Algunos estudios sobre las diferencias al negociar entre hombres y mujeres sugieren mecanismos y políticas para favorecer una mayor equidad de género en las organizaciones.
Es de todos conocido que las mujeres han incrementado su participación en la fuerza laboral a partir de la Segunda Guerra Mundial.1 La consecuente y progresiva participación de la mujer en cargos directivos ha generado líneas de investigación que buscan conocer las razones por las que continúa existiendo una brecha salarial entre hombres y mujeres.2
Un argumento frecuente para explicarla es la noción de que existen diferencias sustantivas en los estilos de negociación entre los hombres y las mujeres (Babcock, Laschever, 2005). De esta manera, existen diversos estereotipos con los que comúnmente se describen dichos estilos de negociación: por ejemplo, algunos autores refieren que los atributos de un negociador efectivo incluyen fuerza, asertividad y racionalidad –todos aspectos asociados a hombres– mientras que los atributos de un negociador débil incluyen sumisión, debilidad y emocionalidad –todos asociados a mujeres– (Paddock, Kray, 2011). En contraste, otros estudios plantean nuevas hipótesis que muestran cómo algunos estereotipos de género o expectativas de rol –que se manifiestan en prácticas organizacionales definidas como discriminación de segunda generación3– son los que realmente influyen en el resultado de una negociación y no el género per se (Pradel, Riley, McGinn, 2005).
El presente artículo explora diversas perspectivas de diferenciadores de género en una negociación y documenta las posibles soluciones a implementar dentro de las organizaciones para contribuir en la disminución de la brecha salarial.
ESTILOS DE NEGOCIACIÓN
Los estudios académicos presentan muy poca o ninguna evidencia estadística significativa que sustente que existe una diferencia entre los estilos de negociación de hombres y mujeres. En general, las conclusiones de los estudios establecen que «el género no es un buen predictor del resultado de una negociación» (Pradel, Riley, McGinn, 2005). Sin embargo, estas autoras y otros estudios (Falcao, 2009) puntualizan que existen dos claras circunstancias que pueden influir en los resultados negociados por hombres y mujeres: a) cuando las posibilidades y límites de la negociación no son claros (ambigüedad) y b) cuando dicha ambigüedad detona comportamientos de género que aparecen en situaciones determinadas, por ejemplo, en ambientes de alta competencia los hombres tienden a obtener mejores resultados en una negociación. Asimismo, cuando existe la posibilidad de negociar a nombre de un tercero las mujeres aventajan a los hombres. Estos «detonadores de género»4 más allá de señalar diferencias innatas entre hombres y mujeres reflejan estereotipos y sesgos de comportamiento culturales (Pradel, Riley, McGinn, 2005).
De esta manera, se presentan a continuación los principales elementos que han sido sujetos de análisis en la literatura.
LAS MUJERES NO PIDEN
En 2003, Babcock y Laschever publicaron el libro Las mujeres no se atreven a pedir, en él plantean que «los hombres adoptan un enfoque más activo que las mujeres para conseguir lo que quieren, pidiéndolo» (Babcock, Laschever, 2005). Otro aspecto importante al que llegan las autoras es que las mujeres no negocian tan frecuentemente como podrían o deberían, afirmación que retoman otras investigaciones (Bourg, 2011) enfatizando que esto sucede debido a que existe un estereotipo de género en el que una mujer que pide es vista por sus superiores y compañeros de trabajo como «agresiva», «mandona» y de difícil interacción.
Otro razonamiento al que hacen alusión diversos autores es que las mujeres no piden porque esperan que su trabajo y desempeño hable por ellas. De esta manera, les llega a tomar años darse cuenta de que el mundo profesional es menos meritocrático que el escolar. Las mujeres sufren de lo que Carol Frohlinger y Deborah Kolb5 denominan «síndrome de la tiara»: creen que si siguen haciendo bien su trabajo, alguien se dará cuenta y colocará una tiara en su cabeza, situación que no suele suceder (Franke-Ruta, 2013); «[…] esperan que la vida sea justa y a menudo no se dan cuenta de que les corresponde a ellas asegurarse de que lo sea» (Babcock, Laschever, 2005).
En contraste con esta perspectiva, un estudio de la Oficina Nacional de Investigación Económica6 (Leibbrandt, 2012) determinó que cuando no existe una declaración explícita de que los salarios son negociables, los hombres son más propensos a negociar que las mujeres. Sin embargo, cuando se menciona explícitamente la posibilidad de negociar el salario, la diferencia desaparece e incluso tiende a invertirse. La conclusión es que los hombres prefieren ambientes de trabajo donde las reglas para determinar los salarios son ambiguas. En la misma dirección lo plantean Pradel, Riley y McGinn (2005) que concluyen que en las negociaciones altamente ambiguas se hace más probable que existan detonadores de género –gender triggers– que afectarán el resultado. Por otro lado, cuando los negociadores entienden el rango de posibles beneficios y acuerdan estándares para la distribución de valor, los resultados de la negociación son menos proclives a reflejar detonadores de género.
LAS MUJERES TIENEN (ESTABLECEN) MENORES ASPIRACIONES
Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2010 la participación femenina representó casi la mitad de la fuerza de trabajo de EU (46.7%), mientras que en América Latina y el Caribe la tasa de participación laboral regional fue de 52.6% (OIT, 2013). Este notorio incremento ha derivado en estudios sobre las aspiraciones profesionales de la mujer.
La literatura revisada señala que las aspiraciones profesionales de un individuo son influenciadas por factores como el género, el nivel socioeconómico, la raza, la ocupación de los padres y el nivel de educación y expectativas de los padres (Patten, Parker, 2012).
Hay evidencia considerable que apoya la hipótesis de que las mujeres establecen objetivos inferiores en el ámbito de la compensación, lo que lleva a resultados menos favorables en las negociaciones salariales. Por ejemplo, Riley y Babcock (2002) encontraron una brecha de género entre los MBA donde las mujeres negociaban bonos anuales 19% menores que sus pares hombres. Otros creen que las mujeres están satisfechas con menos porque esperan menos.
Un artículo de la revista Forbes (Casserly, 2013) alude a una encuesta realizada a 66,000 recién egresados de 318 universidades, en donde las mujeres anticipaban conseguir un salario anual de 49,248 dólares mientras que sus colegas masculinos anticipaban 56,947 dólares (15% superior). De esta manera y dado que el salario del primer año generalmente es un factor predominante para determinar los ingresos de la vida laboral de un individuo, Forbes señala una diferencia de casi medio millón de dólares (443,360 dólares) en las percepciones acumuladas durante la vida laboral de hombres versus mujeres.7 Babcock y Laschever (2005) definen esta diferencia como una «acumulación de desventajas» y refieren a un estudio realizado en la Ivy League MBA a recién egresados de 22 años, en donde los hombres negociaron salarios 4.3% más elevados que las ofertas iniciales; mientras que las mujeres negociaron un aumento de 2.7% .
Margaret Neale, profesora de Negociación de Stanford, señala que las mujeres tienen menores expectativas de manera sistemática, por lo que obtienen sistemáticamente resultados inferiores, ya que las expectativas impulsan el comportamiento. También señala que las mujeres tienen menores percepciones salariales, no porque sean mujeres sino porque sus expectativas son menores (Slavina, 2013).
Adicionalmente, en América Latina y el Caribe las diferencias en remuneraciones entre hombres y mujeres se nutre de otro fenómeno persistente, fuertemente asociado a pautas culturales de género, prejuicios y estereotipos en el que, no obstante la masiva incorporación de mujeres a la fuerza de trabajo, todavía existe la imagen de los hombres como proveedores de la familia y de las mujeres como aportantes de ingresos complementarios (OIT, 2013).
Bajo estos razonamientos, una menor aspiración en el primer salario percibido afecta en gran medida las decisiones presentes y futuras de consumo y ahorro, así como el bienestar económico de las mujeres, sobre todo de aquellas que asumen la jefatura de su hogar. Esta situación pone de manifiesto la necesidad de establecer estrategias personales y prácticas organizacionales que busquen minimizar este desfase en la equidad de género.
Asimismo, otras investigaciones señalan cambios en los roles tradicionales de género. De acuerdo con la encuesta del Centro de Investigación Pew, 66% de las mujeres jóvenes entre 18 y 34 años le dan a su carrera una prioridad alta en la vida, en comparación con 59% de los jóvenes hombres (Wang, Parker, 2011).8 En contraste, en 1997 los porcentajes respectivos eran 56% y 58% por ciento.
Gorard, Huat See y Davis (2012) señalan que un indicador clave para medir las aspiraciones de un individuo es el deseo de continuar su educación. A este respecto, en las últimas décadas las mujeres superaron a los hombres en matrícula y tasa de graduación, y la brecha ha ido creciendo (Wang, Parker, 2011). Por ejemplo, en 2010 en EU, 36% de las mujeres entre 25 y 29 años contaban con un título de licenciatura, comparado con 28% de los hombres del mismo rango de edad. Igualmente, 44% de las mujeres entre 18 y 24 años estaban inscritas en programas universitarios o de posgrado, en comparación con 38% de los hombres (Patten, Parker, 2012).
En América Latina y el Caribe la proporción de mujeres jóvenes entre los 15 y 24 años con menos de cinco años de educación se redujo a la mitad entre 1989 y 2011, mientras que en este mismo periodo, la proporción de mujeres con más de 13 años de educación se incrementó en más del doble. Asimismo, las mujeres mostraron la mayor asistencia a las universidades en la mayoría de los países de Latinoamérica (McKinsey, 2013).
Estos cambios en las expectativas y aspiraciones parecen comenzar a tener repercusión en la disminución de la brecha salarial de género. Por ejemplo, en EU los ingresos de las mujeres entre 16 y 34 años representan poco más de 90% del ingreso promedio de los hombres, proporción que cae en las mujeres de 35 a 64 años, cuya remuneración representa 80% (U.S. Bureau of Labor Statistics Report 1031, 2011).
En Latinoamérica también se hace evidente la disminución de la brecha salarial de género por segmentos de edad. El ingreso de las mujeres de 45 a 54 años representa 71% del ingreso de los hombres; en los segmentos de 35 a 44 y de 25 a 34 años suben 73% y 81% respectivamente, mientras que en el de 15 a 24 años constituye el 91% (OIT, 2013).
Si bien esto muestra una evolución y disminución de la brecha salarial con la llegada de cada nueva generación, las investigaciones señalan que la mejora en los ingresos de las mujeres se va diluyendo conforme estas avanzan en sus carreras (Golding, 2014). «Cuando las mujeres llegan a puestos gerenciales medios, su retribución nuevamente es menor que la de los hombres y enfrentan cada vez mayores problemas para continuar ascendiendo. Por su parte, las mujeres con niños son dejadas muy atrás en lo que a retribución se refiere» (Covert, 2012). Esto último es la discriminación de segunda generación.
HOMBRES Y MUJERES NEGOCIAN DE MANERA DIFERENTE CON MUJERES
Otro enfoque tiene que ver con la manera en la que actitudes generales entre hombres y mujeres pueden afectar el resultado de una negociación aún en procesos en los que intervienen mujeres con altos objetivos, seguras de lo que merecen y con la voluntad para resistirse a conceder.
El estudio conducido por Ayres y Siegelman (1995) –ampliamente citado– muestra que los vendedores de autos nuevos en concesionarias de Chicago dan de manera rutinaria precios más altos a mujeres y a personas afroamericanas que a hombres de raza blanca, aun cuando los «compradores» fueron entrenados por los investigadores para comportarse y negociar de manera idéntica. El estudio también procuró disminuir e igualar diferencias en edad, nivel de educación, atractivo y estilo de vestir, por lo que es concluyente en que la diferencia significativa es si el cliente es hombre o mujer o de raza blanca o negra. Kray, Galinsky y Thompson (2002) retoman este estudio y sugieren que por encima de cualquier sesgo por parte del concesionario, las mujeres llevan una carga adicional frente al vendedor y es la posibilidad de que todo lo que digan o hagan será interpretado a la luz del estereotipo de que las mujeres tienen menores habilidades de negociación. Esta carga alude al concepto denominado «amenaza del estereotipo»9 y de acuerdo con estos autores, muchos estudios han encontrado que el comportamiento de las personas es afectado por la mera activación de un estereotipo o simplemente al realizar un rápido diagnóstico de habilidades estereotipo-relevantes para una tarea.
Otros estudios al respecto toman el llamado «juego del ultimátum»10 para conocer las actitudes con las que hombres y mujeres asumen una negociación. En general, este juego es utilizado por economistas para medir las percepciones de justicia de los individuos, ya que la persona que propone debe inferir la cantidad que su contraparte asumirá como justa para que ambos obtengan un beneficio. Babcock y Laschever (2005) señalan dos aspectos importantes que derivaron de una investigación realizada por Solnick (2001) utilizando el juego del ultimátum. El primero es que tanto hombres como mujeres hacen ofertas menos generosas a contrapartes mujeres (12% menores en promedio). Segundo, tanto hombres como mujeres exigían ofertas mucho mayores de las mujeres para que fueran aceptables (42.5% mayores en promedio).
Ésta marcada tendencia cultural-social que exige «naturalmente» a las mujeres ceder de manera cotidiana ayuda a entender el citado concepto de discriminación de segunda generación. Sturm (2001) lo define como prácticas sociales y patrones de interacción al interior de diferentes grupos en el lugar de trabajo que con el tiempo excluyen otros grupos no dominantes.11 Como resultado, el tono u orden en que se dan las negociaciones en una organización privilegia las prácticas y supuestos masculinos y excluye los femeninos (Kolb, McGinn, 2009).
LAS MUJERES TIENEN UN ENFOQUE MÁS INTEGRADOR
La literatura especializada describe dos estilos antagónicos de negociación: el enfoque distributivo y el enfoque integrativo. El primero tiene una naturaleza competitiva en la que predomina la noción del ceder, un juego de suma cero bajo esquema ganar-perder; por su parte, el enfoque integrativo se basa en la cooperación y el interés mutuo, creando situaciones ganar-ganar.
Aunque la mayoría de los autores convergen en que las mujeres manifiestan un enfoque más cooperativo-integrador y los hombres uno más competitivo-distributivo, existen estudios que señalan que no hay evidencia significativa que demuestre dicho supuesto (Kolb, 2002). Refiere a una conclusión de Carol Watson (1994), quien señala que en una negociación, la posibilidad de que una persona actúe de manera cooperativa o competitiva depende más de la posición que ésta ocupe en la organización que de su género.
En contraste, Babcock y Laschever (2005) destacan la noción de que las mujeres, a diferencia de los hombres, desarrollan naturalmente conductas enfocadas a la cooperación. Estas conductas que permiten «ampliar el pastel» en una negociación son definidas en su libro como «la ventaja femenina». Las autoras argumentan que existe un gran número de estudios que concluyen que un enfoque cooperativo produce resultados objetivamente superiores a los derivados de estrategias competitivas.
Otro enfoque con el que se analiza la perspectiva integradora de las mujeres tiene que ver con la tendencia a cuidar la relación por encima del resultado de la negociación. Casserly ( 2012) hace referencia a Selena Rezvani,12 quien señala que menos del 26% de las mujeres se sienten cómodas negociando –comparado con 40% de los hombres. Rezvani plantea que la causa raíz de esta aversión radica en que las mujeres creen que una negociación o cualquier señal de resistencia con un jefe puede afectar la relación con éste en el largo plazo.
Dentro de esta tendencia a evitar la negociación y el conflicto, es importante destacar que los atributos que permiten a las mujeres generar enfoques más integradores son vistos por los especialistas como un arma de dos filos. Por ejemplo, un artículo de Fortune (Fisher, 2011) hace referencia al libro de Lee Miller13 A woman´s guide to successful negotiating, en donde si bien la empatía característica de las mujeres puede construir mejores acuerdos al entender las motivaciones de la contraparte, este escenario no significa que se tenga que ceder lo que la contraparte desea y menos aún si ello implica perder lo que uno quiere.
Las soluciones para evitar los potenciales problemas de un estilo de negociación integrador giran en torno a dos perspectivas. La primera, tiene que ver con que las mujeres sobrepasan a los hombres en los resultados de una negociación cuando lo hacen a nombre de un tercero. Margaret Neale, profesora de negociación de Stanford, señala: «como mujer es inaceptable para mí ser codiciosa para mis fines, pero es completamente aceptable negociar por otra persona, ya que ello representa una actitud de procuración y cuidado por esa otra persona» (Slavina, 2013). En este sentido, Pradel, Riley y McGinn (2005) señalan que las mujeres ejecutivas se muestran particularmente motivadas cuando asumen la responsabilidad de representar los intereses de otra persona. Con esto en mente, los especialistas sugieren a las mujeres negociar con una visión más comunitaria en la que además de incorporar que están representando los intereses de terceros, puedan contextualizar que lo que está en la mesa de negociación beneficia a la compañía en su conjunto y no sólo a sus propios intereses.
La segunda perspectiva va de la mano de la primera y consiste en promover que las mujeres se hagan conscientes de que otras mujeres están observando su comportamiento. Como lo plantea Rezvani14: «a todos los niveles, pero especialmente si has alcanzado un nivel directivo, existen mujeres más jóvenes que te observan y se dan cuenta de si simplemente aceptas el statu quo como mujer o si realmente estás empujando y defendiendo tu posición» (Casserly, 2012).
¿QUÉ HACER?
La evidencia presentada demanda la necesidad de establecer mecanismos personales y organizacionales que disminuyan o eliminen los diferenciadores de género en la negociación –discriminación de segunda generación, detonadores de género, amenaza del estereotipo, ambientes de ambigüedad, menores aspiraciones–.
A nivel organizacional, el factor sobre el que se puede tener mayor control es la ambigüedad y la incertidumbre. «Las empresas deben crear políticas o prácticas de transparencia en cuanto a las compensaciones y beneficios de sus empleados, codificando y publicando las oportunidades y beneficios que están dispuestos a ofrecer» (Pradel, Riley, McGinn, 2005). El uso de estas políticas no significa estandarizar los beneficios para todos los empleados, sino clarificar el rango de aspectos que pueden negociarse y los criterios bajo los cuales se tomarán las decisiones de aceptación-rechazo. Las autoras concluyen que las empresas deben evitar que los empleados busquen y decidan de manera individual las condiciones de trabajo que les parezcan justas y razonables, ya que bajo escenarios de este tipo las desigualdades descritas se incrementarían con el tiempo. Bajo un escenario de este tipo, las diferencias salariales reflejarán diferencias por desempeño y no por género.
Cabe señalar que esta aproximación implica algunos riesgos. Por ejemplo, si consideramos que en 2010 las mujeres representaron 46.7% de la fuerza laboral de EU y sus ingresos promedio fueron 23% menores, una política enfocada en disminuir la ambigüedad e igualar los ingresos representaría un aumento del 12% en la nómina de las empresas y/o del sector público, realidad que actuaría en contra de este tipo de prácticas.
A nivel personal los autores concuerdan en algunos sencillos pasos para mejorar las habilidades de negociación o mitigar los diferenciadores de género descritos.
- Hacer la tarea. Preparar una posible negociación; implica realizar un benchmarking de puestos similares en otras empresas, preguntar a colegas, investigar información publicada así como desarrollar y utilizar las redes de contactos que puedan dar un buen marco de referencia para dar soporte a los argumentos.
- Anticipar detonadores de género. En entornos altamente ambiguos y competitivos, por ejemplo, los hombres pueden ser alentados a maximizar sus resultados mediante el aumento gradual de su impulso competitivo. Las mujeres, por otro lado, pueden recordar que están representando no sólo a sí mismas sino a sus colegas, departamento, empresa o clientes.
- Empaquetar. Los expertos recomiendan no negociar tema por tema, más bien, el marco de la negociación debe girar sobre cuál es el conjunto de recursos y beneficios que un individuo requiere para desarrollar su potencial.
PRECISIONES
Este artículo se refiere en su mayoría a estudios realizados en EU y algunas estadísticas de la Unión Europea. En lo que respecta a México y Latinoamérica, únicamente fue posible documentar estadísticas generales que surgen de estudios realizados por organismos internacionales. A pesar de la escasa información, es evidente la necesidad de implementar mecanismos enfocados en igualar o disminuir los diferenciadores de género descritos. A este respecto, las mejores prácticas que «importan» las empresas transnacionales ya sensibles al tema, representan un primer avance.
De la misma manera, los artículos consultados no hacen referencia a una segmentación por estrato socioeconómico, perfil profesional o nivel jerárquico en las organizaciones. Se sugiere considerar un estudio con este enfoque para determinar si los hallazgos y conclusiones generales de los artículos descritos son propios de la cultura de un país o existen factores sociodemográficos que establecen diferencias significativas en los procesos y resultados de negociación entre hombres y mujeres.
Bibliografía
Ayres, Ian y Peter Siegelman (1995), «Race and Gender Discrimination in Bargaining for a New Car», en American Economic Review, vol. 85, núm. 3, pp. 304-321.
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Bowles, Hannah, Linda Babcock y Kathleen McGinn (2005), «Constraints and triggers: situational mechanics of gender in negotiation», en Journal of personality and social psychology, vol. 89, núm. 6, pp. 951-965. doi: 10.1037/0022-3514.89.6.951.
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Golding, Claudia (2014), «A Grand Gender Convergence: Its Last Chapter», American Economic Review, vol. 104, núm. 4, consultado el 10 de octubre de 2015, pp. 1091-1119. https://scholar.harvard.edu/files
1 En la década de los 70, las mujeres contribuían con 38% de la fuerza laboral de EU mientras que en 2010 representaban 46.7% (U.S. Bureau of Labor Statistics, 2011). En América Latina y el Caribe, la tasa de participación laboral femenina aumentó de 49.2% en 2000 a 52.6% en 2010; la de los hombres cayó de 80.8% a 79.6% en 2010 (Organización Internacional del Trabajo, OIT, 2013).
2 En 2010 las mujeres en EU que trabajaban tiempo completo o las asalariadas tenían ingresos semanales promedio de 669 dólares, en comparación con 824 dólares de los hombres (Patten, Parker, 2012). En 2003 la Oficina de Estadística Federal de Alemania reportó que el ingreso promedio mensual de las mujeres era 30% menor que el de los hombres (Dribbusch, 2004). Los ingresos promedio de las mujeres mundialmente representan 77.1% de lo que perciben los hombres (OIT, 2013).
3 De acuerdo con los investigadores del Centro para el Género en las Organizaciones (CGO), los sesgos de género de segunda generación son culturas y prácticas de trabajo discriminatorias que se caracterizan por ser sutiles y relacionales por lo que las mujeres las asumen como neutrales y naturales. Sin embargo, reflejan valores masculinos y situaciones de vida característicos de los hombres. Estas dinámicas y prejuicios afectan las decisiones de contratación, promoción y salarios (Bourg, 2011).
4 Gender triggers. Señales situacionales que detonan diferencias entre hombres y mujeres en cuanto a preferencias, expectativas y comportamientos, (Bowles, 2005)
5 Fundadoras de Negotiating Women Inc., empresa que brinda coaching a mujeres en habilidades de liderazgo.
6 Una investigación de campo entre cerca de 2,500 solicitantes de trabajo en empresas que establecían variaciones importantes en los detalles del contrato.
7 Mujeres de raza blanca, ya que otros factores como la raza o grupo étnico afectan aún más esta diferencia salarial.
8 Las cifras se basan en las respuestas combinadas de dos encuestas del Pew Research Center, una en enero de 2010 y otra en diciembre de 2011.
9 La amenaza del estereotipo se refiere a estar en riesgo de confirmar como una auto-característica un estereotipo negativo sobre un grupo. Este término fue utilizado por primera vez por Steele y Aronson (1995), quienes demostraron que estudiantes de raza negra en la universidad tenían un desempeño inferior en los exámenes que los blancos, cuando se enfatizaba su raza. Cuando la raza no se recalcaba, los estudiantes de raza negra se desempeñaron mejor o equivalente.
10 El juego del ultimátum es jugado a menudo en los experimentos económicos. Dos jugadores deciden cómo dividir una suma de dinero. El primer jugador propone cómo dividir la suma y el segundo jugador puede aceptar o rechazar esta propuesta. Si rechaza, ninguno de los jugadores recibe nada. Si acepta, el dinero se reparte de acuerdo con la propuesta.
11 La exclusión es muy difícil de rastrear directamente con acciones de actores particulares, por lo que regularmente sólo puede ser visible en términos agregados.
12 Pushback: How smart women ask and stand up for what they want.
13 Lee Miller es profesora de negociación en Columbia Business School..
14 Autora del libro PUSHBACK: How Smart Women Ask—And Stand Up—For What They Want.