Algunas claves para los educadores: imaginación para conjugar lo antiguo con lo nuevo y buscar el cambio con sentido, confianza en los talentos de los educandos, empeño para hacer lucir los valores en su máximo esplendor… Todo esto ayudará a evitar una educación timorata, que se quede a mitad de camino.
La educación se desarrolla en un contexto. Actualmente existe una preocupación creciente por saber si la educación que brindamos es pertinente a las generaciones actuales. Los propios educadores estamos perplejos y no terminamos de encontrar las razones de nuestra pobre conexión con los alumnos.
Intentamos muchos nuevos mecanismos, técnicas y metodologías y creemos que cambiando los medios lograremos mejores resultados. No estoy seguro de si la crisis de la educación es producto de nuestras dudas o de un modelo agotado, pero sí estoy convencido de que tanto cambiar habla más de la fascinación por el cambio que de la preocupación por acertar en la manera de mejorar nuestra tarea. Pensando en ello se me ocurren algunas ideas que pueden servir para reflexionar y llevar a mejor término la tarea educativa.
MIRAR EL HORIZONTE CON LOS SUEÑOS
Es un hecho: a este mundo le sobran números y le falta espíritu. Hemos tatuado en las mentes de los jóvenes una única manera de triunfar: tener más. La falla la hemos iniciado en la educación cuando sólo nos preocupamos por enseñar lo que se cataloga como útil y se nos escapa insuflarles algo más hondo, la pasión por la vida y sus pequeñas bellezas. El valor de un buen libro; el interés de una conversación pausada donde lo importante es mirar con el otro la realidad para, desde dentro encontrar los motivos y resortes, que nos permitan vivirla con pasión; la contemplación de la naturaleza que eleva nuestra mente y alimenta nuestros corazones.
La educación que brindamos está llena de datos y es muy pobre para dotarlos de sentido y parece que no advertimos que la información es pertinente cuando permite convertirse en brújula para la propia vida y no cuando es simplemente acumulación de hechos que, sin un norte, difícilmente puede constituirse en algo valioso por sí mismo.
Vivimos un mundo en exceso pragmático, lleno de metas y objetivos, pero falto de ideales. Pareciera que trabajar tiene como último cometido engrosar las chequeras y se nos olvida que su principal función consiste en hacer algo por uno mismo y, en consecuencia, por los demás. A fuerza de fijar la mira en la utilidad inmediata olvidamos contemplar el horizonte y mirar, ya no con los ojos del cuerpo, sino con los sueños por aquello que sólo se vislumbra en lontananza. ¿Cuántas veces no vemos los medios como fines y sacrificamos los fines por sus medios?
Nos hemos llenado de fórmulas y procesos; las organizaciones engrosan porque necesitan controlarlo todo, y a fuerza de sistematizarlas hemos perdido el aliento de aquello que realmente las hace fuertes y les da vida. Sacrificamos la vitalidad por conceptos de eficacia y eficiencia que nos hacen, al menos así lo creemos, más productivos, aunque no necesariamente contribuyen a provocar las verdaderas transformaciones.
INNOVACIÓN CON CADUCIDAD INMEDIATA
Vemos en la innovación un ideal, pero no formamos espíritus capaces de gestionar lo nuevo. En parte porque no se ha sabido atesorar el saber que nos antecede para, en diálogo con quienes nos precedieron, evitar los antiguos errores y, desde donde otros han avanzado, contribuir a descubrir lo inédito. Nos falta imaginación para conjugar lo antiguo con lo nuevo para valorar lo anterior y provocar un cambio con sentido que realmente nos mejore y no únicamente prosiga la vertiginosa búsqueda de la novedad.
Una novedad que a veces agota y es que tiene una duración efímera, pues nos gusta no por útil, provechosa o buena, sino simplemente porque es nueva y, por tanto, con fecha de caducidad inmediata.
Nos embelesamos con los logros que documentamos con cifras, estadísticas y nuevos proyectos. Sólo tiene valor lo cuantificable, pues reza la sabiduría: lo que no se puede medir no puede mejorarse. Y perdemos la calidad del trato humano, la sonrisa para pedir algo, la mesura para plantear un punto de vista diverso, la paz que provoca saber que lo hecho es noble pues se hizo con una finalidad. No todo lo valioso es cuantificable, pero es fácil pasarlo por alto aunque sea sólo para las grandes contabilidades, pues todos somos conscientes de cuánto se siente su falta en la vida cotidiana.
Las preocupaciones se centran en preparar personas para el trabajo y se nos olvida la necesidad de prepararlas para la vida. El solo nombre de «recurso humano» provoca cierta repulsa, cuando tras la crudeza de estas palabras, se descubre que en el contexto de la sociedad y el mercado somos una variable más. Impedimos percatarnos de que la sociedad y el mercado sólo tienen sentido si contribuyen a la felicidad de cada uno de los seres humanos que la componen, porque cada uno es un fin en sí mismo y no una simple pieza más del complejo mecanismo que permite ir de crisis en crisis. Sin tocar el fondo que abreve sus fuentes, no en las necesidades del hoy, sino en la formación de quienes son en sí mismos mundos valiosos que merecen la oportunidad de pensar y amar por sí mismos.
¿POR QUÉ CUESTA EXIGIR?
Vivimos una paradoja con el tema de la exigencia. Por un lado, queremos que todo a nuestro alrededor funcione perfectamente y no escatimamos ningún esfuerzo por hacer valer lo que consideramos nuestros derechos, pero por otro nos cuesta mucho exigirnos en el cumplimiento de nuestros propios deberes y también exigir a quienes nos han sido confiados.
Exigir cuesta y cuesta mucho porque para hacerlo con autoridad es necesario empezar por uno mismo, hay que estar dispuesto a contristar, no por el hecho de hacerlo, sino porque es necesario proponer retos que permitan al otro ser mejor de lo que era antes y crecer, madurar y ser mejor duele en el proceso.
Además, exigir es importante porque permite al exigido descubrir su propio potencial y advertir la confianza que el otro tiene en él. Hace unos años un buen amigo me contó una anécdota que siempre me ha emocionado. Laboraba con niños de la calle. En una ocasión uno con quien llevaba tiempo trabajando le dijo: «Tú eres la única persona que me quiere. Los demás me ayudan por lástima. Tú siempre me has pedido más, porque tú crees en mí».
Evidentemente, al exigir hay que hacerlo con comprensión y con cariño, pero muchas veces se nos olvida que sólo exigiendo hacemos a los otros mejores.
CÓMO PRODUCIR MEJOR MÚSICA
A veces también la educación es un poco timorata. Ver el mundo y sus dificultades puede hacernos temerosos de lo compleja que será la vida de los educandos y nos falta confiar más en sus talentos y en el poder de la educación.
A este respecto siempre me viene a la mente un antiguo y muy conocido relato. Se trata del viaje de Ulises cuando debe cruzar por el lugar donde los barcos sucumben ante los cantos de las sirenas. La solución de Ulises es tapar los oídos de los tripulantes y atarse a un poste para escuchar los cantos sin perderse. Siempre me ha parecido descubrir en esta circunstancia dos soluciones que no pueden ser perennes la de no sucumbir porque no me entero y la de no sucumbir porque estoy atado.
En otro relato de la época se narra el cruce de otro barco por ese mismo lugar. Se trata de Jasón y los argonautas, uno de los tripulantes es Orfeo quien, para eludir el peligro, emplea el recurso de tocar una música mejor. Esta solución siempre me ha parecido más convincente y pienso que encierra una gran enseñanza. La única manera de educar en los valores es haciéndolos lucir en su máximo esplendor y así descubrir que son valiosos porque producen una música mejor y por tanto generan mayor felicidad.