México es un país maravilloso, donde se habla buen castellano y hay un gusto por hablarlo mejor. Déjenme explicarme. Casi diario tomo taxi de calle. Me gusta sentarme en el asiento de atrás y sacar conversación al taxista en turno. Gracias a este método he aprendido verdaderas joyas de la idiosincrasia mexicana.
El mes pasado, en uno de esos trayectos, me topé con un taxista mal afeitado y de apariencia un tanto sucia. Reconozco, apenado, que me dejé llevar por mis prejuicios. Aun así quise intentar un diálogo. Estaba a punto de hacerlo cuando el taxista frenó en seco al doblar una esquina. Entre cláxones desesperados se escuchó: «si pa’ menso no se estudia, ¡p… !». Hubo réplica: «gracias, tocayo». El taxista, arrancó el auto, me miró por el retrovisor, como si nada, y en ese momento abandoné toda esperanza de una buena conversación.
Sin embargo, un par de cuadras adelante el taxista rompió el silencio: «Oiga, ¿sabe que esta colonia se llama: el ‘sueño mariguano’ del revolucionario?». Al ver mi cara de sorpresa, pues yo me sabía en la Escandón, me indicó que estábamos en la esquina de Progreso y Prosperidad, y que si le unía el nombre de la calle de atrás salía el lema completo: Unión, Progreso y Prosperidad.
Resultó que aquel taxista de aspecto descuidado, condenado por mi prejuicio a la incultura, se divierte así con nombres de calles, colonias y metros. Un gusto cotidiano mantenido por 30 años. Afición que le ha llevado a ampliar su vocabulario y a leer grandes obras de literatura en busca de sinónimos. Sólo por seguir jugando, conoció de primera mano a la mayor parte de los autores mexicanos consagrados y ahora ya lleva leídos una buena parte de los del Siglo de Oro español. Con todo lo aprendido, molesta a sus hijas con sinónimos de palabras cotidianas, incomprensibles para ellas.
Así la conversación, que se preveía anodina, me ayudó a confirmar una sospecha: México presta especial atención al lenguaje. Mientras en otras partes vemos cómo la gente va vestida, en México se examina cómo se expresa. Es común escuchar: «no le creas una palabra, no ves cómo habla» o «es demasiado fresa, no puede quitarse la papa de la boca».
Mientras que a lo largo del mundo puede verse en cualquier noticiero a alguien que al ser entrevistado a pie de banqueta articula sin mayor complejo un relato más o menos coherente con las pocas palabras que atesora, los mexicanos saben que el lenguaje denota cultura. Por eso, cuando alguien no lo domina, cantinflea buscando palabras rebuscadas en un esfuerzo por verse mejor, como si en México el castellano se estirase al infinito para dejar en los extremos de una línea continua un alto y un bajo castellano: un idioma grandilocuente, preciso y barroco destinado a discursos y explicaciones; y un castellano ágil y sibilino, destinado a lo superfluo, al albur y al grito incontestable con el que se rubrica una discusión en el tráfico. En medio, todo lo demás.
Por eso reitero: México es un país maravilloso donde se habla un castellano rico y versátil, lleno de matices que se mueven entre la elegancia del barroco y la vivacidad de la barriada. Pero, sobre todo, donde hay enorme interés por hablarlo mejor. O, al menos, por vestirlo de gala en ocasiones especiales. Si no me creen corran a la calle y suban a un taxi.