En un lugar de la Mancha…». «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,…» «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé…», contraseñas de El Quijote, Pedro Páramo y El extranjero, claves que, al lector, le recuerdan las lecturas correspondientes, con todo lo que ello implica, comenzando por el antes y el después, entre los cuales se gesta un cambio. ¿De qué se trata? Propongo mi respuesta.
La primera vez que leí El Quijote fue en la secundaria, bajo la dirección de Arturo Nava, mi querido profesor de literatura en el Colegio Alemán. Guardo, forrada todavía con el plástico original con el que la cubrió mi mamá, la décima primera edición de Sepan Cuántos, Porrúa (1969), con las clásicas dos columnas por página, con su olor a libro viejo y la docilidad con la que caen sus hojas cada vez que, como si se tratara de un acordeón, las paso rápidamente, acariciando con el pulgar el filo de cada una. No creí, en aquel entonces, volver a leerlo.
Sin embargo, la oportunidad para una segunda lectura vino, más o menos, un cuarto de siglo después, en 2000, cuando, por invitación de Roberto Salinas, y gracias a la generosidad de Liberty Fund, participé en el coloquio «La libertad en El Quijote de la Mancha». Esta vez se trató de la edición, en dos tomos, de Cátedra, Letras Hispánicas, viniendo muy a cuento aquello de «La libertad, Sancho, …» Terminado el coloquio no creí, por segunda ocasión, volver a leer El Quijote y, sin embargo, la oportunidad se presentó, no un cuarto de siglo después, sino un lustro de por medio.
Más de una persona me regaló, en 2005, la edición conmemorativa del cuarto centenario de El Quijote, uno de cuyos ejemplares pasó una breve temporada, visible, ¡muy visible!, sobre la mesa de trabajo de mi biblioteca, como esperándome, si no es que insinuándose descaradamente. La edición me gustó porque, entre otras cosas (entre las que se cuentan las presentaciones de Mario Vargas Llosa, Francisco Ayala y Martín de Riquer, más las notas de Francisco Rico), pese a sus 1260 páginas, se acuna cómodamente entre las manos. Algún día de finales de febrero o principios de marzo, de aquel 2005, decidí leer un capítulo diario, resolución que mantuve, más o menos ininterrumpidamente, hasta el último día del penúltimo mes del año, en el que leí, por tercera ocasión, la palabra Vale. Había terminado la lectura.
Lo tengo muy presente. Era la media tarde del miércoles 30 de noviembre de 2005, cuando cerré (¿por última vez?) El Quijote, algo que me produjo una enorme satisfacción. ¿Por qué? Deseando la respuesta encontré (¿o inventé?) la siguiente: «Porque después de leer una obra como El Quijote uno termina siendo un mejor ser humano: uno se es antes y otro después de la lectura, siendo éste mejor que aquel, y siéndolo en el sentido que realmente importa: como ser humano».
«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida…». Díganme si no se es uno, antes de leer a Cervantes, y otro una vez que se le ha leído, y díganme si el segundo no resulta mejor que el primero. ¿Existe o no un antes y un después de cada lectura, entre los cuales se gesta un cambio en el lector en cuanto ser humano?
Sé que es mi respuesta, y no necesariamente la respuesta, y no estoy seguro si la encontré o la inventé, pero la satisfacción de haber leído El Quijote es real, ante lo cual no me queda más que decir, lo leído ¿quién me lo quita? Vale.