Sherlock Holmes. Todas las novelas
Arthur Conan Doyle
RBA. Barcelona, 2010.
Págs. 873
El personaje superó al escritor
Usted sabe que la novela policíaca, o como quiera llamarle, es la hija aventajada de la literatura anglosajona. De Dupin a House, pasando por Bond, los hombres descifrando imposibles vienen de Inglaterra, Nueva Gales del Sur o Estados Unidos: P.D. James, Chesterton o Christie concibieron mentes brillantes como Dalgliesh, Brown o Poirot.
Incluso Chesterton y Christie presidieron el London Detection Club, cuya misión es promover el juego limpio en las novelas del género: impedir que el escritor sea chapucero al plantear los enigmas o resolver los entuertos.
Estrella refulgente de esa constelación, William Sherlock Scott Holmes catapultó el género con una fuerza que no tuvo Dupin –el detective de Poe– y con un brillo que opacó a su creador, sir Arthur Conan Doyle; y se convirtió en el arquetipo del investigador: socialmente anormal, huraño, de rasgos artísticos y una inteligencia también inverosímil (toda semejanza con el doctor House no es azarosa).
Hoy, la casa catalana RBA lanza una magnífica edición de las cuatro novelas protagonizadas por el famoso detective, nacido en Yorkshire el 6 de enero de 1854, aficionado a la química desde muy chico –que derivó en su adicción al opio–, al violín y al arte dramático y estudió en Oxford y Cambridge, sin concluir nada en serio. A los 24 años, en Londres, conoció a su comparsa, inseparable conciencia y confidente, el doctor John H. Watson, a la larga, también su biógrafo y cronista.
«Sobrepasaba el metro ochenta –cuenta Watson–. Tenía la mirada aguda y penetrante; y su nariz fina y aguileña, daba al conjunto de sus facciones un aire de viveza y de resolución». Pero ninguna definición lo abarca mejor como la suya misma: «soy un cerebro. El resto es un mero apéndice».
Parada obligada y lectura impagable, el volumen carece de desperdicio. El incansable ingenio de Conan Doyle y su aguda ironía serán un deleite para el lector inquieto y, como decía Borges, «una de las buenas costumbres que nos quedan».