sentidos. Así, a medida que avanzan las comunicaciones se concibe el Grand tour aristocrático, luego burgués, luego clase-mediero y luego casi democrático.

A LA PERIFERIA EN BUSCA DE NOVEDAD

El viaje contemporáneo tiene sus convenciones, sus paisajes prestigiosos, sus espacios de valor simbólico y sus reservas de rareza. Por ejemplo, en el siglo XIX y XX, el centro, es decir, Nueva York, Roma o París, se vuelve territorio de iniciación y certificación para muchos tercermundistas, que buscan conocer novedades intelectuales o científicas, socializar en los medios metropolitanos y obtener títulos o relaciones prestigiosas. Al contrario, la periferia se vuelve punto de referencia para la búsqueda de exotismo, espiritualidad o para el turismo militante o sexual.
El turismo actual preserva muchos de los motivos antiguos, desprovistos de su vigor, y los asocia con el consumo y el confort. El turista habitual no viaja para ser el primero en descubrir; su decisión se basa en la información proporcionada por el numeroso acervo de literatura turística y puede ir desde el folleto de una agencia, el reportaje de un periódico, el programa de televisión o, en el mejor de los casos, la lectura de libros y guías.
Igualmente, el viaje dura un tiempo delimitado, al que se busca sacar el máximo provecho, visitando los lugares emblemáticos, comiendo los platillos típicos y asimilando, con el mínimo esfuerzo, el espíritu del lugar. Por ello, es usual intentar disminuir costos, obtener información-orientación y servicio especializado, así como agregar seguridad y compañía, mediante la excursión colectiva. En estas aventuras controladas, el turista podrá ratificar sus nociones previas, tendrá sobrado motivo de plática por varios meses y podrá abrumar a sus conocidos con anécdotas y generalizaciones sobre los lugares que visitó.

TURISMO CONTRACULTUAL Y REVOLUCIONARIO

Por supuesto, las hordas de señores con bermudas, calcetines y cámaras digitales son una imagen odiada por los que se dicen auténticos viajeros. Así, frente a esta desacralización del viaje por las masas con poder adquisitivo se erige otra concepción supuestamente más auténtica que tiene que ver con el romanticismo redivivo en el turismo contracultural, espiritual y revolucionario. Estos viajeros abogan por el reencantamiento del mundo, añoran la restitución de la magia, la existencia regida por calendarios cósmicos y religiosos, las actitudes vitales ajenas al pragmatismo y ofrendadas a los extremos del sufrimiento o la fiesta
Hay que buscar entonces playas vírgenes, monasterios o santuarios escondidos, ruinas milenarias, pueblos mágicos donde sea posible librarse de las trampas de la modernidad y encontrar costumbres rústicas y frugales, ejemplos de espiritualidad o, bien, movimientos sociales que contrasten la inmovilidad de las metrópolis. El problema es que este turismo no siempre puede escapar a la maldición de la banalidad y el consumo.
Como señalan Joseph Heath y Andrew Potter en Rebelarse vende: «Al convertir el hecho de viajar en una cruzada para encontrar la autenticidad a través de la diferencia, el turismo se convierte en otro foco apto para el consumismo competitivo. Al igual que sucede con lo cool, la auténtica experiencia de viaje es un bien posicional. Nos aporta eso que Pierre Bordieu llama un –acervo cultural– y cuyo valor disminuye conforme aumenta su popularidad. La existencia de otros viajeros deteriora esa distinción que constituye el atractivo principal de un viaje, ya que nos recuerda que hoy en día nada está tan lejos».

LO PREHISPÁNICO CON NEW AGE

En efecto, el logro aventurero se ha acotado, no hay territorios inexplorados, ni culturas por descubrir, ni religiones o cosmovisiones nuevas y la búsqueda de singularidades a veces parece limitarse al concurso mercadotécnico entre agencias de viajes por la invención de nuevos destinos. Las frivolidades en torno al orientalismo, las aleaciones de lo prehispánico con lo new age, las visiones empobrecidas de África, los incomodísimos y caros destinos ecológicos, ofrecen ejemplos de la capacidad de distorsión del turismo contracultural.
Asimismo, la búsqueda del paisaje primordial, del carácter pintoresco, de los mitos antiguos y de la magia regenerativa, pueden culminar en una actitud que, en aras de defender la diferencia antropológica, idealiza realidades de atraso social, discriminación y falta de respeto a los derechos humanos. Así, entre el turista convencional que viaja con el ánimo de sacar el máximo provecho en confort, conocimiento y crédito cultural de su periodo de asueto y el viajero radical que rompe amarras y busca reinventarse en otros territorios, hay grandes diferencias; sin embargo, puede existir una misma aspiración mítica: la pretensión de asimilar la historia universal, la diversidad del hombre y las variedades del paisaje en unos pocos símbolos petrificados.

AL ENCUENTRO DE LA OTREDAD

A menudo incurro en rumiaciones y diálogos amargos con el recuerdo de Zelda. A veces pienso que debí tratar de entenderla, contemporizar, ¿por qué no?, pude haberme disfrazado del nativo que ella anhelaba. Otras veces considero que hice lo correcto y, no sin rencor, evoco sus defectos como viajera.
No es fácil ingresar a una cultura diferente sin la ayuda de los estereotipos y fantasías previas, pero hay que estar dispuesto a decepcionarse y a ver lo parecido que se puede resultar aun en los extremos del mundo.
El viaje, si uno se da la oportunidad, puede ser la experiencia perturbadora de la otredad y el inicio de una percepción fecundamente apátrida de uno mismo. Por lo demás, como se sabe, el gran viajero no necesita ir muy lejos de su casa y la exploración más profunda del mundo comienza, como lo sugiere Baudelaire, por las calles aledañas.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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