Al hablar de industria, solemos concentrar nuestra atención en el dinero y las máquinas. Por lo general, pasamos por alto los arreglos humanos que son anteriores y superiores a la tecnología y las finanzas. Como si fueran un señuelo, nos fijamos en la alquimia y magia de los procesos físicos y químicos, como si el ingenio humano fuera nada más de ingenieros. Como si fueran un espantapájaros, los estados de resultados y el balance general captan nuestros sentidos y nos alejan del hombre, es decir, del trigo.
Por una como discapacidad física de nuestros tiempos, cuando queremos saber algo acerca de la industria, preguntamos al INEGI. Pero quizá las estadísticas no tengan la respuesta que estamos buscando. Como suele suceder con las cosas que buscamos con urgencia sin encontrarlas, quizá la tengamos literalmente frente a los ojos, pues quizá la respuesta a la pregunta «¿qué es industria?» esté en el librero.
En el librero está el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Al leerlo, en el patio de atrás de la mente se queda un pensamiento que flota como un diente de león: por medio de su ingenio creativo y su esfuerzo tenaz, Robinson no trata de crear una civilización, sino de salvarla.
El capítulo XIV del libro se dedica a contar la historia del traje de Robinson Crusoe. Contra la desnudez, contra la lluvia y el sol, contra el frío y las espinas, Robinson fabricó un traje de tres piezas a la moda de su época. No se le ocurre hacer un taparrabos que, si bien cubre el cuerpo, desabriga la dignidad. El traje se ajusta al clima y la vegetación de la isla desierta, pero se ajusta más perfectamente a la voluntad de vencer sobre la barbarie, el salvajismo, la incultura.
A Robinson le tomó cuatro años cortar y coser su traje, que empezó cuando mató unos chivos para comer y curtió sus cueros al sol. Unos se endurecieron tanto que ya no sirvieron para nada. Con los que sirvieron, Robinson se hizo miserablemente un gorro, chaleco y calzones, pues, como él mismo admite, era mal carpintero pero peor sastre. Comoquiera, Robinson estaba seco cuando llovía y, cuando hacía calor, estaba fresco.
Hecho el traje, Robinson gastó tiempo y esfuerzo en fabricarse una sombrilla plegable a su gusto, que lo mismo sirviera de parasol y paraguas. Antes de que la sombrilla quedara bien, desperdició algunos cueros. Puesto que si no podía doblarla no podía llevarla más que abierta y, por tanto, no le servía, la dificultad mayor que Robinson encontró fue hacer que la sombrilla se plegara.
YO SÉ LO QUE SOY
El traje de Robinson, el gorro, el chaleco, los calzones y la sombrilla, es mucho más que protección para el cuerpo. Es un emblema del alma. Su traje lo señala, no entre los hombres, sino ante sí mismo. Es el símbolo del orgullo que siente por haber salvado del naufragio a toda Inglaterra. El traje que se hizo Robinson es la representación en imagen de un lema que corre por las venas de Occidente, desde los Evangelios pasando por Montaigne hasta el Quijote y Whitman: «Yo sé lo que soy».1
El traje de Robinson es útil e imperfecto, pero no es la utilidad el ideal que representa, sino la imperfección. Si conseguimos imaginar la figura grotesca de Robinson engalanado a la inglesa con unos cueros peludos y tiesos de chivo, notaremos que en el lema de la civilización occidental no hay soberbia, sino sentido del humor. Robinson Crusoe sabe que es muy poca cosa cuando se pone su traje y proclama, ostentando los frutos de su industria: «Yo sé lo que soy».
Si alguna sabiduría hay en Occidente es la de saber que, sin importar cuán portentosas puedan ser las obras materiales del hombre, siempre quedarán por debajo y por detrás de las aspiraciones de su espíritu.
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1 V. De Unamuno, Miguel, Vida de Don Quijote y Sancho, REI: México, 1990. Unamuno compara al Quijote con la vida de Cristo y escribe sobre el quijotismo de la civilización cristiana.