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Viajar ¿plan de evasión?

Acaba de suceder. Y aunque Martín suponía que sería así o al menos muy similar, nunca lo tuvo claro sino hasta que lo leyó en el periódico días después. Pero ahí, libre al fin, al volante de la camioneta, con su mujer e hijos, al salir del Pedregal con rumbo a Cuernavaca y, quince minutos más tarde, frenando lentamente, sabía muy poco al respecto. El suyo era uno de los 50 vehículos que cada minuto pagaban el peaje en Tlalpan el pasado 30 de abril. Abierta de par en par, la caseta habilitó 10 de sus 14 carriles para el paso de los voraces vacacionistas durante el «puente» más largo del año.
Y mientras contemplaba el hervidero de motores, una pregunta atravesó la cabeza de Martín. ¿Por qué? ¿Qué motiva tal precipitación humana? ¿Cuáles son las razones? Es claro que en el pasado la humanidad viajaba para conquistar tierras desconocidas, encontrar nuevas rutas comerciales o cumplir una misión divina. De Ulises a Marco Polo, pasando por san Pablo, los viajes estuvieron marcados por la gloria, el deber o el negocio. A partir tal vez de Montaigne, el viaje adoptó una función lúdica y de conocimiento, abrirse a otros modos de pensar y ver la vida y fue convirtiéndose en una salida al ocio en una búsqueda constante.1
Hoy, viajar es un placer que satisface una urgente necesidad de evasión. De tan simple, la afirmación adolece una vulgaridad ofensiva, pero así es. Valdría la pena explicarla un poco más, apoyado en alguna referencia, por ejemplo, de Gilbert Keith Chesterton, quien sostenía que el auténtico aventurero no es quien se lanza a recorrer el mundo, sino aquel capaz de saltar por encima del muro del jardín de su vecino y, una vez ahí, entablar una relación. Para el autor de Ortodoxia, el hombre moderno viaja a lugares exóticos para huir de la calle donde nació. Viajamos para escapar.2 Quien lo niegue deberá preguntarse entonces por qué vuelve una y otra vez a las fotos que el año pasado tomó en Bali y también por qué, a mitad de la jornada, cavila sobre su próximo destino, entre el anhelo y la nostalgia.
Para esos descreídos va otra referencia, esta vez, de Claudio Magris. «El viaje es también un benévolo aburrimiento, una protectora insignificancia, la aventura más arriesgada, difícil y seductora se lidia en casa; es allí donde nos jugamos la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo; es allí donde corremos los mayores riesgos». Sin embargo, a veces se olvida que el viaje entraña un riesgo aún más peligroso.

ASÍ DE FÁCIL

Hace casi una década, en 2000, la industria turística fue por primera vez, con base sólo en el volumen de negocio, la primera actividad económica mundial. El año pasado, ante el embate brutal de turistas de todo el mundo, el ayuntamiento de Venecia propuso restringir las visitas a la ciudad a través de un sistema de citas. Y así en casi cualquier parte. El turismo ha dejado de ser artículo de lujo para instalarse en la canasta básica.
Las low cost y los bed and breakfast facilitan los éxodos alrededor del planeta. Ya no hace falta ser millonario para ir a París y Cancún se ha vuelto destino de fin de semana. En mayor o menor medida, el poder de cualquier adicción radica en que provee canales de fácil acceso que llevan a la evasión. Quien se pierde en el abismo de los videojuegos o el opio, de la lectura o el trabajo –loqueseaholic– ha optado por la tranquilidad provista por otras realidades distintas, universos lejanos que prefiere por encima del suyo.
El protagonista de Plataforma –devastadora y pesimista como todas las novelas de Michel Houllebeqc–  no abriga ningún ideal y olvida sus problemas en una fuga interminable. «Mis sueños –confiesa– son mediocres. Como todos los habitantes de Europa occidental, quiero viajar. Bueno, hay que tener en cuenta las dificultades, la barrera del idioma, la mala organización de los transportes de grupo, los peligros de volar y de que a uno le estafen; para decirlo en plata, en el fondo lo que yo quiero es hacer turismo. Cada cual tiene los sueños de los que es capaz, y mi sueño es encadenar al infinito los –Circuitos de la pasión–, las –Vacaciones en color– y los –Placeres a la carta–, por mencionar los temas de tres catálogos de Nouvelles Frontières».3
Anhelar esta encadenación infinita de destinos es la declaración formal de una adicción, la de desear ser otro siempre. Porque una vez que se ha probado la sabrosa comodidad del anonimato es difícil salir de ella. En las arenas de Bora Bora, el tímido empresario se vuelve un extrovertido donjuán. Lejos de su calle, la ejecutiva olvida el cotilleo de la oficina para convertirse en la jugadora de póker que siempre soñó ser. Es la cancelación de la propia vida y el ingreso al país de nunca jamás.
Fuera de su realidad cotidiana, el turista olvida quién es y se transforma en míster Hyde, hambriento de nuevas experiencias, sabedor de que nadie le preguntará nada ni se burlará de sus lonjas en las playas tailandesas y si ocurre, no le importará. Ahí, tendido en una poltrona ante la brisa marina, es nadie.

VIAJE AHORA Y MAÑANA Y SIEMPRE

¿La evasión es moralmente mala, nociva? No me lo parece. Como todo, el encanto radica en los límites. Así como el trabajo no es condenable, su exceso o defecto sí. Lo mismo sucede con la evasión, que como especie nos es indispensable. Si alguien lo duda recuerde aquella noche que no pudo dormir pensando en los inconvenientes de la oficina o en que a su hijo no se le ha bajado la fiebre. Es imposible acumular todo en la conciencia todo el tiempo. Incluso, sólo en ese estado acudimos al sosiego, dispuestos como nunca para la reflexión.
El problema del workahólico radica, precisamente, en su incapacidad para retraerse de su Blackberry e instalarse en una evasión laboral permanente; incluso dormido, el adicto al trabajo sigue frente a su computadora y se olvida de casa, las obligaciones domésticas, su propia vida, empeñada ahora a una oficina.
Entendida como una explosión de franqueza, gobernable sólo por el corazón, la libertad aumenta al ritmo de la espontaneidad de quien la ejerce. Por esto las obligaciones tienen tan mala prensa y se cree que lo verdaderamente humano es alejarse lo más posible de ellas. No soy esclavo de nadie y me largo a Tampico de fin de semana. Con el alba del viernes encima, el lastre de la casa es insoportable.4
Total, que el turismo es el bálsamo perfecto para el virus de las imposiciones originadas en mil y un deberes. Porque se lo merece, porque usted no es el esclavo de nadie, porque ya estuvo bueno de que le griten y lo exploten, venga y disfrute de cuatro días y tres noches todo pagado con transportación incluida y sea lo que siempre soñó, sin ataduras de ningún tipo.
Es lógico ceder a la excitación que provocan los viajes. A la ilusión y el premio, se agregan nobles motivos como el enriquecimiento cultural y la búsqueda del yo. Y una vez en la trampa es difícil librarse de ella. Encantado por el espectáculo de pirotecnia, desprovisto de pausas, en el que todo es una tarea urgente, el turista piensa que ha llegado a la Isla de la Fantasía, donde míster Roarke y Tattoo cristalizarán sus anhelos mientras le extienden un coco y un collar de flores.

LA HORA DE VOLVER

Una fila de 500 metros recibió a Martín y su familia en la caseta de Tlalpan. El volumen de autos de vuelta aumentó con respecto al de hace cuatro días; ahora son 60 por minuto. «Bienvenidos al mundo real», suspiró Martín. La frustración es inevitable y la alberca de Cuernavaca sólo provoca melancolía.
¿Puede viajarse sin que aniden en nosotros esos sentimientos, vía de acceso a la adicción a los viajes? Pues claro que sí y para ello basta hacer un llamado a la sensatez y entender que la libertad no es un carnaval sino un constante ejercicio de decisión, sobre lo que no agregaré nada más para no ofender la inteligencia del lector.
Lo que tal vez sí proceda sea una invitación a recuperar las notas de ocio que el turismo ha arrebatado al viaje y que, como al deber, tampoco le ha ido tan bien en términos de opinión pública. Aunque en el otro extremo, el ocio también es muy mal visto; agobiados por la eficacia y esas cosas, olvidamos que es el único sitio para la reflexión, salvaguarda de nuestras ideas. Sólo cuando no se hace nada puede contemplarse en toda su dimensión el drama humano en Shakespeare, la agonía de un pueblo al escuchar la marcha Radetzky o la belleza en una pintura de Klimt. Con el viaje pasa lo mismo.
«Viajar –de nuevo Magris– enseña el desarraigo, a sentirse siempre extranjeros en la vida, incluso en casa, pero sentirse extranjero entre extranjeros acaso sea la única manera de ser verdaderamente humanos. Por eso la meta del viaje son los hombres; no se va a España o Alemania, sino entre los españoles o entre los alemanes.»
Contra las complicaciones del turista que va de un lado a otro deseando ser otro, el viajero se ha olvidado de casa para asistir a una lejanía poblada por hombres iguales a él, pero que han construido un mundo distinto al suyo. Como en la literatura, viajar obliga a abrirse a lo ajeno y comprender que hay muchos modos de leer la vida. En la mudanza, el viajero se desafía a sí mismo, sus principios y criterios.
Y, como la comida, el viaje es un pretexto para entender a los otros. Nos nutrimos cuando comemos, pero no somos vacas; por eso la humanidad transformó los alimentos y hemos hecho de la hora de comer una celebración y un arte. El acto de nutrirse lleva el sello de la razón.
A falta de una mejor idea, recurro a la elocuencia inicial de Houllebeqc. En las grandes ciudades, una extraña urgencia empuja a salir de casa, con la desesperación propia del recluso o del comensal que frenéticamente se lleva el alimento a la boca, sin atender a la conversación en la mesa, entregado por completo a engullir una pierna de pollo.
El viajero es capaz de liberarse de su propio entorno y prolongar el café para observar una pelea marital en los portales de Tlacotalpan o hacer a un lado su rutina en casa para atender el juego de canicas que libran media docena de niños en una polvorienta calle de Sevilla.
Entonces, el viaje se vuelve aprendizaje, entendimiento y contraste. Sólo entonces aquel otro mundo se abre frente a nosotros y en verdad hemos viajado y por fin nos olvidamos de todo, hasta de nosotros mismos. Viajamos para escapar, sí, pero no indefinidamente. Al salir de casa valdría la pena recordar a Montaigne, para quien el placer estaba en la búsqueda, no en el hallazgo.
La migración, ese doloroso viaje forzado por la pobreza o la tortura, sería tema suficiente para un texto más profundo, que no me siento capaz de escribir ahora.
Incluso en el caso de la migración.
Nouvelles Frontières es la agencia de viajes con más demanda en Francia (www.nouvelles-frontieres.fr).
Lo importante no es dónde, sino cuándo. Mutatis mutandi, lo mismo pasa con el amor, que se mira como un brote de manantial que se seca en cuanto interviene la reflexión; entonces actuamos como pasto silvestre, dejándonos atrapar por esa especie de imbecilidad transitoria condenada por Ortega y Gasset.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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