Después de mucho trabajo y con el favor de algunos amigos, finalmente conseguí el libro Olor a yerba seca –es una pena que la distribución del libro haya sido tan mala en nuestro país. El caso es que ya lo tengo, ya lo leí. Desde hace algunos meses quería hacerlo por una inquietud puramente intelectual y porque conozco a su autor desde hace muchos años. Sí, sí, confieso, no con poca vergüenza, que lo primero que hice fue buscar mi nombre. Eso ocurre cuando se leen las memorias de una persona allegada: irremediablemente se cuela ese aire de placercillo morboso.
Más allá de mi vanidad como lector, el libro es delicioso. Por lo general, los libros autobiográficos o históricos suelen ser planos. El estilo de Llano fluye mansamente, salpicado de vez en vez por un peculiar sentido del humor que juguetea con una ironía dulce y audaz. La idea no es deshacerme en elogios hacia el libro; sencillamente quiero decir que me gustó. El libro trasciende lo anecdótico, la nostalgia del pasado, el particularísimo sentir de Llano. Quien se acerque a Olor a yerba seca con la esperanza de leer el diario de Alejandro, se desilusionará.
Entre católicos y futbol
En el fondo, el libro no se ocupa de la vida del autor, sino de su situación histórica. Llano nos regala la percepción histórica de un hombre que ha sufrido la transformación de su patria, que ha visto cómo España se enfrenta al dilema político y cultural que la atenazó desde el siglo XIX (tal vez desde el XVIII): modernizarse o no, rendirse al liberalismo o aferrarse a los ideales de una supuesta «hidalguía católica».
Todos nos sabemos la tonada: el franquismo caducó con la muerte del dictador. De la noche a la mañana, España abandonó un conservadurismo rancio y adoptó la incredulidad y el relativismo social –cuidando las generalizaciones. Me parece que la serie de televisión Cuéntame como pasó retrata bien los últimos estertores del franquismo.
España no sólo se modernizó sino que entró de lleno en eso que algunos llaman posmodernidad y cuya ciudad emblemática es Barcelona (que, en mi personal y sesgada opinión, es como la colonia Condesa a lo bestia, solo que sin la plaga del valet parking). Apareció en el mapa una España que es una pieza del rompecabezas de la Unión Europea y que sueña con ganar un mundial de fútbol.
En el libro, Alejandro Llano, espectador privilegiado de esta película política, es crítico con la España franquista, pero es igualmente duro con el país actual.
Después de leer a Llano, me queda la impresión de que España aún carga con dos pesados fardos: el del catolicismo oficial y el del laicismo perseguidor. En otras palabras, pareciera como si en aquella península el cristianismo no encontrara su justo lugar en el espacio público. No cabe duda que el catolicismo oficialista de Franco causó el movimiento pendular de la España actual.
Que Dios nos agarre confesados
A los mexicanos la tensión Iglesia-Estado nos suena familiar. México, al igual que España, se topó a mediados del diecinueve con la misma encrucijada. La lucha entre liberales y conservadores no fue otra cosa que la manifestación bélica del choque entre modernidad y tradición. Benito Juárez y José María Iglesias, por un lado, fueron las figuras señeras en la apuesta por la modernización. El fallido experimento de traer a Maximiliano fue la última carta que el conservadurismo jugó en la mesa política. (Una jugada bastante mala, porque a la hora de la verdad, el Habsburgo les salió muy liberal a los conservadores.)
Al final, conocemos la historia. Juárez y compañía triunfaron. Las famosas leyes de Reforma, producto de la encarnizada lucha interna, sellaron con tinta la fractura entre Estado e Iglesia. Pero a los liberales se les fue un poco la mano. La Ley Lerdo, la Ley Juárez y (siempre me ha parecido paradójico) la Ley Iglesias eran excesivas. La Constitución de 1910, en la medida en que asumió estas leyes, no sólo aseguró un Estado laico, sino que fue un documento persecutorio. Se suprimieron los privilegios de la Iglesia (que había que suprimir), pero también se le quitaron derechos. El documento admitía excesos como prohibir las órdenes monásticas.
A poco más de cien años de distancia, no estoy seguro si los mexicanos resolvimos el problema Iglesia-Estado de la mejor manera. Sospecho que la separación pudo hacerse de otro modo, de uno más cordial y menos corrosivo. Pero debemos reconocer que si bien el saldo no es el mejor, sí es positivo.
Hace mucho tiempo que en nuestro país no hay una religión de Estado. México, acostumbrado a seguir el rastro de los otros y a perseguir las huellas de los primermundistas, madrugamos a muchos países en este punto. Tal vez por pura chiripada, pero hoy por hoy, las cosas marchan por buen camino –al menos existe una clara separación entre Iglesia y Estado. Las reformas constitucionales de 1992, bajo el régimen del presidente Carlos Salinas de Gortari, enderezaron un poco la situación. Las modificaciones a los artículos 3, 5, 27, 28 y 130 de la Constitución permitieron, entre otras cosas, que México restableciera relaciones diplomáticas con la Santa Sede, otorgaron personalidad jurídica a las iglesias y devolvieron, no sin algunos candados, los derechos políticos a los ministros de culto.
Olor a yerba crítica
Creo que, sin proponérmelo, hice una lectura de Llano muy mexicana. A medida que pasaba las páginas, el olor a yerba de pronto se condensaba en reflexiones sobre México. Insisto. Pienso que ha tiempo resolvimos la separación Iglesia-Estado, pero aún quedan algunos cabos sueltos. El problema en nuestro país no es la persecución del cristianismo, sino el letargo con el que los cristianos embestimos los espacios públicos. Las puertas al foro público se abrieron de sopetón para el cristiano. Las reformas nos agarraron dormidos. Y ahora, con los reflectores encima y el micrófono en la boca, se nos olvidó la canción; se va a acabar el show y nosotros sin piar, afónicos.
El libro pincha algunos nervios del mexicano. Las memorias de Alejandro Llano, son también las memorias de una España anquilosada en la religión de Estado que, de golpe y porrazo, se sacudió los hábitos, se dejó crecer el cabello, se perforó y se tatuó los principios de libertad y diferencia. Los motivos sobran para que cualquiera –no sólo los que somos mencionados– olisquee el libro. Al final, creo que lo que Llano nos quiere decir es que la yerba tiene un penetrante olor crítico.