Cumpliré 45 años el próximo 4 de julio, así que podré celebrar con Tom Cruise haber nacido en el aniversario del nacimiento de Estados Unidos. Vi la luz por primera vez en un pueblito de 300 habitantes del que, según cuenta la tradición familiar, me sacaron con tres meses. No he vuelto.
Durante los treinta y cuatro años y medio que permanecí en España, viví en siete provincias de cuatro autonomías distintas; en ningún sitio más de 10 años. Llegué al DF en enero de 2000 y en julio podré decir que la ciudad de México es mi hogar más que nunca. Primero tuve el honor de obtener la naturalización mexicana –tras la noticia, mis amigos insistieron en que el gobierno mexicano debería ser un poco más selectivo– y que por primera vez en mi –ya no corta– vida habré vivido más de diez años en una misma población.
Por suerte o por desgracia, mi situación no es ni única ni infrecuente. Casi desde mi nacimiento compartí la suerte con más de 740 millones de seres humanos que, en 2009, habitaban en un sitio distinto de aquel en el que habían nacido, pero permanecían en su mismo país de origen. Y desde que me trasladé a México, la comparto con otros 210 millones de personas que habitan en un país distinto del que les vio nacer. Redondeando: uno de cada seis seres humanos que pululan por este accidentado planeta es hoy en día un emigrante.
Con esos antecedentes no puedo decir menos que la emigración es buena, a no ser que quiera caer en el masoquismo de decir que mi existencia desde la más tierna infancia ha sido un mal para aquellas poblaciones que me acogieron a mí y a mi familia. Así también lo piensa el «Informe de Desarrollo Humano de 2009», que afirma, contra la opinión generalizada, que los emigrantes dinamizan la producción a un costo muy bajo o incluso nulo para los naturales del país y que es totalmente infundado el temor a que la población emigrante no se integre en la cultura receptora. De esta manera, tras sus estudios la comisión desmantela los dos grandes temas que sirven para luchar contra la emigración. Y añade un motivo más para ver sus puntos positivos: teniendo en cuenta que la emigración de forma natural va de los países más pobres a los más ricos, y que estos últimos tienen una población muy envejecida, la emigración permitirá –y permite hoy en día– una renovación de la fuerza laboral y el sostén vía impuestos de las pensiones de los jubilados.
DERECHO A ELEGIR DÓNDE VIVIR
La emigración es tan vieja como el hombre. Los primeros exiliados políticos fueron nuestros primeros padres: no estuvieron de acuerdo con las normas vigentes y en castigo se les prohibió volver al Paraíso. Otros, más que por desavenencias con la autoridad lo hicieron por cuestiones económicas y para evitar enfrentamientos, como le sucedió a los pastores de Abraham quienes tuvieron que dejar sus buenas tierras para dárselas a los de Lot. Si nos acercamos un poco a las naciones de hoy en día –no tan viejas como los demagogos de mente estrecha se empeñan en enseñar a las maleables mentes infantiles– veremos que la inmensa mayoría está formada por una mezcla de pueblos diversos. Así es que los xenófobos, contrarios a la emigración, estarían necesariamente deformando la historia o despreciando sus propios orígenes, como poco dignos.
Hasta antes de la Primera Guerra Mundial no era imprescindible viajar con pasaporte –a principios del siglo XX sólo existían unas cincuenta naciones reconocidas, el resto pertenecían a un poder colonial–; así lo reconoce Stefan Zweig quien recorrió medio mundo buscando fuentes nuevas de inspiración para sus cuentos y novelas. Pero el nacionalismo sustituyó el culto a Dios por el culto al estado y a las tradiciones: había que preservar la propia cultura de la influencia perniciosa extranjera. Los controles se hicieron más estrictos a la vez que aumentaba el número de naciones: de apenas 50, en 1910, ahora hay unas 200. En la actualidad, pasar de un país a otro sin papeles es enormemente difícil: bien lo saben los emigrantes mexicanos y los «coyotes» que se aprovechan de las circunstancias.
La pregunta aflora por sí misma ¿tiene una persona el derecho a emigrar? Es decir, ¿el ser humano por el hecho de serlo puede instalarse donde quiera, siempre que respete la propiedad, las personas y las leyes del lugar de acogida? El «Informe de Desarrollo Humano del 2009» responde positivamente: «… la capacidad de decidir dónde vivir es un elemento clave de la libertad humana».
Así lo entendía también Francisco de Vitoria, allá durante el XVI, al argumentar que uno de los motivos por los cuales los españoles tenían derecho a habitar en América era el «derecho al libre tránsito»; independientemente del cariz auto justificatorio con respecto a la conquista, comparto esa opinión: un hombre por el hecho de serlo debería tener el derecho de asentarse donde le plazca siempre que se adapte y respete las normas vigentes del país receptor.
Creo que, al igual que el resto de las libertades a las que el hombre debe tender –religiosa, de expresión, libertad para decidir su matrimonio, su profesión, etcétera– es un ideal a alcanzar que tiene muchos escollos, pero no por eso se debe luchar para conseguirlo. Pero mientras ese paraíso llega –y tengo mis dudas de que alguna vez se pueda ver realizado– la comisión citada propone una serie de medidas para facilitar esa corriente de bonanza de tal forma que el resultado final sea el de un «ganar, ganar» y no de una «suma cero».
Resumiéndolas mucho serían: facilitarla, garantizando los derechos humanos de los emigrantes y promover la colaboración entre los estados receptores y emisores para que ambos se beneficien. Un ejemplo de ello, añadiría yo, sería la intervención aplicada no hace muchos años por el estado mexicano para que los envíos de dinero de sus emigrantes en Estados Unidos no realizaran las abusivas tasas que tenían antes de poner en práctica esas medidas.
INCONVENIENTES DE LA EMIGRACIÓN
Quizá no estoy tan de acuerdo con la optimista visión de la Comisión. Entiendo que ante una crisis mundial económica y el peligro de la xenofobia se enfatice lo positivo. Pero no cabe la menor duda de que la emigración también tiene mucho de negativo. Rompe millones de familias; hay una fuerte pérdida de arraigo que no se suele restablecer hasta la segunda o tercera generación, es con frecuencia fuente de violencia y cuando la emigración es masiva genera un casi inevitable choque con la cultura receptora.
El difunto Samuel Huntington escribió no hace muchos años, sobre los peligros que la cultura latina representa para la anglosajona (cfr. «El desafío hispano», Letras Libres, abril 2004). Y antes de cómo las guerras del futuro serían guerras entre culturas y no entre naciones (cfr. El choque de las civilizaciones, Ediciones Paidós) –el (gracias a Dios) ex presidente Bush Jr. se lo creyó a pie juntillas–. Como era de esperar, miles de voces se levantaron frente a lo que consideraron una mentalidad exclusivista y xenófoba y, sí quizá lo era en la manera que lo enfocó; sin embargo, me pregunté y me sigo preguntando: ¿me gustaría una oleada de cientos de miles de estadounidenses cada año en suelo mexicano? O, y aquí puede que duela un poco más ¿de centroamericanos? O peor, todavía, porque las diferencias culturales son mucho mayores, me gustaría ver el pueblito andaluz donde viven mis familiares –donde hay más iglesias renacentistas que calles– lleno de mezquitas y con emigrantes norteafricanos recordándote cada vez que se puede que «esto es nuestro y lo vamos a recuperar».
Esta frase no es teórica, sino muy frecuente y la comprendo perfectamente: muchos están contentos con su cultura islámica y desean implantarla en sus lugares de recepción; es decir, lo mismo que a mí me gustaría vivir rodeado de una cultura católica con procesiones de Semana Santa, altares de muertos y fiesta de Navidad si fuera vivir a China o a Irán.
NO AL NACIONALISMO ETNOCENTRISTA
La emigración de pueblos de otras culturas tiene mucho de positivo y me parece que, aparte de los beneficios económicos, ayuda bastante a salir del estrecho nacionalismo etnocentrista que suele acabar en xenofobia. Un país demasiado homogéneo me da un poco de miedo, por no decir pavor: me ponen muy nervioso países donde sólo se concede la nacionalidad a emigrantes con su misma religión –Arabia Saudita, países del Golfo Pérsico o Israel– o donde la consecución de la misma es un lujo asiático, nunca mejor dicho, como el caso de Japón. Esos países tienen sus razones históricas y no es momento de analizarlas; las puedo comprender, pero eso no hace que me sienta menos nervioso ante la mentalidad etnicista, o etno-religiosa que impregna su concepto de polis.
Dicho esto, también reconozco que cualquier cultura, o país tiene derecho a preservar sus tradiciones, pero eso no se consigue con una política restrictiva frente al emigrante, sino con una política activa fomentando la propia cultura, a la vez que exige de los emigrantes un compromiso mínimo respecto a los valores imperantes.
Una cultura que tiene miedo del emigrante es una cultura que ha olvidado sus propias raíces o, peor, que ya no se reconoce en ellas y por eso ataca a la cultura que llega por considerarla más fuerte. El ataque siempre procede del miedo; y un pueblo que está orgulloso de su pasado –sin que por ello tenga que aceptar acríticamente todo lo que hicieron sus ancestros– difícilmente podrá tener miedo a dar libertades a otras culturas que necesariamente serán siempre minoritarias, además de que puede aprender mucho de ellas.
Pero permitir que los emigrantes tengan libertad para desarrollar su propia cultura no implica ser ingenuos, por lo que entiendo que se debe obligar al estado emisor que dé las mismas facilidades a los emigrantes de tu propio país que las que él proporciona. Y esto a distintos niveles. El primero es en el aspecto religioso, que sigue siendo, aún hoy en día, el elemento fundamental de cualquier cultura.
Me parece de gran ingenuidad que ayuntamientos europeos no sólo permitan sino que apoyen con dinero y enorme publicidad –para demostrar su tolerancia– la construcción de mezquitas, pero que no les importe que en esos mismos países de donde proceden los emigrantes y de donde procede el dinero para difundir sus ideales, se expulse a cristianos o budistas por el delito de hacer proselitismo –mientras redactaba este artículo, Marruecos expulsó a otro misionero evangélico español, de marzo a mayo han expulsado a 13.
El caso de Arabia Saudita es paradigmático de lo que supone la falta de reciprocidad: reparte a manos llenas dinero para difundir su particular visión del Islam entre los emigrados musulmanes en tierras cristianas, budistas e hinduistas, sin embargo es delito de cárcel la práctica de otra religión dentro de su estado.
LIBERTAD PARA TODOS
En otro terreno donde se debe conseguir reciprocidad es en las leyes. Y aquí me temo que tengo que criticar un poco al Estado mexicano –gracias a Dios soy naturalizado y ya no se me puede aplicar el artículo 33–. No hace mucho escuché de una voz muy calificada que «la frontera de Estados Unidos con México es de cinco estrellas comparada con la mexicano-guatemalteca». Esas frases dichas en una comida y, les aseguro, que tras relatar los horrores sistemáticos que tienen que pasar los pobres centroamericanos en tierras mexicanas la comida se me indigestó.
El gobierno mexicano, el marroquí y otros muchos, antes de protestar por el trato que reciben sus ciudadanos en otros países deberían mirarse en su propio espejo y actuar en consecuencia. En el caso concreto de Arabia Saudita, lo más lógico sería impedir que apoyara con su dinero la difusión del Islam en otros países mientras no deje de ser delito penado con cárcel el profesar una religión distinta del Islam en sus tierras.
Y a uno le dan ganas de decir que a los ciudadanos saudíes en países extranjeros se les debería prohibir la práctica de la religión mientras ellos no la permitan en su país y no mejoren las leyes para los emigrantes. Pero eso sería romper con nuestras propias tradiciones ya seculares de tolerancia; por eso para evitar la xenofobia que todos llevamos latente lo importante es tener la cabeza clara, fomentar las propias tradiciones y presionar internacionalmente para que las leyes migratorias sean acordes con los derechos humanos. Pero antes de criticar al vecino, y lo debemos hacer, hay que barrer la propia casa.